lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


QUINCUAGÉSIMOSEGUNDA ENTREGA
                                                                                    

"EL BÚFALO".
                                            

29. INTERMEDIARIOS HACIA EL OTRO LADO (1)

Me habían prestado colaboración, pero ahora necesitaba ayuda. Había encontrado una prueba de que la vida continúa después de la muerte. También tenía fotos de hadas y guías. Me habían mostrado trozos de un mundo nuevo e inexplorado. Me sentía como el explorador que está cerca del final de su viaje. Había tierra a la vista, pero no podía llegar allí sola. Hablé con personas de mi círculo de conocidos, cada vez más amplio, diciéndoles que necesitaba alguien a quien acudir, alguien que supiera más.

En seguida se pusieron en contacto conmigo muchos "iluminados" que me propusieron todo tipo de medios para hablar con los muertos y viajar a planos superiores de conciencia. Pero yo no me entendía con ese tipo de personas. En 1976 me llamaron Jay y Martha B., una pareja de San Diego, y me prometieron presentarme a entidades espirituales. "Va a poder hablar con ellas. Se les puede hablar y ellas contestan", me dijeron.

Eso atrajo mi atención. Hablamos unas cuantas veces por teléfono y esa primavera concerté una conferencia en San Diego y fui a visitarlos. En el aeropuerto los tres nos abrazamos como viejos amigos. Jay B., ex operario de aviación, y su esposa Martha eran más o menos de mi edad y parecían una pareja corriente de clase media. Él tenía una calva incipiente, ella era regordeta. Me llevaron a su casa en Escondido, donde habían organizado unas sesiones interesantes. Desde que el año anterior fundaran la Iglesia de la Divinidad habían reunido un grupo de seguidores de unas cien personas. La gran atracción era la capacidad de B. para servir de intermediario (o médium) con los espíritus. Un intermediario entra en un estado mental profundo, o trance, para invocar a un espíritu superior o persona sabia difunta. Las sesiones se celebraban en una sala pequeña, o "sala oscura", situada detrás de la casa.

-Lo llamamos "fenómeno de materialización" -me explicó él entusiasmado-. Sería largo y difícil contar todas las lecciones que hemos recibido hasta el momento.

¿Quién podría culparme por sentirme entusiasmada? Mi primer día allí me reuní con veinticinco personas de todas las edades y tipos en la sala oscura, un cuarto de techo muy bajo y sin ventanas.

Todos nos sentamos en sillas plegables. B. me situó en la primera fila, en un puesto de honor. Después apagaron las luces y el grupo comenzó a entonar una melodía suave y rítmica que fue aumentando de volumen hasta convertirse en un sonoro cántico, que era lo que le daba a B. la energía necesaria para servir de intermediario a las entidades.

Pese a mi expectación, me mantuve escéptica, pero cuando el cántico subió de tono hasta hacerse casi eufórico, B. desapareció detrás de una pantalla. De pronto, por el lado derecho apareció una figura de una altura enorme; era como una especie de sombra aunque, comparada con la señora Schwartz, tenía más densidad y una presencia más imponente.

-Al final de la velada vais a estar asombrados, pero más confusos -dijo con voz profunda.

Yo ya lo estaba. Sentada en el borde de la silla, me sentía cautivada por su hechizo. Era increíble, pero me pregunté si no me hallaría ante el acontecimiento más importante de mi vida. Él cantó, saludó al grupo y después se dirigió hacia mí y se quedó muy cerca, erguido y gigantesco.

Todo lo que hizo y dijo tenía un propósito y un significado. Me llamó Isabel, lo que al cabo de unos minutos adquiriría más sentido; después me dijo que tuviera paciencia porque mi compañero del alma estaba tratando de acudir.

Lógicamente deseé preguntarle de qué compañero del alma se trataba, pero no logré hablar. Después desapareció. Pasado un largo rato, se materializó otra figura, totalmente diferente. Se presentó diciendo que se llamaba Salem. Ni éste ni el primer espíritu tenían ningún parecido con el indio que yo había fotografiado. Salem era alto y delgado; llevaba turbante y una túnica amplia y larga. Todo un personaje. Cuando avanzó hasta mí, pensé: "Si este tío me toca me muero." Tan pronto tuve ese pensamiento, Salem desapareció. Después volvió la primera figura a explicarme que mi nerviosismo había hecho que Salem se marchara.

Transcurrieron cinco minutos, los suficientes para que yo recuperara la calma. Después reapareció Salem, mi supuesto compañero del alma, delante de mí. Aunque mis pensamientos lo habían ahuyentado, decidió ponerme a prueba acercándose hasta tocar las puntas de mis sandalias con los dedos de los pies. Cuando vio que eso no me asustaba, se acercó un poco más. Noté que trataba de no atemorizarme, y consiguió no hacerlo. En cuanto deseé que se apresurara a decir lo que tenía que decirme, él se presentó oficialmente, me saludó llamándome "mi querida hermana Isabel", luego me levantó suavemente de la silla y me condujo a una habitación totalmente oscura donde quedamos solos.

Salem actuaba de un modo extraño y místico, y al mismo tiempo su actitud era tranquilizadora y amistosa. Me advirtió que me iba a llevar en un viaje especial y me explicó que en otra vida, en la época de Jesús, yo había sido una maestra sabia y respetada llamada Isabel. Juntos viajamos hacia una agradable tarde en que yo estaba sentada en la ladera de una colina escuchando a Jesús que predicaba a un grupo de gente.

Aunque veía toda la escena, no lograba entender una palabra de lo que decía Jesús.

-¿Es que no puede hablar de forma normal? -pregunté.

Tan pronto como dije eso caí en la cuenta de que mis pacientes moribundos solían comunicarse así, como Jesús, en un lenguaje simbólico, con parábolas. Si una está sintonizada puede oírlo; si no, no entiende.

Percibí cada detalle de lo que sucedió esa noche. Transcurrida una hora me sentía agobiada y casi me alegré de que terminara la sesión para poder asimilar la experiencia. Tenía mucho que asimilar, más de lo que jamás habría imaginado. En mi conferencia del día siguiente dejé de lado lo que tenía preparado y conté lo ocurrido la noche anterior. En lugar de criticarme y decir que estaba loca, el público se puso en pie para aplaudirme.

Esa noche, la última, puesto que al día siguiente volvería a mi casa en Chicago, B. me llevó a mí sola a la sala oscura. Una parte de mí quería verlo nuevamente para asegurarme de que todo era legal. Esta vez a B. le llevó más tiempo canalizar el espíritu, pero finalmente apareció. Cuando estábamos saludándonos, yo pensé que ojalá mis padres pudieran ver hasta dónde había llegado en la vida su hijita. De pronto, Salem comenzó a entonar "Always... I’ll be loving you..." Nadie excepto Manny sabía que ésa era la canción favorita de la familia Kübler. "Él lo sabe", me dijo Salem, refiriéndose a mi padre.

Al día siguiente, ya de vuelta en Chicago, les conté todo aquello a Manny y los niños. Se quedaron boquiabiertos. Manny me escuchó sin expresar ninguna crítica; Kenneth manifestó interés; Barbara, que entonces tenía trece años, fue la que se mostró más francamente escéptica e incluso un poquitín asustada. Cualesquiera que fueran sus reacciones, eran muy comprensibles. Esas cosas resultaban muy revolucionarias para ellos, y yo no les oculté nada. Pero tenía la esperanza de que Manny, y tal vez Kenneth y Barbara, continuaran receptivos y tal vez algún día conocieran personalmente a Salem.

Durante los meses siguientes volví con frecuencia a Escondido y conocí a otros espíritus. Un guía muy especial llamado Mario era un verdadero genio que hablaba con elocuencia sobre cualquier tema que yo propusiera, ya fuera geología, historia, física o cristalografía. Pero mi amigo era Salem.

Una noche me dijo: "Ha terminado la luna de miel." Evidentemente, se refería a que tendríamos conversaciones más serias, más filosóficas, porque a partir de entonces hablamos principalmente de temas como las emociones naturales y no naturales, la crianza y educación de los hijos y las maneras sanas de expresar la aflicción, la rabia y el odio. Después yo incorporaría esas teorías a mis seminarios-talleres.

Pero incorporarlo a mi vida familiar fue otro cantar. Debería haber sido una época decelebración; yo estaba haciendo una investigación vanguardista que cambiaría y mejoraría una cantidad inaudita de vidas. Pero cuanto tías profundizaba en el tema, más le costaba a mi familia aceptarlo. Al científico que era Manny le resultaba difícil aceptar cualquier cosa que tuviera que ver con la vida después de la muerte. En realidad, teníamos muchas discusiones al respecto, y él creía que los B. se estaban aprovechando de mí. Kenneth ya tenía edad suficiente para aprobar que su madre "hiciera lo suyo", como decía él; Barbara, en cambio, se sentía agraviada por el tiempo que yo dedicaba a mi trabajo.

Supongo que yo estaba demasiado absorta en mi tarea para advertir la tensión que ésta provocaba en mi familia, hasta que fue demasiado tarde. Ciertamente mi trabajo producía tensión en la familia. Yo esperaba que algún día lograría reconciliar ambos mundos. Ese sueño me parecía posible si lograba encontrar una granja, idea que todavía me interesaba.

Pero ese sueño se hizo trizas. Una mañana Salem llamó a mi casa cuando yo ya me había marchado para coger el avión a Minneápolis. ¡Cuántas veces había deseado conversar con Salem desde mi casa! Pues llamó, y en lugar de contestar yo contestó Manny. Eso fue lo peor que pudo haber ocurrido. Mi mando no entendía eso de personas intermediarias o médiums, aunque yo se lo había explicado muchas veces. Su mente lógica no le permitía entenderlo. Ése era el tema de las peores discusiones. Según él, Salem habló de un modo extraño, disfrazando la voz.

-¿Cómo puedes creer esas patrañas? -me dijo Manny-. B. te está engañando.

Me pareció que las cosas se normalizaban cuando construimos una piscina cubierta en casa. Muchas veces me relajaba nadando a medianoche al volver de mis charlas. Y nada era más placentero que nadar contemplando a través de las ventanas la nieve que se amontonaba fuera. En algunas ocasiones todos disfrutábamos chapoteando y riendo juntos en el agua. Pero esas felices risas duraron poco tiempo. Para el día del padre de 1976, los niños y yo llevamos a Manny a cenar a un elegante restaurante italiano. Cuando volvimos a casa nos quedamos charlando en el aparcamiento, y él explicó por qué la cena había sido tan tensa. Quería divorciarse.

-Me voy -dijo-, he alquilado un apartamento en Chicago.

Al principio pensé que quería gastarme una broma. Pero él se marchó en el coche sin siquiera abrazar a los niños. Yo no lograba imaginarnos como una pareja divorciada, un número más en las estadísticas. Intenté asegurarles a Kenneth y Barbara que su padre volvería. Me decía que echaría de menos mi comida, que necesitaría que le lavaran la ropa o querría invitar a sus amigos delhospital a comer en el jardín, que estaba lleno de flores. Pero una noche, cuando abrí la puerta de atrás para que entrara Barbara con una amiga, de entre los arbustos salió un hombre y me entregó los papeles de la demanda de divorcio que Manny había firmado el día anterior en el juzgado.

Manny vino a casa un día en que yo no estaba; celebró una fiesta. Eso lo descubrí cuando volví, al encontrarme con el desorden alrededor de la piscina. Esas circunstancias me aclararon lo que él sentía por mí. Pero decidí no presentar batalla. Barbara necesitaba una vida hogareña y estable, alguien que estuviera allí con ella todas las noches, y esa persona no era yo. Le dije a Manny que podía quedarse con la casa, cogí algunas cosas indispensables, ropa, libros y ropa de cama, las metí en cajas y las envié a Escondido. No se me ocurrió ningún otro lugar adonde ir mientras no supiera qué iba a hacer con mi vida.

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