miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


CUADRAGESIMOQUINTA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


IV (3)

La mujer arrodillada dos o tres pies más allá, le miraba las manos. Sabía un poco de español, porque contestó:

-Americano.

El niño llevaba una especie de camisón pardo de una sola pieza; se lo levantó hasta el cuello. Había recibido tres balazos. La vida se le iba de continuo. En realidad, no había nada que hacer; pero debía intentar... Dijo a la mujer:

-¡Agua! ¡Agua!

Pero ella pareció no comprender, allí agazapada, observándole. Es un error muy corriente creer que si los ojos no expresan nada, el pesar no existe. Cuando tocó al niño, él la vio alzarse sobre los muslos dispuesta a atacarle con los dientes en cuanto llorase la criatura.

Empezó a explicar despacio y con dulzura (no supo cuánto entendería ella):

-Necesitamos agua. Para lavarlo. No me ha de tener miedo.  No le quiero hacer daño.

Se quitó la camisa y se puso a rasgarla en tiras. Era un proceder contrario a todas las  reglas de la asepsia, pero, ¿qué otra cosa se podía hacer? Se podía rezar, desde luego, pero uno no rezaba para la vida, para esta vida. Repitió:

-Agua.

La mujer pareció entender; miró desesperada en torno donde la lluvia quedó en charcos: aquella era toda el agua que había. “Bueno -pensó-, la lluvia está tan limpia como lo estaría cualquier vasija.” Empapó un trozo de camisa y se inclinó sobre el niño. Oyó a la mujer que se acercaba deslizándose por tierra en aproximación amenazadora. De nuevo intentó tranquilizarla:

-No debe tener miedo. Soy un sacerdote.

Entendió ella la palabra sacerdote; se inclinó, le cogió la mano que sostenía el trozo mojado de camisa, y se la besó. En el momento de posar los labios en la mano, la faz del niño se frunció, se abrieron sus ojos mirando fijamente, el menudo cuerpo entremeciose con una especie de dolor rabioso; vieron sus ojos en blanco quedarse de pronto fijos como bolas de juego, amarillos y feos por la muerte. La mujer soltó al cura y se acercó a gatas a un charco cogiendo agua en el hueco de la mano.

-Ya no la necesitamos -anunció él, con la camisa mojada entre las manos.

La mujer abrió los dedos y dejó caer el agua. Pronunció:

-Padre -y, arrodillándose, empezó a rezar.

Él ya no hallaba ningún sentido a plegarias como aquéllas. La eucaristía era diferente: poner la forma sagrada entre los labios de un moribundo era poner a Dios. Aquel era un hecho, algo tangible; pero esto no era más que una piadosa aspiración. ¿Cómo había Dios de atender sus plegarias? El pecado era un obstáculo que las impedía salir; notaba él sus oraciones como un alimento mal digerido que pesaba en el cuerpo, sin poderlo eliminar.

Cuando hubo terminado levantó el cuerpo y lo trasladó de nuevo a la choza como un mueble. Parecía un derroche de tiempo el haberlo sacado fuera; tal una silla que se lleva al jardín y se vuelve a entrar porque la hierba está mojada. La mujer le siguió con docilidad; no parecía querer tocar el cuerpo; tan sólo lo observó mientras lo devolvía a la oscuridad sobre el montón de maíz. Él sentose en el suelo y manifestó, despacio:

-Hay que enterrarlo.

Ella comprendió y afirmó con la cabeza.

-¿Dónde está su marido? -inquirió él-. ¿Nos ayudará?

Ella se puso a hablar de prisa; quizás hablase en camacho. Él no entendía más que alguna palabra española de vez en cuando. La palabra “americano” surgió una vez más, y él se acordó del fugitivo cuyo retrato compartiera la misma pared con el suyo. Preguntó:

-¿Él hizo esto?

La mujer sacudió la cabeza. “¿Qué habría ocurrido? -pensaba él-. ¿Se habría refugiado el hombre allí y los soldados habrían disparado contra las chozas?” No era inverosímil. De pronto puso toda su atención: la mujer había nombrado la central bananera; pero allí no había ningún moribundo, ninguna señal de violencia, a menos que el silencio y el abandono fueran señales. Había deducido que la madre enfermara; pudo haber sido algo peor. Y se imaginó aquel estúpido capitán Fellows empuñando su pistola, presentándose zafiamente armado a un hombre cuya principal habilidad era sacar la suya con rapidez o disparar directamente desde el bolsillo. Aquella pobre niña...; cuántas responsabilidades se vio acaso forzada a echar sobre sí!   Desechó aquel pensamiento e indagó:

-¿Tiene usted un azadón?

Ella no comprendió y él tuvo que hacer ademán de cavar. El trueno retumbó cerca: una segunda tormenta se acercaba, cual si el enemigo se diera cuenta de que la primera cortina de fuego había dejado unos cuantos supervivientes; la segunda los aplastaría. De nuevo escuchó el aliento colosal de la lluvia a unas millas de distancia. Se dio cuenta de que la mujer había pronunciado la palabra “iglesia”. Su castellano consistía en palabras aisladas. Recapacitó en lo que intentaría expresar con aquella. Entonces la lluvia les alcanzó. Bajaba como un muro interpuesto entre él y su salvación; caía en masa y se edificaba por sí mismo a su alrededor. Desapareció toda claridad excepto en los momentos del resplandor de los relámpagos.

El techo no pudo aguantar aquel chubasco; todo él chorreaba. Las hojas secas de maíz donde yacía el niño muerto crujían como madera ardiendo. El cura tiritaba de frío y probablemente le comenzaba la fiebre; debía marcharse antes de que no pudiera moverse en absoluto. La mujer, a la cual ya no distinguía, volvió a decir “iglesia”, implorando. Se le ocurrió que deseaba enterrar a su niño cerca de una iglesia o quizá llevarlo tan sólo hasta un altar para que lo tocasen los pies de un Cristo. Era una idea inconcebible.

Aprovechó la luz de un largo y tembloroso relámpago para describir con el ademán el sentido de la imposibilidad.

-Los soldados -decía.

Y ella replicaba en el acto:

-Americano.

Siempre surgía la palabra aquella como si tuviera varios significados y dependiera del acento el que se la tomara por una explicación, un aviso o una amenaza. Tal vez quería decir que los soldados estaban ocupados en perseguirlo; pero aun así aquella turbonada lo estropeaba todo. Aún se hallaba a veinte millas de la frontera, los senderos de la montaña, después de la tormenta, estarían intransitables. En cuanto a la iglesia... no tenía la menor idea de dónde pudiera encontrarla. Ni siquiera vio cosa parecida desde hacía muchos años; se hacía difícil creer que aún existiera alguna a pocas jornadas de camino. A la luz del relámpago siguiente vio a la mujer que le observaba con paciencia pétrea.

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