miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

CUADRAGESIMOSEXTA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


IV (4)

Durante las últimas treinta horas no habían comido más que azúcar, grandes terrones morenos del tamaño de un cráneo de niño. No habían visto a nadie ni cambiado palabras entre sí. ¿Para qué, si casi las únicas palabras en común eran “iglesia” y “americano”? Ella le seguía pisándole los talones con el niño muerto atado a la espalda, sin dar jamás muestras de cansancio. En un día y una noche salieron de los pantanos y llegaron al pie de las colinas. Durmieron a cincuenta pies sobre el nivel del río, bajo un saliente rocoso donde el suelo estaba seco; en cualquier otro lado estaba fangoso. Ella sentose con las rodillas recogidas y la cabeza baja; no mostraba emoción, pero puso el cuerpo del chiquillo detrás de sí cual si necesitase protección contra los merodeadores. Anduvieron  guiándose por el sol hasta que la oscura masa del arbolado les indicó dónde ir. Podrían haber sido los únicos supervivientes de un mundo que se extinguía; llevaban consigo las señas visibles de la muerte.

A veces cavilaba si estaría ya a salvo, pero como no existen límites visibles entre uno y otro Estado (no hay examen de pasaportes ni Aduana), el peligro parecía continuar, viajando con uno, acudiendo con sus pesados pies al mismo camino que uno sigue. Parecían avanzar muy poco; el sendero se alzaba escarpado, tal vez a quinientos pies, y descendía de nuevo perdiéndose en el barro. Una vez se dobló en horquilla enorme, de modo que a las tres horas de camino se hallaron en un punto frente al de partida y a menos de cien yardas de distancia.

A la puesta del sol del segundo día salieron a una meseta ancha cubierta de hierba menuda; una rara selva de cruces se alzaba negreando contra el cielo, torciéndose en varios ángulos; algunas de unos veinte pies de altura, otras de poco más de ocho. Eran como árboles dejados para semillero. Él se detuvo y las miró; no había visto símbolos cristianos públicamente expuestos desde hacía más de cinco años, si es que podía llamarse lugar público aquella meseta desierta entre montañas. Ningún sacerdote había intervenido en aquel agrupamiento extraño y tosco; era obra de indios y no tenía nada en común con las pulcras vestimentas de la misa y con los símbolos primorosamente acabados de la liturgia. Era como un escorzo hecho por el oscuro y mágico corazón de la fe; para la noche, cuando los sepulcros se abren y los muertos transitan. Algo se movió detrás, y él se volvió.

La mujer había continuado su camino arrodillada, arrastrando lentamente las rodillas por el duro suelo, hacia el grupo de cruces; el nene muerto se bamboleaba en su espalda. Cuando llegó a las cruces más altas descolgó al niño. Después se persignó de modo distinto que los católicos corrientes, con un curioso y complicado diseño que comprendía la nariz y las orejas. ¿Esperaba un milagro? Y si lo esperaba, ¿por qué no se le había de otorgar?, pensaba él. Se dice que la fe mueve las montañas, y allí había fe: como la había en la saliva que curó al ciego y en la voz que resucitó al muerto. La estrella de la tarde había salido: pendía muy baja sobre el borde de la meseta, como si se la pudiera tocar, y se levantó un vientecillo cálido. Él se sorprendió a sí mismo espiando un posible movimiento del chiquillo. Al no producirse ninguno, le pareció que Dios había perdido una ocasión.

La mujer tomó asiento y cogiendo de su envoltorio un terrón de azúcar empezó a comer. Y el pequeño seguía inmóvil al pie de la cruz. Después de todo, ¿por qué esperar que Dios castigara al inocente alargando su vida?

-Vamos -dijo él; pero la mujer roía el azúcar con los afilados incisivos sin prestarle atención. Miró él al cielo y vio al lucero vespertino velado de nubes negras-. Vamos.

No había ningún refugio en aquella meseta. Ella no se movió. La cara chata y deformada, encuadrada por las negras trenzas, continuaba impasible; parecía significar que, una vez cumplido su deber, podía tomarse un descanso perdurable. Él estremeciose de pronto; el dolor que todo el día le oprimiera la frente como el borde duro de un sombrero, profundizaba en la cabeza. Pensó: “He de procurarme un cobijo; el primer deber del hombre es para consigo mismo; hasta la Iglesia nos lo enseña a su manera”. Todo el cielo ennegrecíase; las cruces se alzaban como cactos secos y horribles. Partió hacia el borde de la meseta. Antes de tomar la senda que descendía, miró para atrás. La mujer seguía mordiendo el terrón de azúcar, y él recordó que aquel era todo el alimento que tenían.

El camino era muy empinado; tanto, que tuvo que bajarlo de espaldas... Los árboles, a los dos lados, crecían perpendiculares a las rocas grises y quinientos pies más abajo el sendero trepaba de nuevo. Empezó a sudar con una sed espantosa; cuando la lluvia empezó a caer, le proporcionó, de momento, una especie de alivio. Permaneció donde se hallaba con la espalda apoyada contra una peña. No había ningún refugio hasta el fondo de la barranca y este casi no parecía digno de hacer tal esfuerzo. Tiritaba casi continuamente y el dolor ya no parecía residir dentro de la cabeza; era algo exterior, casi una cosa, un ruido, un pensamiento, un olor. Sus sentidos se confundían entre sí.

Durante un momento el dolor fue una voz fastidiosa explicándole que se había equivocado de camino. Recordaba un mapa, visto una vez, de los dos Estados contiguos, aquel del cual se fugaba estaba salpicado de aldeas; en la cálida tierra pantanosa la gente se cría tan fácilmente como los mosquitos. Pero en el Estado vecino (en el ángulo noroeste) casi no había más que papel en blanco.

Ahora estás en el papel en blanco, le decía el dolor. Pero allí hay un sendero, argüía él débilmente. ¡Oh!, un sendero, replicaba el dolor, un sendero puede seguirse durante cincuenta millas antes de llegar a ningún sitio; y tú sabes que no puedes aguantar esa distancia. A su alrededor no hay más que un desierto de papel blanco.

Otra vez el dolor era una cara. Llegó a convencerse de que el americano le observaba; tenía la piel llena de pequeños puntos como una fotografía de periódico. Al parecer, les había seguido todo el camino porque deseaba matar a la madre como antes al niño. Se puso sentimental. Era necesario hacer algo: la lluvia parecía una cortina detrás de la cual casi nada podía ocurrir. Meditó: “No debí dejarla sola de ese modo. Dios me perdone, no tengo sentido de la responsabilidad; ¿qué podíais esperar de un «pater-whisky»?”. Y luchó para ponerse de pie, empezando a trepar hacia la meseta.

Varias ideas le atormentaban: no se trataba tan sólo de la mujer; también era responsable del americano. Las dos caras (la suya propia y la del pistolero) colgaban juntas en la pared del cuartelillo de policía, como las de dos hermanos en una galería familiar de retratos. Uno ha de evitar las tentaciones a su hermano.

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