miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


CUADRAGESIMOCUARTA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


IV (2)

Recorrió una vez más las habitaciones desiertas. Un calzador roto; botellas de medicina; un ensayo sobre la “Guerra de la Independencia Americana...” No había nada que le indicara por qué se habían marchado los habitantes. Salió a la veranda y vio por una rendija de los tablones que un libro había caído debajo y yacía entre los toscos pilares de ladrillo que alzaban la casa sobre las sendas de las hormigas. Hacía meses que no había visto un libro. Era casi como una promesa, enmoheciéndose bajo las estacas, de mejores cosas para el futuro: estancia en casas particulares con instalación de radio y librerías y camas cómodas para dormir y mantel puesto para la comida. Se arrodilló en el suelo y lo alcanzó. De pronto se dio cuenta de que, una vez terminada la larga lucha y cruzadas las montañas y los límites del Estado vecino, podría disfrutar otra vez de la vida, después de todo.

El libro estaba escrito en inglés; pero a él, de su permanencia en un seminario norteamericano le quedaba suficiente conocimiento del idioma para leerlo no sin alguna dificultad. Y aunque no hubiera podido comprender una palabra, no dejaba de ser un libro, al fin. Se titulaba: “Joyas en Cinco Palabras: Antología de Versos Ingleses”, y en la guarda figuraba pegado un certificado impreso: “Adjudicado a...” y a continuación el nombre de Coral Fellows escrito a pluma... “por su aprovechamiento en composición inglesa, tercer grado”. Había un escudo confuso en el cual parecía figurar un grifo y una hoja de roble con un lema latino: Virtus Laudata Crescit. Firmaba con estampilla, Henry Beckley, B. A., Director de los Preceptores Particulares, Ltda.

Él sentose en los escalones de la veranda. Había silencio por doquiera; ninguna vida rodeaba el puesto bananero, excepto la de los zopilotes que todavía no renunciaban a esperar. El indio era como si no hubiese existido en absoluto. Después de la comida, pensó él con regocijo melancólico, un poco de lectura; y abrió el libro al azar. Coral...: entonces, así se llamaba la niña. Se acordó de las tiendas de Veracruz llenas de corales, la piedra dura y quebradiza que por algún motivo se suponía muy adecuada para las jovencitas después de la primera comunión.

Leyó:

Procedo de nidos de fúlica y garza,
se me ve surgir bruscamente,
y centelleando entre el helecho,
desciendo rumoroso hasta el valle.

Era poesía muy oscura, llena de palabras parecidas al esperanto. Pensó: “Luego, esto es la poesía inglesa... ¡qué rara!” La escasa poesía conocida por él trataba principalmente de agonía, remordimiento y esperanza. El poema terminaba con una nota filosófica: “Porque los hombres podrán llegar y podrán irse, pero yo duro eternamente”. Lo vulgar y falso del “eternamente” le chocó un poco; un poema como aquél no debía estar en manos de un niño. El zopilote llegó escogiendo su camino a través del cercado, como un fantasma polvoriento y desolado; de vez en cuando alzaba el vuelo con flojedad y se posaba a unas veinte yardas.

Siguió leyendo:

¡Vuelve! ¡Vuelve atrás!, gritó con pesar
a través del agua tormentosa:
y perdonaré a tu caudillo montañés...
hija mía, ¡oh!, hija mía...

Esto le pareció más impresionante... aunque el poema fuese, como el otro, una lectura poco apropiada para chiquillos. Sintió en las palabras extranjeras el clamor de la pasión auténtica y repitió para sí, sentado en el escalón cálido y solitario, el último verso: “Hija mía, ¡oh!, hija mía”.

Las palabras parecían contener cuanto él sentía de arrepentimiento, anhelo y amor desgraciado. Lo más extraño era que a partir de la noche de calor y amontonamiento en la celda de la cárcel, había entrado en una región desértica; casi como si hubiera fallecido allí, con la cabeza del anciano apoyada en sus hombros, y ahora vagase en una especie de limbo por no ser bastante bueno ni malo... La vida ya no existía en parte alguna: no se trataba sólo del centro bananero. Al escabullirse de la tormenta que irrumpía, buscando cobijo, comprendió muy bien lo que hallaría: nada.

Las chozas aparecían durante los relámpagos y permanecían un momento vacilantes a su luz; luego volvían a desaparecer en las tinieblas estruendosas. La lluvia no había empezado todavía; avanzaba en grandes sábanas desde la bahía de Campeche cubriendo todo el Estado en su avance metódico. En los intervalos de la tronada imaginaba oírla como un susurro gigantesco, dirigiéndose hacia las montañas, ya tan cercanas: a unas veinte millas.

Alcanzó la primera choza. La puerta estaba abierta y al fulgor de los relámpagos vio, como esperaba, que nadie había dentro. Tan sólo un montón de maíz y el movimiento confuso de algo gris, acaso una rata. Se precipitó en la choza próxima, pero allí había lo mismo, el maíz y nada más, como si toda la vida humana retrocediese ante él, como si alguien hubiera dispuesto que en adelante le dejasen solo, completamente solo. Mientras permanecía allí, la lluvia llegó al descampado; salía del bosque como humo blanco y espeso. Parecía que algún enemigo difundiera una nube de gases por todo el territorio procurando que no escapara nadie. La lluvia se extendía y duraba lo indispensable; como si el enemigo la rigiera, reloj en mano, conocedor hasta el segundo de la resistencia de los pulmones humanos. El tejado aguantaba el agua en cierto tiempo y después la dejaba calar: el ramaje se doblaba bajo el peso. Pronto penetró por media docena de sitios. Después cesó el chaparrón, el techo quedó goteando y la lluvia siguió adelante con los rayos zigzagueando en sus flancos, como un fuego de barrera protector. En pocos minutos llegaría a las montañas, las cuales, con algunas tempestades como aquella quedarían intransitables.

Había caminado todo el día y estaba muy cansado: encontró un lugar seco y se sentó. Al
producirse un relámpago veía el descampado. En torno oíase el ruido suave del agua al caer. Casi era como la paz, pero no del todo. Su soledad era como una amenaza de cosas por ocurrir.

Súbitamente recordó, sin razón aparente, un día de lluvia en el seminario norteamericano: los cristales de la biblioteca que la calefacción central cubría de vapor, las altas estanterías de libros serios, y un joven forastero llegado de Tucson, dibujando sus iniciales en un cristal con un dedo: aquello era paz. Él la contemplaba desde fuera y no podía creer que hubiese estado jamás dentro. Se había construido su propio mundo, que era el presente: las chozas rotas y vacías, la tempestad que pasaba, y de nuevo el temor... el temor, porque, después de todo, no se hallaba solo.

Alguien se movía fuera, cauteloso... Las pisadas se acercaron un poco y se detuvieron. Él esperaba con apatía y el techo goteaba sobre él. Pensó en el mestizo vagando alrededor de la ciudad en busca de ocasión oportuna para su traición. Una cara atisbo por la puerta de su choza y se retiró con presteza: una cara de mujer vieja. Pero con los indios nunca se sabe a punto fijo: muy bien pudiera no tener más de veinte años. Se levantó y salió fuera... Ella echó a correr huyendo con su tosca falda en forma de saco, agitando pesadamente las negras trenzas. Por lo visto sólo rompían su soledad aquellas caras evasivas, criaturas que parecían salidas de la edad de piedra y que se retiraban apenas vistas.

Le agitó una especie de cólera sombría: no la dejaría escapar. La persiguió por el calvero, chapoteando en los charcos; pero ella llevaba delantera y corría sin ningún sentido de la vergüenza; se metió en el bosque antes que él. Allí era inútil buscarla y regresó hacia la choza más próxima. No era la misma en que antes se cobijara, pero también estaba vacía. ¿Qué le había ocurrido a la gente aquella? Bien sabía que aquellos campamentos más o menos salvajes eran sólo transitorios; los indios cultivaban una pequeña parcela y después de esquilmarla se marchaban simplemente; nada sabían de alternar las cosechas, pero al partir se llevaban el maíz consigo. Aquello parecía más bien una huida ante la violencia o la enfermedad. Había oído hablar de tales huidas en casos de epidemias y lo espantoso era, por supuesto, que llevaban consigo la epidemia dondequiera que fuesen; a veces eran víctimas del pánico, como moscas contra un cristal, pero actuaban con discreción, sin que su éxodo trascendiese.

Él volvió a mirar fuera del raso, y allí estaba la india arrastrándose hacia la choza donde se había él cobijado antes. La llamó con viveza y ella volvió a huir bamboleando hacia el bosque. Su andar desgarbado le recordaba a un pájaro disimulando un ala rota... No hizo ningún ademán de seguirla, y antes de llegar a los árboles se detuvo ella, y le observó. Él se dirigía despacio hacia la otra choza. Se volvió una vez: ella le seguía de lejos, sin apartar de él los ojos. De nuevo le recordó a un animal o pájaro lleno de ansiedad. Siguió andando en dirección a la choza. A lo lejos se distinguía todavía algún relámpago, pero apenas se oían los truenos. El cielo aclaraba por el horizonte y salía la luna.

De pronto oyó un extraño grito, y al volverse vio a la mujer retrocediendo hacia el bosque; la vio dar un traspiés, levantar los brazos y caer al suelo, como un pájaro que se entrega. Tuvo por cierto que algo muy importante había en la choza, quizás escondido entre el maíz; por lo tanto, no hizo caso de la mujer, y se metió dentro. Como los relámpagos se habían alejado, no podía ver nada. Tanteó el suelo hasta que llegó al montón de maíz. Los pasos vagorosos de fuera se acercaron. Él empezó a revolver; acaso habría escondido allí algún alimento. El crujido de las hojas secas se sumó al de las goteras y al de las pisadas cautelosas, como los rumores leves de la gente atareada en sus asuntos particulares. Luego su mano encontró una cara.

Nada podía asustarle más que aquello: sus dedos se posaban sobre un ser humano. Recorrió el cuerpo; era de una criatura que permanecía inmóvil bajo sus manos. En el portal la luna iluminaba confusamente el rostro de la mujer; de seguro estaría convulsa de ansiedad, pero no se traslucía.

Pensó él: “Necesito sacar esto al aire libre donde pueda ver...” Era varón la criatura; acaso de unos tres años; cabeza de coco marchita, con una greña de pelo negro; inconsciente, pero no muerto... podía notar el tenue soplo de su aliento. De nuevo pensó en una epidemia, hasta que al levantar la mano se convenció de que el chiquillo estaba mojado en sangre y no en sudor. Se conmovió de horror y asco. Violencia por todas partes. ¿No tendría fin la violencia?

Preguntó ansiosamente a la mujer:

-¿Qué ha sucedido?

En toda la extensión de aquel Estado parecía que el hombre tuviese la misión de suprimir al hombre.

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