sábado

NICOLÁS MAQUIAVELO - EL PRÍNCIPE (3)



INTRODUCCIÓN

Al magnífico Lorenzo de Médicis
Los que quieren lograr la gracia de un príncipe tienen la costumbre de presentarle las cosas que se reputan como le son más agradables, o en cuya posesión se sabe que él se complace más. Le ofrecen en su consecuencia: los unos, caballos; los otros, armas; cuáles, telas de oro; varios, piedras preciosas u otros objetos igualmente dignos de su grandeza.
Queriendo presentar yo mismo a Vuestra Magnificencia alguna ofrenda que pudiera probarle todo mi rendimiento para con ella, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más querida, y de que haga yo más caso, que mi conocimiento de la conducta de los mayores estadistas que han existido. No he podido adquirir este conocimiento más que con una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y por medio de una continuada lectura de las antiguas historias. Después de haber examinado por mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con la más seria atención, he encerrado el resultado de esta penosa y profunda tarea en un reducido volumen; y el cual remito a Vuestra Magnificencia.
Aunque esta obra me parece indigna de Vuestra Grandeza, tengo, sin embargo, la confianza de que vuestra bondad le proporcionará la honra de una favorable acogida, si os dignáis considerar que no me era posible haceros un presente más precioso que el de un libro, con el que podréis comprender en pocas horas lo que yo no he conocido ni comprendido más que en muchos años, con suma fatiga y grandísimos peligros.
No he llenado esta obra de aquellas prolijas glosas con que se hace ostentación de ciencia, ni adornándola con frases pomposas, hinchadas expresiones y todos los demás atractivos ajenos de la materia, con que muchos autores tienen la costumbre de engalanar lo que tienen que decir. He querido que mi libro no tenga otro adorno ni gracia más que la verdad de las cosas y la importancia de la materia.
Desearía yo, sin embargo, que no se mirara como una reprensible presunción en un hombre de condición inferior, y aun baja si se quiere, el atrevimiento que él tiene de discurrir sobre los gobiernos de los príncipes, y de aspirar a darles reglas. Los pintores encargados de dibujar un paisaje, deben estar, a la verdad, en las montañas, cuando tienen necesidad de que los valles se descubran bien a sus miradas; pero también únicamente desde el fondo de los valles pueden ver bien en toda su extensión las montañas y elevados sitios. Sucede lo propio en la política: si para conocer la naturaleza de los pueblos es preciso ser príncipe, para conocer la de los principados, conviene estar entre el pueblo. Reciba Vuestra Magnificencia este escaso presente con la misma intención que yo tengo al ofrecérselo. Cuando os dignéis leer esta obra y meditarla con cuidado, reconoceréis en ella el extremo deseo que tengo de veros llegar a aquella elevación que vuestra suerte y eminentes prendas os permiten. Y si os dignáis después, desde lo alto de vuestra majestad, bajar a veces vuestras miradas hacia la humillación en que me hallo, comprenderéis toda la injusticia de los extremados rigores que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción.

CAPÍTULO I
Cuántas clases de principados hay, y de qué modo ellos se adquieren
Cuantos Estados, cuántas dominaciones ejercieron y ejercen todavía una autoridad soberana sobre los hombres, fueron y son Repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios cuando la familia del que los sostiene los poseyó por mucho tiempo, o son nuevos.
Los nuevos son, o nuevos en un todo, como lo fue el de Milán para Francisco Sforza, o como miembros añadidos al Estado ya hereditario del príncipe que los adquiere. Y tal es el reino de Nápoles con respecto al Rey de España.
O los Estados nuevos, adquiridos de estos dos modos, están habituados a vivir bajo un príncipe, o están habituados a ser libres.
O el príncipe que los adquirió, lo hizo con las armas ajenas, o los adquirió con las suyas propias.
O la fortuna se los proporcionó, o es deudor de ellos a su valor.

CAPÍTULO II
De los príncipes hereditarios
Pasaré aquí en silencio las repúblicas, a causa de que he discurrido ya largamente sobre ellas en otra obra; y no dirigiré mis miradas más que hacia el principado. Volviendo en mis discursos a las distinciones que acabo de establecer, examinaré el modo con que es posible gobernar y conservar los principados.
Digo, pues, que en los Estados hereditarios que están acostumbrados a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad para conservarlos, que cuando ellos son nuevos. El príncipe entonces no tiene necesidad más que de no traspasar el orden seguido por sus mayores, y de contemporizar con los acaecimientos, después de lo cual le basta una ordinaria industria para conservarse siempre, a no ser que haya una fuerza extraordinaria, y llevada al exceso, que venga a privarle de su Estado. Si él le pierde, le recuperará, si lo quiere, por más poderoso y hábil que sea el usurpador que se ha apoderado de él.
Tenemos para ejemplo, en Italia, al Duque de Ferrara, a quien no pudieron arruinar los ataques de los venecianos, en el año de 1484; ni los del Papa Julio, en el de 1510, por el único motivo de que su familia se hallaba establecida de padres en hijos, mucho tiempo hacía, en aquella soberanía.
Teniendo el príncipe natural menos motivos y necesidad de ofender a sus gobernados, está más amado por esto mismo; y si no tiene vicios muy irritantes que le hagan aborrecible, le amarán sus gobernados naturalmente y con razón. La antigüedad y continuación del reinado de su dinastía, hicieron olvidar los vestigios y causas de las mudanzas que los instalaron; lo cual es tanto más útil cuanto una mudanza deja siempre una piedra angular para hacer otra.

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