Los Estados-Nación Industriales (2)
a) El Estado-Nación, gozne de la sociedad agraria a la industrial (3)
Quisiéramos completar del modo más sencillo posible la visión dinámica de Gellner para subrayar el momento del Estado-Nación dentro del proceso histórico. Buen complemento es la ya añeja obra de José Comblin, Naçao e Nacionalismo,[3]escrita en medio de la primera oleada integracionista latinoamericana de los años sesenta.
Comblin es un prolífico teólogo católico belga-latinoamericano, que hace décadas reside en América Latina, entre Chile y Brasil. Su obra sintetiza bien la tradición de las mejores reflexiones sobre el nacionalismo y la nación como las de Hans Khon, Carlton Hayes, Claudie Weill, y particularmente a los brasileños del famoso grupo del Instituto Superior de Estudios Brasileños (iseb), con Helio Jaguaribe, Álvaro Vieira Pinto, Alberto Guerreiro Ramos, Cândido Mendes de Almeida, Roland Corbisier. Que uno sepa, Comblin desde entonces no ha retomado esta temática. Lo que importa es que comparte la tipología sociológica de Gellner, antes de Gellner, pero insistiendo más en la dimensión genética histórica del Estado-Nación moderno.
Para Comblin la perspectiva esencial es la nación en el proceso de unificación de la humanidad. La Nación camino a la universalidad de la humanidad. Lo que significa la globalización total, el Estado-Universal, y para un teólogo como Comblin, la exigencia radical en la libertad personal de la universalidad (catolicidad) religiosa. No tomamos aquí esta problemática en su totalidad, sino restringida al Estado-Nación.
Para Comblin la historia es una marcha de la “comunidad natural” (familia, clan, tribu) hacia el “más allá de las estirpes, de las dinastías”, en una comunidad que lleva a solidaridades “transfamiliares” mucho más amplias, y que implican a la vez una “personificación” y una “universalización”. Hay así un movimiento histórico de “tres tendencias: de la dispersión a la unidad, de lo simple a lo complejo, de la naturaleza a la persona” (p. 21).
El punto de partida es la dispersión. La humanidad pre-agraria, de cazadores y recolectores, por miles y miles de años fue dispersándose por la Tierra, en pequeños grupos familiares. Estas características siguen en las primeras etapas de la revolución agraria. Este movimiento expansivo
[…] dejó en la superficie de la Tierra un archipiélago de millones de grupos más o menos independientes y aislados. Decíase de la India que era un millón de aldeas. Lo mismo se podía decir de todo el género humano. La dispersión geográfica trajo consigo la diferenciación. Los grupos aislados se desenvolvían casi sin contacto con los demás en la línea de sus características, adaptándose cada vez más unilateralmente a su sitio natural: formaban cada uno su dialecto, sus costumbres, ritos, mitos, tradiciones, etc. (p. 22).
La tendencia a la dispersión, adaptación, especialización y diferenciación es lo más próximo a la animalidad, a la naturaleza. Pero avanzando el hombre en la era agraria, con la emergencia de las ciudades tomó cada vez más forma y fuerza el movimiento contrario a la dispersión, la unificación. Aquí se hace visible el pasaje cada vez más intenso de la segunda tendencia, de lo simple a lo más complejo. Las primeras civilizaciones, asentándose sobre el excedente agrario, manifiestan esa tendencia a la unificación de los grupos. La unificación empieza a superar a la dispersión, multiplicando las relaciones humanas sin cesar, los intercambios de todo tipo. “O la humanidad se detiene o multiplica las relaciones inter-humanas” (p. 24). Todo nuevo paso adelante resulta de nuevos contactos con nuevas formas de pensamiento. La ley de la historia humana es la complejización.
En esta marcha unificadora van surgiendo reinos, ciudades, Imperios. Los Imperios son vastas unificaciones. Su punto de partida es por lo general la alianza y hegemonía de determinadas ciudades. O el apoderamiento de pueblos aguerridos de las redes de ciudades, sus aldeas y campesinos. Así, de la edad primitiva, igualitaria de los clanes, se fue pasando al dominio de unos clanes sobre otros, a regímenes aristocráticos, desiguales.
La sociedad aristocrática resulta de la conquista de varios y aún de muchos clanes y aldeas por un grupo más audaz y poderoso: este se constituye en una clase alta de señores y hace trabajar a los grupos vencidos tratados como clase inferior de siervos o esclavos. Son grupos aristocráticos que obligan a otros a trabajarles para asegurarles los bienes superiores de la cultura, del confort, de la salud. Tal sociedad supone la existencia de técnicas más desarrolladas y capaces de producir bienes superiores a los de mera subsistencia, pero en número limitado. La clase alta luego de haberlos monopolizado por la conquista, reivindica la conservación de sus privilegios en nombre de una esencia superior. La condición fundamental de una sociedad aristocrática es la limitación de las técnicas: no sabe producir bienes superiores en cantidades suficientes para todos. Entonces el dilema es: o algunos o ninguno. Las sociedades que responden ninguno, quedan en estado primitivo de clan y no se desarrollan; las sociedades que aceptan los privilegios de algunos se desarrollan. De facto, todas las civilizaciones hasta ahora fueron aristocráticas (p. 78).
Así fue durante los últimos cuatro o cinco milenios. Cabe señalar, sin embargo, que en su seno fueron naciendo las religiones universales. Pero, en suma, es el “antiguo régimen” a que aludía la Revolución Francesa. Cuando el antiguo régimen empieza a quebrar, en el estadio que fuere, empieza a surgir el Estado-Nación. Desde las aristocracias terratenientes y comerciales, desde los clanes naturales como en el África negra contemporánea. Es el final de los encierros familísticos. “La Nación es el dinamismo que va desde la comunidad natural a la comunidad que reúne a todos los hombres” (p. 63).
El Estado-Nación moderno supone para Comblin una vasta historia preparatoria, que viene de Israel, Grecia y Roma, de la Iglesia Cristiana, conjugación de aquellas, que afirma la igualdad constitutiva ante Dios, a la vez que la libertad responsable personal y la hermandad universal. El monaquismo y el celibato cristiano ha sido parte de la lucha contra el particularismo familístico. En este punto Gellner tiene observaciones precisas, muy bien desarrolladas. Muestra cómo aquel ha sido superado por la sociedad industrial. El Estado-Nación es un producto de la cultura occidental, que se ha universalizado en las más variadas inserciones. Supone en su gestación corrientes religiosas, burocráticas y jurídicas, científico-tecnológicas, filosóficas y económicas. En su contingencia, responde sin embargo a necesidades universales. La exigencia democratizadora es ínsita al Estado-Nación, que por supuesto tiene sus tentaciones, como las recaídas en formas de tribalismo y sacralización que implican graves saltos atrás.
La perspectiva final de Comblin —haciendo abstracción de su visión religiosa— es:
En la sociedad aristocrática solo la clase alta hace la historia. Sólo ella tiene historia... El pueblo no era otra cosa sino el instrumento pasivo de la historia de los grandes. La sociedad primitiva no tenía historia: su historia era el ritmo de las estaciones, de vida y de muerte, de los flagelos mortales, de los movimientos ciegos de desplazamientos de las poblaciones. La sociedad nacional aspira a ser toda histórica. Su contextura es más compleja que el de la sociedad democrática, su historia será obra de la interferencia de millones de voluntades personales. Todos los individuos tendrán historia (p. 80).
Notas
[3]José Comblin, Nação e nacionalismo, São Paulo, Duas Cidades, 1965. Las siguientes citas de Comblin corresponden a esta edición y solo llevan entre paréntesis el número de página.
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