lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


QUINCUAGÉSIMA ENTREGA
                                                                                         

"EL BÚFALO".
                                           

28. LA PRUEBA (1)

En 1974, durante seis meses estuve trabajando hasta altas horas de la noche en mi cuarto libro, La muerte: un amanecer. A juzgar por el título se podría pensar que ya tenía todas las respuestas sobre la muerte. Pero el día en que lo terminé, el 12 de septiembre, falleció mi madre en la residencia suiza donde había pasado sus cuatro últimos años. Entonces me encontré preguntándole a Dios por qué había convertido en vegetal a esa mujer que durante ochenta y un años no había hecho otra cosa que dar amor, cobijo y afecto, y por qué la había mantenido en ese estado tanto tiempo. Incluso durante el funeral lo maldije por su crueldad.

Después, por increíble que parezca, cambié de opinión y le agradecí su generosidad. Parece cosa de locos, ¿verdad? A mí también me lo parecía, hasta que comprendí que la última lección que había tenido que aprender mi madre era recibir afecto y cuidados, algo para lo cual jamás estuvo dotada. Desde entonces he alabado a Dios por enseñarle eso en sólo cuatro años; es decir, podría haber tardado mucho más tiempo.

Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las lecciones nos llegan cuando las necesitamos. Durante la Semana Santa anterior había estado en Hawai dirigiendo un seminario. La gente me consideraba una experta en la vida. ¿Y qué pasó? Pues que acabé aprendiendo una lección importantísima sobre mí misma. El seminario fue fabuloso, pero yo lo pasé fatal porque resultó que el hombre que lo organizaba era un tacaño. Nos reservó habitaciones en un lugar horroroso, se quejaba de que comíamos demasiado e incluso nos cobró los papeles y lápices que utilizamos.

De vuelta a casa hice una parada en California. Algunos amigos fueron a recogerme al aeropuerto y me preguntaron cómo había ido el seminario. Yo estaba tan molesta que no supe qué contestar. Con la intención de hacer un chiste, una amiga me dijo: "Bueno, cuéntanos cómo te fue con los conejitos de Pascua." Al oír eso me eché a llorar desconsoladamente. Toda la rabia y frustración que había reprimido toda esa semana estallaron de pronto. Ese comportamiento no era propio de mí.

Por la noche, ya en mi habitación, me analicé buscando la causa de ese estallido. Entonces comprendí que la mención de los conejitos de Pascua había, desatado el recuerdo de aquella vez que mi padre me ordenó llevar mi conejito negro favorito al carnicero. En aquella ocasión yo me negué a manifestar mis emociones delante de mis padres. Ellos jamás supieron cuánto me dolió y jamás me permití reconocer, ni ante mí misma, lo terrible y doloroso que fue.

Pero repentinamente toda la pena, la rabia y la sensación de injusticia que había reprimido durante casi cuarenta años brotaron como un torrente. Lloré todas las lágrimas que debería haber llorado entonces. También comprendí que les tenía alergia a los hombres tacaños. Cada vez que me encontraba ante alguno, me ponía tensa, y revivía inconscientemente la muerte de mi conejito negro. Finalmente, ese tacaño de Hawai me hizo explotar.

No tiene nada de raro que, una vez exteriorizados mis sentimientos, me sintiera mucho mejor. Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos liberado de la negatividad, si no hemos concluido los asuntos pendientes, los conejitos negros.

Pero había otro conejito negro en mi interior, y era mi necesidad (en mi calidad de una "pizca de novecientos gramos") de demostrar constantemente que merecía estar viva. A mis cuarenta y nueve años no era capaz de aminorar mi ritmo de trabajo. Manny también estaba muy ocupado forjándose un porvenir. Carecíamos de tiempo para estar juntos y nuestra relación se resentía. Pensé que el antídoto perfecto sería comprar una granja en algún sitio retirado donde pudiera recargar mis baterías, relajarme con Manny y dar a los niños la oportunidad de disfrutar de la naturaleza tal como yo había hecho de niña. Me imaginaba muchas hectáreas de terreno, árboles, flores y animales.

Aunque Manny no compartía mi entusiasmo, al menos reconocía que los viajes en coche que hacíamos mirando las granjas nos daban ocasión para estar juntos.

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