jueves

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

CUADRAGESIMOTERCERA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


IV (1)


Todavía  era muy de mañana cuando cruzó el río y subió chorreando por la orilla opuesta. No esperaba encontrar a nadie por allí. Reconoció la casita con galería, el tejado de hojalata del cobertizo, el mástil de la bandera... Se imaginaba que los ingleses arrían su bandera a la puesta del sol y cantan el “Good save the king”. Rodeó con cuidado la esquina del cobertizo y la puerta cedió a su empuje. Se hallaba dentro, en la oscuridad donde antes estuvo; ¿cuántas semanas habían transcurrido? No tenía la menor idea. Sólo recordaba que por entonces las lluvias estaban muy lejos, y ahora empezaban a iniciarse.

Tanteó alrededor con un pie; estaba tan hambriento que unas pocas bananas le hubieran caído mejor que cualquier otra cosa (llevaba dos días sin comer), pero allí no había ninguna, absolutamente ninguna. Acaso llegó en un día en que habrían mandado la cosecha río abajo.

Permaneció dentro, junto a la puerta, procurando recordar lo que le había dicho la niña: el alfabeto Morse, su ventana... A través de la alambrera contra los mosquitos lucía el sol. Le pareció hallarse encerrado en una despensa vacía. Empezó a escuchar con ansiedad. No se oía un sonido por parte alguna; allí el día no había empezado aún con las matinales pisadas soñolientas de un zapato sobre el cemento del suelo, con el rascar de las patas de un perro que se despereza, con el golpe de unos nudillos sobre una puerta. Allí no se oía nada, nada en absoluto.

¿Qué hora sería? ¿Cuántas horas de luz habían transcurrido? Imposible decirlo; el tiempo era elástico, estirábase a punto de quebrarse. Supóngase que, después de todo, no era muy temprano: podrían ser las seis, las siete... Se hacía cargo de lo mucho que había esperado de aquella niña. Era la única persona que podía prestarle ayuda sin exponerse. Si no lograba pasar las montañas en los próximos días, le atraparían. Él mismo se entregaría, porque ¿cómo había de vivir en la estación de las lluvias, sin que nadie osara darle alimento ni cobijo? Hubiera sido mejor, más rápido, si le hubiesen reconocido la semana pasada en el puesto de policía; mucho menos molesto. Entonces oyó un sonido: fue como si la esperanza hiciese una nueva tentativa. Oyó escarbar y gañir: lo que uno atribuye al amanecer, el rumor de la vida. Esperó con avidez, desde el portal.

Y la vida llegó: una perra mestiza que se arrastraba cruzando el cercado; un animal asqueroso, de orejas torcidas y que arrastraba gimoteando una pata herida o rota. Tenía también el lomo lacerado.

Se acercaba muy despacio; se le veían las costillas como expuestas en un museo de Historia Natural; era evidente que no habría comido en muchos días: la habían abandonado. De todos modos conservaba una especie de esperanza, al contrario que él. La esperanza es un instinto que tan sólo el razonamiento humano puede matar. Un animal jamás desespera. Observando su marcha descalabrada, tuvo la sensación de que aquello sucedía todos los días, tal vez desde hacía varias semanas; no se trataba más que de una de las manifestaciones del nuevo día, semejante al piar de los pájaros en regiones más felices. La perra se arrastró hasta la puerta de la veranda y empezó a escarbar con una pata, tendida con exageración extraña; con la nariz junto a una grieta parecía respirar el aire insólito de los aposentos vacíos; después gimió con impaciencia y llegó a mover el rabo como si hubiese oído moverse algo dentro. Por último se puso a aullar.

Él no pudo aguantar más: comprendía lo que significaba aquello. Era mejor que lo vieran sus ojos. Salió al cercado y el animal giró con torpeza, parodia de un perro guardián, y empezó a ladrarle. No era la persona que esperaba: ella deseaba lo acostumbrado; deseaba el mundo de antes.

Miró dentro de la casa por una ventana; acaso la del cuarto de la niña. Todo lo habían retirado de allí, excepto lo inútil o lo estropeado. Había una caja de cartón llena de papeles rotos y una silla baja con una pata de menos. En la pared enjalbegada había un clavo grande del cual acaso pendiera en otro tiempo un espejo o un retrato.

La perra se arrastraba gruñendo por la veranda. El instinto se parece al sentido del deber; se le puede confundir fácilmente con la lealtad. Evitó al animal simplemente pasando por la parte soleada; la perra no podía girar bastante de prisa para seguirle. La puerta se abrió al empujarla él; nadie se había preocupado de cerrarla con llave. Una piel de caimán antigua, mal cortada y mal curtida, colgaba de la pared. Detrás de él sonó un bufido nasal y se volvió: la perra tenía dos patas sobre el umbral, pero como él ya estaba establecido en la casa, ella ya no se preocupaba. Allí estaba él, había tomado posesión, era el amo, y existían además toda clase de olores para interesar la mente del bicho. Avanzó por el entarimado, con movimientos irregulares y produciendo un extraño rumor.

Él abrió la puerta de la izquierda: quizás aquella fue dormitorio. En un rincón yacía un montón de botellas que fueron de medicinas: en él fondo de algunas quedaban algunos dedos de líquidos de diversos colores. Las había para el dolor de cabeza, dolor de estómago; medicinas para tomar antes y otras después de las comidas. Alguien debió estar muy enfermo para necesitar tantas. Había un peine roto, y una pelota de cabellos arrancados al peinarse; cabellos tirando a blanco polvoriento. Pensó con alivio: “Es su madre, nada más que su madre”.

Exploró en otro aposento con vistas al río lento y desierto a través de alambreras mosquiteras. Aquel había sido cuarto de estar, pues en él quedó la mesa; una mesa de juego plegadiza, comprada por unos chelines, y que no juzgaron digna de llevarse al irse de allí. “¿Habría estado la madre a punto de morir?”, caviló él. Tal vez habían recogido la cosecha y marchado a la ciudad donde había hospital. Salió de aquella habitación y entró en otra: era la que había visto desde fuera, la de la niña.

Revolvió el contenido del cesto de papeles con triste curiosidad. Experimentó como si después de una muerte se hallara escogiendo lo que sería demasiado doloroso guardar para desembarazarse de ello.

Leyó: “La causa inmediata de la guerra de la independencia americana fue el llamado Boston Tea Party”. Parecía formar parte de un ensayo escrito con aplicación y con letras grandes y firmes. “Pero el verdadero motivo (la palabra tenía falta ortográfica, estaba tachada y escrita de nuevo) fue la duda sobre el derecho a imponer tributos a gente no representada en el Parlamento.” Aquello debió ser un borrador, pues tenía muchas enmiendas. Sacó al azar otro fragmento. Trataba de gentes llamadas Whigs Tories, palabras incomprensibles para él. Algo parecido a un plumero cayó despacio desde el tejado al cercado: era un zopilote. Siguió leyendo: “Si cinco hombres emplean tres días en segar una pradera de cuatro acres y cinco cuartos de acre, ¿cuántos segarían dos hombres en un día?” Debajo del problema figuraba una raya firme, y más abajo comenzaba el cálculo, una confusión irremediable de cifras que no resolvían nada. El papel arrugado era un indicio de vehemencia e irritación. Él la imaginaba con claridad renunciando definitivamente a la solución: la linda faz correcta con dos trenzas apretadas. Recordó su prontitud en jurar enemistad eterna contra cualquiera que le dañase a él, y rememoró a su propia hija tentándole junto al vertedero de basura.

Cerró la puerta con cuidado tras de sí como si previniese una posible fuga. Oía gruñir la perra en alguna parte y la encontró en lo que había sido cocina. Estaba echada sobre un hueso, enseñando ferozmente su vieja dentadura. Una cara de indio vacilaba fuera del enrejado mosquitero, como algo colgado a secar, oscura, marchita, repelente. Fijaba los ojos en el hueso como si lo codiciara. Vio acercarse al cura y desapareció como si jamás hubiese estado allí, dejando la casa en idéntico abandono. El cura también miró al hueso.

Quedaba en él un poco de carne. Una nubecilla de moscas se posaba encima, muy cerca del hocico de la perra, la cual, una vez desaparecido el indio, tenía los ojos fijos en el cura. Todos eran rivales. Él avanzó un paso o dos y dio un par de patadas en el suelo.

-¡Fuera, fuera! -ordenó, palmeteando.

Pero la perra no se movía, extendida sobre el hueso, concentrando en sus ojos amarillos cuanta resistencia quedaba en su cuerpo roto, rugiendo entre dientes. Era como un odio en el lecho de muerte. Él se adelantó con cautela: aún no se había hecho a la idea de que aquel animal no podía saltar (asocia uno al perro con la acción); pero aquel bicho, como cualquier ser humano tullido, tan sólo podía pensar. Se le veían los pensamientos, hambre, aversión y esperanza, reflejados en el globo de los ojos.

Él extendió la mano hacia el hueso y las moscas se alzaron zumbando. El animal se calló, en guardia.

-¡Vamos! ¡Ea! -dijo él con halagos; hizo unos ademanes incitadores y el animal volvió a mirar.

Entonces él giró e hizo como si abandonara el hueso; murmuró para sí alguna frase, de la misa afectando indiferencia. Después se volvió súbitamente; no había hecho efecto: la perra le vigilaba retorciendo el cuello para seguir sus ingenuos movimientos.

Por un momento se puso furioso. Aquella perra cruzada, con el espinazo roto, había de llevarse el único alimento... Renegó con expresiones populares recogidas inconscientemente cerca de los tablados de música; en otras circunstancias se habría sorprendido de que acudieran tan fáciles a sus labios. Súbitamente se echó a reír: aquello era la dignidad humana, disputar un hueso a una perra.

Al reírse, las orejas del animal se inclinaron para atrás expresivas, crispando las puntas. Pero él no tuvo compasión; su vida no tenía importancia comparada a la de un ser humano. Buscó alrededor algún objeto que arrojarle, pero habían limpiado el cuarto de casi todo, excepto del hueso. Acaso, ¿quién sabe?, lo habían dejado de intento para la perra; se imaginó a la niña pensando en ello antes de partir con la madre enferma y el padre indolente; tenía la impresión de que siempre era la niña quien había de pensar. Para su propósito no halló cosa mejor que un roto cestillo de alambre que sirviera para poner legumbres.

Se acercó de nuevo a la perra y la golpeó ligeramente en el hocico; atrapó ella el alambre con sus viejos dientes rotos y no se movió. Volvió a pegarle con más furia y ella cogió el alambre; tuvo que tirar para quitárselo. Golpeola una y otra vez antes de darse cuenta de que la perra casi no podía moverse; era incapaz de rehuir los golpes o dejar el hueso. Tenía que aguantar. Sus ojos amarillos, asustados y malévolos, rutilaban mirándole entre golpe y golpe.

Así, pues, cambió de método: empleó el utensilio a modo de bozal apartando con él los dientes mientras se inclinaba para coger el hueso. Lo defendió la perra con una pata y luego cejó; él levantó el alambre y dio un salto atrás; el animal trató de seguirle, sin éxito, y se desplomó en el suelo. Él había ganado: tenía su hueso. La perra ya no intentaba gruñir.

Desgarró con los dientes parte de la carne adherida y empezó a mascar: jamás ningún alimento le supo tan bien, y ya que por el momento era feliz, empezó a sentir un poco de compasión. Pensó: comeré lo indispensable y el resto será para ella. Señaló mentalmente un punto sobre el hueso y arrancó un poco más de carne. Las bascas que sintiera horas enteras, comenzaban a transformarse en una sensación de hambre. Siguió comiendo y la perra observándolo. Una vez terminada la lucha, el animal parecía no guardar rencor; se puso a batir el suelo con la cola, esperanzada, interrogadora.

Él llegó al punto marcado, pero entonces le pareció que su hambre anterior fuera imaginaria: lo que ahora sentía sí que era hambre; la necesidad de un hombre es mayor que la de un perro; comería sólo hasta la articulación. Pero cuando llegó el momento se comió también aquel pedazo. Después de todo, la perra tenía dientes: devoraría el hueso. Se lo arrojó y salió de la cocina.

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