sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


CUADRAGESIMOTERCERA ENTREGA

30.


¿FINAL FELIZ? (2)

Al día siguiente tomé un avión, con el rostro bien frotado, el cabello horrible pero limpio y caminando torpemente con las chancletas, que había que cortar para que me cupieran los pies con sus nuevos cascos. ¡Pero olía maravillosamente! Había olvidado comprar ropa con bolsillos, así que llevaba el dinero metido adentro de la camisa.

La casera se alegró de verme. Yo tenía razón: ella había dado la cara durante mi ausencia. No hubo ningún problema: sencillamente debía unos meses de alquiler. El afable comerciante australiano que me había alquilado el televisor y el video justo antes de que me fuera, no había enviado siquiera un aviso, ni había intentado recuperar su equipo. También él se alegró de verme. Sabía que yo no me iría sin devolverle sus artículos y liquidar su cuenta. Mi proyecto seguía allí, aguardando que le prestara atención. Los participantes en el programa de salud estaban preocupados, pero bromearon y me preguntaron si había estado buscando un filón de ópalo en lugar de volver a la oficina.

Me enteré de que el propietario del jeep había acordado con Outa que si él y yo no regresábamos, iría al desierto a buscar su vehículo y luego llamaría a la persona que me había contratado. Fue él quien les dijo que yo me había ido de walkabout, lo que significaba destino desconocido y atemporalidad de los viajes aborígenes. No habían tenido más remedio que aceptar mis acciones. Ningún otro podría completar mi proyecto, así que lo tenía allí, esperándome.

Llamé a mi hija. Se sintió emocionada al oír todo lo que me había ocurrido y confesó que en ningún momento se había inquietado por mi desaparición. Estaba convencida de que si yo me hubiera encontrado en algún problema serio ella lo habría presentido. Abrí la correspondencia acumulada y me enteré de que el pariente encargado de tales menesteres me había excluido del habitual intercambio familiar navideño… No había excusa posible por no haberles enviado los regalos correspondientes.

Conseguí que mis pies aceptaran de nuevo medias y zapatos tras largo tiempo de tenerlos en remojo, utilizar piedra pómez y aplicarme pomada. Incluso llegué a utilizar un cuchillo eléctrico para cortar la mayor parte del tejido muerto. Descubrí que me sentía agradecida por los más extraños objetos, como la maquinilla con que me afeité el vello de las axilas, el colchón en el que apoyaba la cabeza o un rollo de papel higiénico. Intenté una y otra vez hablar a la gente de la tribu que había llegado a amar. Intenté explicarles su modo de vida, su sistema de valores y la mayor parte de su preocupado mensaje sobre el planeta. Cada vez que leía algo nuevo en los periódicos sobre la gravedad del daño producido en el medio ambiente y las predicciones sobre la posibilidad de que las mas frondosas selvas acabaran carbonizadas, sabía que era cierto; la tribu de los Auténticos debía partir. Apenas podían sobrevivir con los alimentos que les habían dejado, por no hablar de los efectos de futuras radiaciones. Tenían razón cuando afirmaban que los humanos no producen oxígeno; esta es tarea reservada a árboles y plantas. En palabras suyas, “estamos destruyendo el alma de la Tierra”. Nuestra avidez por la tecnología ha puesto al descubierto una profunda ignorancia que es una seria amenaza para toda la vida, una ignorancia que sólo el respeto por la naturaleza puede remediar. La tribu de los Auténticos se ha ganado el derecho a no preservar su raza en este planeta superpoblado. Desde el principio de los tiempos han sido gentes sinceras, honestas y pacíficas, que no han dudado jamás de su relación con el universo.


No conseguía comprender por qué ninguna de las personas con las que hablaba mostraba interés por los valores de los Auténticos. Me di cuenta entonces de que veían una amenaza en comprender lo desconocido, en aceptar lo que parece diferente. Pero y intenté explicarles que tal vez nuestra conciencia se ensancharía, que quizá solucionaría nuestros problemas sociales, y que tal vez incluso podía curar nuestras enfermedades. Fue como hablar a la pared. Los australianos se pusieron a la defensiva. Tampoco Geoff, que había insinuado incluso la posibilidad de casarnos, quiso aceptar que de los aborígenes pudiera surgir la sabiduría. Me dio a entender que le parecía fantástico que yo hubiera experimentado una aventura en la vida y que esperaba que por fin sentara la cabeza y aceptara el papel que se esperaba de una mujer. Cuando terminó mi proyecto sanitario abandoné Australia sin haber transmitido mi experiencia con los Auténticos.

Parecía que la siguiente etapa de mi viaje escapaba a mi control, pero en realidad estaba siendo dirigido por el más alto nivel de poder.

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