sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


CUADRAGÉSIMOSEXTA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


LA TIERRA EN ANARQUÍA (5)


-Y bien -dijo lentamente el fumador-. ¿Qué opina usted ahora?

-Que me parece -dijo el Dr. Bull con precisión-, que estoy en mi cama, en el Nº 217 de Peabody Buildings, y que de un momento a otro voy a despertar sobresaltado. Y si no, que estoy metido en una celdita acolchada de Hanwell, y que el médico me considera como caso desesperado. Pero si quiere usted saber lo que me parece, voy a decírselo: no me parece posible lo que a usted le parece posible. Yo no puedo admitir, ni admitiré nunca, que la masa humana sea un conglomerado de abominables pensadores modernos. No, señor mío, yo soy demócrata; no puedo admitir que el Domingo sea capaz de convertir a sus doctrinas a un pobre peón o bracero. No: yo podré estar loco, pero la humanidad no está loca.

Syme volvió hacia Bull sus ojos azules con una vivacidad de emoción que era rara en él:

-Es usted, un hombre excelente -le dijo-. Es usted capaz de creer en la cordura de los demás, como cosa distinta de la propia cordura. Juzga usted bien a la Humanidad, cuando se refiere a los campesinos, a la gente humilde como aquel hermoso anciano de la posada. Pero no tiene usted razón en el caso de Renard. Yo desconfié de él desde el primer instante. Es un nacionalista: y lo que es peor es un rico. Sólo los ricos se atreverán a destruir el deber y la religión.

-Y aquí, la verdad, podemos darlos por destruidos -dijo el impertinente fumador, y se puso de pie con las manos en los bolsillos-. He aquí que los demonios se acercan.

Todos miraron ansiosamente en dirección a la soñadora mirada de Ratcliffe: el regimiento comenzaba a avanzar desde el extremo de la calle. A su cabeza marchaba decidido el Dr. Renard, la barba agitada por el viento.

El Coronel saltó del auto con una exclamación:

-Caballeros -dijo-, esto es increíble. Parece una broma. ¡Si conocieran a Renard como yo le conozco!... Esto es como ver a la Reina Victoria convertida en dinamitera. ¡Si ustedes tuvieran en la cabeza la menor idea del carácter de ese hombre!...

-El Dr. Bull -dijo Syme, sardónico-, la tiene por lo menos en el sombrero.

-Les digo a ustedes que es imposible -exclamaba el Coronel pateando de rabia-. Renard tendrá que explicarse, tendrá que explicarme lo que pasa-. Y avanzó rápidamente hacia el enemigo.

-No se moleste usted -murmuró el del cigarrillo-. ¡Si ya va a venir él a explicárnoslo!

Pero ya el impaciente Coronel no pudo oírle, y siguió avanzando. Y he aquí que el Dr. Renard, ardoroso, apunta otra vez con la pistola. Pero, advirtiendo que se trata del Coronel, vacila, y en tanto el Coronel se le acerca, haciendo ademanes frenéticos de protesta.

-Es inútil -dijo Syme- nada obtendrá de ese viejo caníbal. Propongo que nos arrojemos sobre ellos con el auto, tan rápidos como las balas que le agujerearon el sombrero a Bull. Nos matarán a todos, pero mataremos buen número.

-No -dijo el Dr. Bull, cuyo acento vulgar parecía acentuarse con la sinceridad de su virtud-, no; esa pobre gente padece un error. Demos tiempo a que el Coronel se explique.

-¿Debemos retroceder entonces? -preguntó el Profesor.

-No -dijo Ratcliffe fríamente-, el otro extremo de la calle está tomado también. Y si no me engaño, Syme, allá me parece ver a otro amigo de usted.

Syme hizo girar el auto con mucha destreza, dando ahora frente al camino recorrido. En la penumbra, se veía avanzar al galope a un cuerpo irregular de caballería. El jinete que venía a la cabeza, traía una espada en la mano, a juzgar por el reflejo de plata. Cuando se hubo acercado más, se vio también el reflejo de plata de sus cabellos. Entonces con terrible violencia, Syme volvió otra vez el auto y lo lanzó cuesta abajo hacia el mar, como hombre que sólo quiere la muerte. 

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