domingo

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


CUADRAGESIMOSEGUNDA ENTREGA

30.


¿FINAL FELIZ? (1)

Me alejé caminando con el convencimiento de que mi vida no volvería a ser jamás tan sencilla y plena de significado como lo había sido aquellos meses, y que una parte de mí siempre desearía regresar.

Me llevó la mayor parte del día recorrer la distancia que me separaba de la ciudad. No tenía la menor idea de cómo me las arreglaría para volver desde aquel lugar, fuese el que fuese, a la casa que tenía alquilada. Vi la autopista, pero no creí que fuera buena idea caminar por ella, así que seguí por entre la maleza.

En cierto momento me volví para mirar atrás, y justo entonces una ráfaga de viento surgió de la nada para eliminar mis huellas en la arena como una enorme goma que pareció borrar mi existencia en el Outback. Mi vigilante periódico, el halcón pardo, sobrevoló mi cabeza justo cuando llegaba a los límites de la ciudad.

Vi a lo lejos a un hombre mayor. Vestía tejanos, camisa deportiva metida bajo el grueso cinturón y un viejo sombrero verde desgastado, típico de Australia. Cuando me acerqué, sus ojos (en lugar de sonreír) se abrieron con incredulidad. El día anterior yo tenía todo lo que necesitaba: comida, ropa, abrigo, cuidados, compañeros, música, entretenimiento, apoyo, una familia y mucha risa; todo gratis. Pero ese mundo había desaparecido.

En ese momento, a menos que mendigara dinero, no podía funcionar. Todo lo necesario para la subsistencia había de ser comprado. No me quedaba otra alternativa; me veía reducida a una mendiga sucia y desharrapada. Era una vagabunda de las que caminan con su hatillo por las calles, y ni siquiera tenía hatillo. Sólo yo conocía a la persona que se ocultaba bajo un exterior de pobreza y suciedad, Mi relación con los desheredados del mundo cambió para siempre en aquel instante.

Me acerqué al australiano y pregunté: “¿podría prestarme una moneda? Acabo de salir del desierto y he de llamar por teléfono. No tengo dinero. Si quiere darme su nombre y dirección, se lo  devolveré.”

Él siguió mirándome, tan fijamente que las arrugas de su frente cambaron de dirección. Luego se metió la mano derecha en el bolsillo y sacó una moneda, mientras se tapaba la nariz con la mano izquierda. Yo sabía que volvía a oler mal. Hacía dos semanas que me había bañado sin jabón en el estanque de los cocodrilos. El hombre meneó la cabeza, poco interesado en que le devolviera el dinero, y se alejó a paso vivo.

Recorrí unas cuantas calles y vi un grupo de niños esperando el autobús escolar de la tarde que los llevaría de vuelta a casa. Todos tenían el típico aspecto atildado de la juventud australiana uniformada. Sus ropas eran idénticas; sólo los zapatos denotaban un cierto indicio de expresión individual. Los niños clavaron los ojos en mis pies desnudos, que más parecían una mutación en forma de pezuñas que los apéndices de una hembra humana.

Sabía que tenía un aspecto horrible y esperaba tan sólo que mi aspecto no les asustara por lo escaso de mis ropas y por mis cabellos sin peinar durante más de veinte días. La piel del rostro, los hombros y los brazos se me habían pelado tan a menudo que estaba llena de pecas y manchas.  ¡Además, me acababan de confirmar con toda franqueza que apestaba!

“Perdonadme -les dije-. Acabo de salir del desierto. ¿Podéis decirme donde puedo encontrar un teléfono y la oficina de telégrafos?

Su reacción fue tranquilizadora. No estaban asustados; se limitaban a sonreír y soltar risitas. Mi acento americano aportó una nueva prueba de creencia básica de los aussies: todos los norteamericanos son unos excéntricos. Me dijeron que había una cabina telefónica a dos manzanas.

Llamé a mi consultorio y les pedí que me mandaran un giro postal. Ellos me dieron la dirección de la compañía de telégrafos. Fui caminando hasta allí y, por la expresión de sus rostros cuando llegué, comprendí que les habían avisado de que debían esperar a alguien con un aspecto muy poco usual. La empleada me entregó el dinero sin la necesaria identificación, aunque con cierta reticencia. Mientras yo recogía el fajo de billetes, la mujer nos roció al mostrador y a mí con un aerosol desinfectante.

Con dinero en la mano, cogí un taxi que me llevó a una tienda de artículos a precio reducido, donde compré pantalones, camisa, chancletas de goma, champú, cepillo para el pelo, pasta dentífrica, cepillo de dientes y pasadores para el pelo. El taxista se detuvo en un mercado al aire libre, donde compré fruta fresca y media docena de diferentes zumos de envases de cartón. Luego me llevó a un motel y esperó hasta ver si me aceptaban. Ambos nos preguntábamos si lo harían, pero el dinero al contado parece tener más peso que un aspecto dudoso. Abrí el grifo de la bañera y di gracias por este bendito invento. Mientras se llenaba, reservé por teléfono un boleto de avión para el día siguiente. Después pasé tres horas en la bañera, ordenado los detalles de mis últimos años y en especial de los tres últimos meses de mi vida.

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