domingo

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


CUADRAGÉSIMOQUINTA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


LA TIERRA EN ANARQUÍA (4)


-¡Dios mío! -dijo el Coronel-. Han disparado sobre nosotros.

-Pero no por eso se interrumpa usted -dijo Ratcliffe, como con encono-. Continúe usted, Coronel. Hablaba, creo, del honrado pueblo de una pacífica ciudad de Francia.

El asombrado Coronel no estaba para reparar en burlas. Recorría la calle con la mirada, diciendo:

-¡Es extraordinario, es de lo más extraordinario!

-Y hasta de lo más desagradable, para decirlo con toda exactitud -observó Syme-. Pero me imagino que esas luces que se ven al término de la calle son las luces del puesto de policía. Ya vamos a llegar.

-No -dijo el Inspector Ratcliffe-, nunca llegaremos.

Se había incorporado y escrutaba el horizonte. Después se sentó, alisándose los tersos cabellos con un ademán de cansancio.

-¿Qué quiere usted decir? -le preguntó Bull con aspereza.

-Quiero decir que nunca llegaremos al puesto -repitió el pesimista con cierto matiz de placidez-. Ya por todo el camino han formado dos filas armadas. Se les puede ver desde aquí. La ciudad se levanta en armas como yo lo venía diciendo. No me queda más que sumergirme cómodamente en la agradable emoción que me causa el éxito de mis previsiones.

Y Ratcliffe se arrellanó cómodamente en el asiento y encendió un cigarrillo, mientras que los otros se incorporaban espantados, para explorar a su vez la carretera. Syme había comenzado a morigerar la carrera al ver que los planes eran dudosos. Acabó por parar el auto en la esquina de una calle que bajaba en rápida cuesta hacia el mar.

Aunque la ciudad estaba envuelta en sombras, el sol aun no se ocultaba del todo. Donde aun tocaban sus últimos reflejos, se veían como unas llamas doradas. En lo alto de la calle lateral, la última luz brillaba en una franja viva y estrecha como la proyección de luz artificial en los teatros, y daba de lleno sobre el auto que parecía arder. Pero en el resto de la calle, y especialmente en los extremos, había una penumbra tan cargada, que por un momento los cinco fugitivos no pudieron ver cosa alguna. Syme, que era el de mejor vista, lanzó un siseo amargo y dijo:

-Es verdad. Hay una multitud, o un ejército, o algo parecido, al extremo de la calle.

-En ese caso -dijo Bull con impaciencia-, será por alguna otra causa: algún simulacro, el aniversario del alcalde o cosa semejante. Yo no quiero ni pudo admitir que la honrada gente de Dios, y en un lugar como éste, ande por las calles con los bolsillos atestados de dinamita. Avancemos un poco, Syme, y examinemos eso de cerca.

El auto se arrastró unos veinte pasos, y entonces el Dr. Bull soltó una carcajada estrepitosa:

-¡Oh, hatajo de imbéciles! -exclamó-. ¿Qué decía yo? Esa multitud está más dentro de la ley que un manso cordero. Y aun cuando así no fuera, están de nuestra parte.

-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó el Profesor.

-Pero ¿está usted más ciego que un murciélago? -contestó Bull-. ¿No está usted viendo quién los conduce?

Todos aguzaron la vista. Y el Coronel, con voz turbada, exclamó:

-¿Cómo? ¡Es Renard!

En efecto: unas sombras corrían al extremo de la calle; apenas se las podía distinguir. Lejos, lo bastante ya para entrar en la zona de luz, se veía al inconfundible Dr. Renard yendo de aquí para allá. Llevaba un sombrero blanco que contrastaba con sus barbas negras, y en la mano izquierda un revólver.

-¡Qué loco he sido! -exclamó el Coronel-. Claro, el excelente amigo ha corrido en nuestro auxilio.

El Dr. Bull se ahogaba de risa, y blandía la espada con descuido, como quien juega con un bastón. Saltó del auto y corrió calle arriba, gritando:

-¡Dr. Renard! ¡Dr. Renard!

Un instante después, Syme pensó que hasta los ojos se le habían vuelto locos. ¿Qué había visto? El filantrópico Dr. Renard, apuntando deliberadamente sobre Bull, había hecho dos disparos. La doble detonación resonó por la calle.

Casi al mismo tiempo que el humo blanco de aquella increíble explosión, el cínico Ratcliffe sacaba de su cigarrilo otra nube blanca. Estaba, como los demás, algo pálido, pero sonreía. El Dr. Bull, a quien casi las balas le habían rozado la cabeza, se quedó inmóvil en mitad de la calle sin dar señales de miedo. Después se. volvió lentamente y trepó al auto.

Volvía con dos agujeros en el sombrero. 

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