viernes

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

TRIGESIMOQUINTA ENTREGA
                            

SEGUNDA PARTE

III (1)

Una voz, cerca de sus pies, demandó:

-¿Tiene un cigarrillo?

Echose atrás con rapidez y pisó un brazo. Una voz imperiosa pronunció:

-¡Agua! ¡En seguida! -como si, aparte de lo que de él pensase, pudiera sorprender al recién llegado y hacerle pagar el pato.

-¿Tiene un cigarrillo?

-No -contestó débilmente-, no tengo nada en absoluto -e imaginó la hostilidad de todos, rodeándolo como una humareda.

Volvió a moverse. Alguien le dijo:

–Tenga cuidado con el cubo.

De éste provenía el hedor. Permaneció del todo quieto y aguardó hasta ver antes de contestar. Fuera empezó a cesar la lluvia: caía con intervalos y se alejaba la tormenta. Se podía contar hasta cuarenta entre el resplandor del relámpago y el ruido del trueno. Cuarenta millas, según la creencia popular. A medio camino del mar o a medio camino de las montañas. Tanteó alrededor con los pies buscando espacio para sentarse; pero al parecer no había ninguno. A cada relámpago veía las hamacas llenando el borde del patio.

-¿Tiene algo de comer? -inquirió una voz, y al no obtener respuesta-. ¿Tiene algo de comer? -repitió.

-No.

-¿Tiene dinero? –indagó otra voz.

-No.

Súbitamente, a distancia de unos cinco pies, se oyó un leve chillido de mujer. Una voz cansada protestó:

-¿No pueden estar un rato tranquilos?

Entre furtivos movimientos surgieron de nuevo los suspiros apagados. Se dio cuenta, con horror, de que continuaba el placer incluso en aquellas tinieblas atestadas. Otra vez adelantó un pie y empezó a caminar de lado, pulgada tras pulgada, desde la verja. Detrás de las voces humanas destacaba permanentemente otro ruido, como de un pequeño motor eléctrico graduado a un cierto “tempo”. Llenaba los silencios con más fuerza que la respiración humana. Eran los mosquitos.

Se había separado, quizá, seis pies de la verja, y sus ojos empezaron a distinguir las cabezas que fluctuaban a su alrededor como calabazas. Una voz sonó a su lado:

-¿Quién es usted?

No respondió, avanzando de lado, consternado. De pronto dio contra la pared del fondo: las manos embistieron la piedra mojada; la celda no tendría más que doce pies de largo. Descubrió que podía casi sentarse si mantenía los pies recogidos debajo de sí. Un anciano se abandonó sobre su hombro; conoció su senectud por el poco peso de sus huesos y por el ritmo débil y desigual de su respiración. Tenía que ser alguien cercano al nacer o al morir y no era probable que hubiese un chiquillo en aquel lugar. El viejo, de pronto, dijo:

-¿Eres tú, Catalina? -y su aliento se prolongó en un suspiro paciente como si hubiera esperado mucho tiempo y se dispusiera a esperar aún más. El cura musitó:

-No, Catalina, no.

Al hablar él todos se callaban en seguida, escuchando, como si tuviera importancia lo que decía; después volvían a empezar las voces y los movimientos. Pero el sonido de su propia voz, la sensación de comunicar con otro ser, le calmó.

-No es ella -dijo el anciano-. En realidad no creía que lo fuese. No vendrá nunca.

-¿Es su esposa?

-¿Qué dice usted? Yo no tengo esposa. Es mi hija.

Todos volvían a escuchar, excepto las dos personas invisibles que se preocupaban tan sólo de su placer.

-Tal vez no la dejan entrar aquí.

-Ella no lo intentará siquiera -exclamó la voz gastada y sin esperanza, con absoluta convicción.

Al cura empezaban a dolerle los pies, recogidos debajo de los muslos.

-Si ella le quiere a usted...

Por allá, entre la barahúnda de cuerpos, la mujer volvió a quejarse con un suspiro final, de protesta, abandono o satisfacción.

–Son los curas los que tienen la culpa –repuso el anciano.

-¿Los curas?

-Sí, los curas.

-¿Por qué los curas?

-Porque son ellos.

Cerca de sus rodillas alguien explicó en voz baja:

-El viejo está loco. ¿Para qué hacerle preguntas?

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