martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



CUADRAGESIMOPRIMERA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                              

"EL OSO".
                                            

23. LA FAMA (2)

La aparición de mi libro Sobre la muerte y los moribundos hizo que mi persona atrajera aún más atención. La obra se convirtió en bestseller internacional, y en casi todas las instituciones médicas y residencias para ancianos del país lo reconocieron como un libro importante. Incluso la gente corriente hablaba de las cinco fases. Poco sospechaba yo que el libro sería un éxito o que sería mi entrada en el mundo de la fama. Lo irónico fue que el único lugar donde no gozó de aceptación inmediata fue la unidad psiquiátrica del hospital donde yo trabajaba, clara indicación de que yo pasaría mi futuro en otra parte.

Mientras tanto, mi principal interés seguía siendo mis pacientes, que eran los verdaderos maestros. Continué viendo a mi chica de la revista Life, Eva. Me inquieté especialmente cuando en Nochevieja asomé la cabeza en su habitación y no la vi allí. Solté un suspiro de alivio cuando alguien me dijo que había ido a su casa por Navidad y le habían regalado el perrito que deseaba. Pero también resultó que la habían trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Corrí hacia allá y vi a sus padres en el sector de la sala de espera.

Tenían esa expresión triste e impotente que con tanta frecuencia veía en los familiares de enfermos moribundos, sentados en las salas de espera, imposibilitados de estar con sus seres queridos por las estúpidas normas de horas de visita. A causa de las normas para la UCI, los padres de Eva sólo podían verla durante cinco minutos en horas convenidas. Me indigné. Ese tal vez fuera el último día en que pudieran estar junto a su hija, acompañándola y amándola. ¿Y si se moría mientras ellos estaban sentados en la sala de espera?

En mi calidad de médico podía entrar en su habitación, y cuando lo hice la vi desnuda sobre la cama. La luz del techo, que ella no podía controlar, estaba constantemente encendida, bañándola en un fuerte resplandor del que no tenía forma de escapar. Me di cuenta de que ésa sería la última vez que la vería viva. Ella también lo sabía. Incapaz de hablar, me apretó la mano a modo de saludo y con la otra apuntó al techo. Quería que le apagara la luz.

A mí lo único que me importaba eran su comodidad y dignidad. Apagué la luz y le pedí a la enfermera que la cubriera con una sábana. Por increíble que parezca, la enfermera vaciló; era como si yo le pidiera que perdiera el tiempo. "¿Para qué?", me preguntó. ¿Para qué tapar a esa chica? Entristecida, la cubrí yo con una sábana.

Eva murió al día siguiente, el 1 de enero de 1970. Yo no tenía ningún control sobre su vida, pero el modo en que murió en el hospital, fría y sola, fue algo que no pude tolerar. Todo mi trabajo estaba orientado a cambiar ese tipo de situación. No quería que nadie muriera como Eva, sola, mientras su familia esperaba fuera en el pasillo. Soñaba con el día en que se diera prioridad a las necesidades de un ser humano.

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