TRIGESIMQUINTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL OSO".
20. ALMA Y CORAZÓN (2)
El voto de confianza más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de tres años de dirigir mis seminarios, recibí a una delegación del Seminario Luterano de Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo me imaginé que sostendríamos un acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que trabajara en su facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea aduciendo todo tipo de argumentos para demostrar que yo no les convenía, entre ellos mi aversión a la religión. Pero ellos insistieron.
-No le pedimos que enseñe teología -me explicaron-. Nosotros ya nos ocupamos de eso. Pero creemos que usted puede enseñarnos qué significa un verdadero ministerio en la práctica.
Era difícil disentir de ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el profesor hablara en lenguaje no teológico acerca del trato con los moribundos. Con la excepción del reverendo Gaines y de los estudiantes de teología, mis experiencias con pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la mayoría de los pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital quedaban decepcionados. "Lo único que quieren es leer en su librito negro", era el comentario que yo escuchaba una y otra vez. En efecto, el capellán se limitaba a eludir hábilmente las preguntas importantes reemplazando la respuesta por alguna cita de la Biblia y apresurándose a salir sin saber qué más hacer.
Esa actitud hacía más daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de un niña de doce años llamada Liz. La conocí varios años después, pero de todos modos viene al caso. Cuando se estaba muriendo de cáncer, la enviaron a casa, donde yo ayudaba a sus padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas dificultades que presentaba el lento deterioro de la niña. Al final, la chica, convertida ya en un esqueleto con un enorme vientre lleno de tumores cancerosos, sabía la realidad de su estado, pero de todas formas se negaba a morir.
-¿Cómo es que no te puedes morir? -le pregunté un día.
-Porque no me puedo ir al cielo -me contestó llorosa-. Los curas y las hermanas me dijeron que nadie se puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el mundo entero. -Sus sollozos arreciaron y se me acercó más-. Doctora Ross, yo quiero a mi mamá y a mi papá más que a nadie en el mundo entero.
A punto de echarme a llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había asignado esa difícil tarea: era igual que cuando los profesores dan los problemas más difíciles sólo a los mejores alumnos. Ella lo entendió.
-Pues Dios no podría haberle dado una tarea más difícil a ningún niño -comentó.
Eso fue útil, y a los pocos días Liz fue capaz finalmente de marcharse. Pero ése era el tipo de caso que me hacía odiar la religión. De todos modos, los luteranos me persuadieron, y acepté el trabajo docente. Mi primera charla, que tuvo lugar sólo dos semanas después de esa reunión, la di en una sala atiborrada de gente. A fin de hacerles saber claramente mi opinión sobre la religión, comencé poniendo en tela de juicio su concepto del pecado.
-Aparte de provocar culpabilidad y miedo, ¿para qué sirve? No hace otra cosa que dar trabajo a los psiquiatras -añadí riendo, para que supieran que también estaba representando el papel de abogado del diablo.
En las clases siguientes traté de inducirlos a examinar su compromiso con la vida de pastor. Si consideraban difícil discutir por qué el mundo necesitaba diferentes confesiones religiosas, muchas veces contradictorias, cuando todas ellas pretendían enseñar las mismas verdades básicas, iban a encontrar bastante arduo el futuro.
Me hice tan popular que el seminario me propuso examinar a los candidatos a ministro del Señor y eliminar a aquellos que no lo iban a conseguir. Eso fue interesante. Alrededor de un tercio de los seminaristas acabaron abandonando el seminario para convertirse en asistentes sociales o trabajar en campos afines. En general, la experiencia de dar charlas y entrevistar a los estudiantes fue fascinante, pero dejé ese trabajo al final del semestre. Las exigencias de mi ocupado programa eran demasiadas, incluso para una adicta al trabajo como yo.
La tarea que realizaba presentando los pacientes terminales a los profesionales de la medicina me parecía de lo más interesante. No me sorprendía lo mucho que podía enseñar un moribundo en uno de mis seminarios, ni tampoco lo que aprendían por sí mismos los alumnos. Muchas veces me sentía mal cuando se me atribuía todo el mérito. De hecho mi peor pesadilla era quedarme clavada diez minutos sola en el estrado sin un paciente. La sola idea me producía terror. ¿Qué podía decir?
Pues un día me ocurrió eso. Diez minutos antes de que comenzara el seminario, el enfermo que planeaba entrevistar murió inesperadamente. Teniendo cerca de ochenta personas ya sentadas en el auditorio, algunas de las cuales habían hecho un largo trayecto para acudir al hospital, no quise cancelarlo. Por otro lado, no era posible encontrar otro paciente. Paralizada en el pasillo, desde donde oía el murmullo de los alumnos en la sala, no tenía idea de qué podía hacer sin la persona a quien siempre presentaba como el verdadero profesor.
Pero una vez que estuve sobre el estrado, me dejé llevar por la inspiración y la clase resultó fantástica. Dado que en su mayor parte el público estaba formado por personas que trabajaban en el hospital o estaban relacionadas con la Facultad de Medicina, les pregunté cuál era el mayor problema que tenían en su trabajo diario. En lugar de hablar con un enfermo, hablaríamos de los principales problemas que tenían los asistentes.
-Decidme cuál es la mayor dificultad con que topáis -les propuse.
Al principio reinó un silencio absoluto en la sala, pero pasados unos incómodos instantes se alzaron varias manos. Ante mi gran sorpresa, las primeras dos personas que hablaron dijeron que su problema era un determinado médico, en realidad director de departamento, que trabajaba casi exclusivamente con enfermos de cáncer muy graves. Era un excelente médico, explicaron, pero si alguien llegaba a insinuar siquiera que era posible que alguno de sus pacientes no respondiera al tratamiento, él contestaba de modo muy desagradable. Otras personas que lo conocían hicieron gestos de asentimiento con la cabeza.
Aunque yo no dije nada, al instante comprendí de qué médico se trataba porque había tenido varios encontronazos con él; no soportaba sus modales bruscos, su arrogancia ni su falta de sinceridad. En dos ocasiones, en mi calidad de jefa del servicio de enlace psicosomático, me habían llamado para visitar a sus pacientes moribundos. Él me había dicho que uno no tenía cáncer y que la otra enferma era sólo cuestión de tiempo que se sintiera mejor. En los dos casos las radiografías mostraban metástasis extendidas e inoperables.
Ciertamente era el médico quien necesitaba un psiquiatra. Tenía un grave problema con la muerte, aunque yo no podía decirle eso a sus pacientes. No podía ayudarlos criticando a otra persona, y mucho menos a alguien en quien confiaban. Pero en el seminario era diferente. Hicimos cuenta de que el doctor M. era el enfermo y hablamos de las dificultades que teníamos con él. Analizamos qué nos decían esos problemas acerca de nosotros mismos. Casi todos los participantes reconocieron tener prejuicios contra aquellos de sus colegas, médicos o enfermeros que tenían problemas. Los consideraban de una manera distinta que a los pacientes normales. Yo estuve de acuerdo e ilustré la situación con mis propios sentimientos por ese médico.
-No se puede ayudar a alguien a menos que se le tenga una cierta simpatía. -A continuación hice la pregunta-. ¿Hay alguien aquí que le tenga cierta simpatía?
Rodeada de miradas y sonrisitas hostiles, una joven levantó la mano lentamente y con cierta vacilación.
-¿Estás trastornada? -le pregunté medio en broma, medio sorprendida.
A eso siguió una buena carcajada. Entonces la enfermera, se puso en pie y habló con una tranquilidad y claridad llenas de nobleza.
-No conocéis a ese hombre -dijo-. No conocéis a la persona. Nuevamente se hizo el silencio. Su frágil voz lo rompió con una detallada descripción de cómo el doctor M. comenzaba su ronda avanzada la noche, horas después de que se hubieran marchado a casa los demás médicos.
-Empieza en la habitación más alejada del puesto de enfermeras y va avanzando hacia donde yo me siento habitualmente -explicó-. Entra en la primera habitación muy erguido, con aspecto confiado y seguro. Pero cada vez que sale de una habitación tiene la espalda más encorvada. Poco a poco su postura se va pareciendo más a la de un anciano. -Con gestos representaba el drama nocturno obligando a todo el mundo a imaginarse la escena-. Cuando sale de la habitación del último paciente, este médico parece destrozado. Se ve claramente que no siente ni la más mínima alegría, esperanza o satisfacción por su trabajo.
El simple hecho de observar ese drama noche tras noche la afectaba. Imaginémonos cómo se sentía el médico que lo vivía. Todos los asistentes tenían los ojos húmedos cuando la enfermera explicó cuánto deseaba darle unas suaves palmaditas al doctor, como haría un amigo, y decirle que sabía lo terrible y desesperanzado que era su trabajo. Pero el sistema de castas del hospital impedía ese comportamiento tan humano.
-Sólo soy una enfermera -explicó. Sin embargo, ese tipo de compasión y amistosa comprensión era justamente la ayuda que necesitaba ese médico, y puesto que esa joven enfermera era la única en la sala que se preocupaba por él, era ella quien tenía que hacerlo. Le sugerí que se obligara a dar ese paso.
-No lo pienses, simplemente haz lo que te dicte el corazón. Si lo ayudas -añadí-, vas aayudar a miles y miles de personas.
Después de una semana de vacaciones, estaba ante mi escritorio poniéndome al día con el trabajo cuando de pronto se abrió la puerta y entró precipitadamente una joven. Era la enfermera de ese seminario.
-¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho!
Ese viernes había observado al doctor M. hacer su ronda y acabar destrozado, tal como lo había descrito. El drama se repitió el sábado, pero con una complicación adicional. Ese día habían muerto dos de sus pacientes. El domingo lo vio salir de la última habitación, encorvado y deprimido. Obligándose a actuar se le acercó, esforzándose por tenderle la mano. Pero antes de hacerloexclamó:
-¡Dios mío! Esto debe de resultarle terriblemente difícil.
De pronto el doctor M. la cogió del brazo y la llevó a su despacho. Allí, tras la puerta cerrada, el médico le expresó todo su dolor, aflicción y angustia reprimidos. Le contó todos los sacrificios que había tenido que hacer para estudiar en la facultad; cómo sus amigos ya tenían trabajo y buenos ingresos cuando él comenzó la práctica como residente; cómo trataba de mejorar a sus pacientes mientras aquellos compañeros ya tenían familia y se construían casas para pasar las vacaciones. En lugar de vivir se había pasado la vida aprendiendo una especialidad. Por fin ya era el jefe de su departamento. Tenía un puesto en el que podía hacer algo importante para sus pacientes.
-Pero todos se mueren -sollozó-. Uno tras otro. Todos se me mueren.
Al escuchar esta historia en el siguiente seminario sobre la muerte y el morir, todos comprendieron el extraordinario poder sanador que puede tener una persona simplemente reuniendo el valor de actuar impulsada por sus sentimientos. Antes de que hubiera transcurrido un año, el doctor M. comenzó a tratarse psiquiátricamente conmigo. Pasados unos tres años estaba en terapia a tiempo completo. Su vida mejoró espectacularmente. En lugar de acabar quemado y deprimido, redescubrió las maravillosas cualidades de cariño y comprensión que lo habían motivado para estudiar medicina. Ojalá ese hombre supiera a cuántas personas he ayudado al contarles su historia a lo largo de los años.
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