miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

VIGESIMONOVENA ENTREGA
                            

SEGUNDA PARTE


II (2)


Empezaron a bajar la cuesta. En la esquina de una calle que subía más allá de la droguería, hacia el cuartel, y otra que bajaba al hotel, al muelle y al almacén de la “Compañía Bananera”, el hombre vestido de dril se detuvo. La policía subía con los fusiles colgados cómodamente.

-Aguarde un momento.

Entre ellos marchaba un mestizo con unos colmillos como de bestia sobresaliendo de los labios. El hombre de dril permaneció en la sombra observándole mientras se alejaba; una vez volvió el mestizo la cabeza y sus ojos se encontraron. Después la policía pasó subiendo hacia la plaza.

-Vámonos. De prisa.

El mendigo contestó:

-No se meterán con nosotros. Tienen asunto más gordo.

-¿Qué cree usted que haría aquel hombre con ellos?

-¿Quién sabe? Sería un rehén, tal vez.

-Si lo fuese le habrían atado las manos, ¿no es así?

-¿Cómo he de saberlo? -Tenía la independencia rencorosa que se halla en los países donde los pobres tienen el derecho cíe mendigar. Gruñó-: ¿Quiere usted el alcohol o no lo quiere?

-Quiero vino.

-Yo no puedo decirle si habrá de esto o de aquello. Tiene usted que tomar lo que venga.  –Lo guió cuesta abajo hacia el río, añadiendo-: Ni siquiera sé si él está en la ciudad.

Los escarabajos se congregaban en bandadas y cubrían el pavimento; estallaban debajo de los pies como vejigas hinchadas y un olor agrio y fresco subía del río. El busto blanco de un general se vislumbraba en el jardincillo público, recinto hecho de polvo y adoquines cálidos, y una dínamo eléctrica vibraba en la planta baja del único hotel. Una amplia escalera de madera poblada de escarabajos subía al primer piso.

-He hecho lo que he podido -dijo el mendigo-, un hombre no está obligado a más.

En el primer piso un hombre con pantalones oscuros de ceremonia y camiseta blanca ajustada, ceñida a la piel, salió de un dormitorio con una toalla sobre los hombros. Ostentaba una perilla gris aristocrática y usaba tirantes además de cinturón. A lo lejos gorgoteaba una cañería, y los escarabajos chocaban contra una bombilla desnuda. El mendigo estuvo hablándole con seriedad y mientras hablaba la luz se apagó del todo y después fluctuó de modo deficiente. El rellano de la escalera estaba lleno de mecedoras, escritos con tiza en una gran pizarra figuraban los nombres de los huéspedes: tres tan sólo para veinte habitaciones. El mendigo se dirigió a su acompañante.

-El caballero -le anunció- no está aquí. Lo dice el gerente. ¿Le esperaremos?

Entraron en un gran dormitorio desmantelado con piso de baldosas. La pequeña cama negra de hierro parecía un objeto que alguien hubiese dejado por descuido al partir. Ambos sentáronse en ella uno al lado del otro y aguardaron. Los escarabajos entraban disparados por los resquicios de la alambrera.

-Es un hombre muy importante -aseveró el mendigo-. Es primo del gobernador; le puede proporcionar a usted de todo en absoluto. Pero, desde luego, hace falta que le presente alguien de confianza.

-¿Y él se fía de usted?

-Trabajé para él en otro tiempo -y agregó con franqueza-: Tiene que fiarse de mí.

-¿Lo sabe el gobernador?

-No, por supuesto. Es hombre difícil.

De cuando en cuando las cañerías del agua absorbían ruidosamente.

-Y ¿por qué había de fiarse de mí?

-Oh, cualquiera puede adivinar a un bebedor. Usted querrá volver por más. Vende buen género. Lo mejor es que me dé los quince pesos. -Los contó con cuidado dos veces-. Le conseguiré una botella del mejor aguardiente de Veracruz. Ya lo verá usted.

La luz se apagó, y ambos quedaron sentados en la oscuridad. La cama crujió al moverse uno de ellos.

-No quiero aguardiente -pronunció una voz-. Al menos, no mucho.

-¿Qué quiere usted entonces?

-Ya se lo dije a usted: vino.

-El vino es muy caro.

-Eso no importa. Vino o nada.

-¿Vino de membrillo?

-No, no. Vino francés.

-A veces tiene vino de California.

-Ése servirá.

-Por supuesto; él lo adquiere por nada. De la Aduana.

La dínamo empezó a latir de nuevo y la luz se encendió débilmente. Se abrió la puerta y el gerente llamó por señas al mendigo; comenzó una larga conversación. El hombre vestido de dril se echó hacia atrás en la cama. Su mentón tenía cortes en varios sitios que habían sido afeitados con insistencia excesiva; tenía la cara macilenta y enfermiza; daba la impresión de que había sido rechoncho y carirredondo, pero que se había demacrado. Tenía el aspecto de un hombre de negocios caído en la miseria. Volvió el mendigo, diciendo:

-El caballero está ocupado, pero volverá pronto. El gerente ha mandado a un muchacho a buscarlo.

-¿Dónde está?

-No se le puede interrumpir. Juega al billar con el jefe de Policía. -Volvió a la cama aplastando dos escarabajos con sus pies desnudos. Comentó-: Éste es un hotel magnífico. ¿Dónde se aloja usted? Usted es forastero, ¿no? -Este caballero es muy influyente. Sería muy conveniente ofrecerle de beber. Después de todo, usted no querrá llevárselo todo consigo. Puede usted beber aquí como en otro lugar cualquiera.

-Me gustaría guardar un poco... para llevar a casa.

-Es lo mismo. Yo digo que “casa” es donde hay una silla y un vaso.

Entonces volvió a apagarse la luz, y el horizonte iluminado por los relámpagos se hinchaba como una cortina. Los truenos atravesaban la rejilla mosquitero desde muy lejos, parecidos al ruido que se percibe desde el otro extremo de la ciudad cuando ha empezado la corrida de toros del domingo. El mendigo preguntó en tono confidencial:

-¿Cuál es su oficio?

-Oh, aprovecho lo que puedo... y donde puedo.

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