sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA


CAPÍTULO DÉCIMO


EL DUELO (5)


Permaneció unos segundos hundido en solemne perplejidad, contemplando aquel ridículo apéndice de cartón. El sol, las nubes, las colinas .boscosas parecían contemplar también aquella escena disparatada.

El Marqués rompió el silencio con voz clara y casi jovial:

-Si mi ceja del lado izquierdo puede serle útil a alguno, se la cedo. Coronel Ducroix, acepte usted mi ceja izquierda. Son cosas que pueden ser útiles algún día.

Y se arrancó gravemente una de aquellas admirables cejas asirías, trayéndose con ella casi la mitad de su gran frente morena. Después la ofreció cortésmente al Coronel, que permanecía mudo y encarnado de rabia. 

-¡Si yo hubiera sabido -soltó al fin- que estaba apadrinando a un cobarde que se enmascara y se forra para batirse!...

-Ya lo sé, ya lo sé -dijo el Marqués, que a la sazón regaba por el campo a derecha e izquierda diversas partes de sí mismo-. Usted se equivoca al juzgarme. Pero ahora no tengo tiempo de dar explicaciones. El tren está en la estación.

-Sí -dijo con ferocidad el Dr. Bull- y el tren se irá de la estación. Y se irá sin usted. De sobra sabemos la obra infernal que...

El misterioso Marqués levantó los brazos desesperado. Aquel hombre, en mitad del campo, expuesto al sol, gesticulando bajo la máscara, parecía un extraño espantajo.

-¿Quieren ustedes volverme loco? -gritó-. El tren...

-No alcanzará usted el tren -dijo Syme con energía, blandiendo la espada.

El espantajo se volvió hacia Syme, y pareció reconcentrarse en un esfuerzo sublime antes de hablar:

-¡Cerdo, condenado, ciego, insensato, excomulgado, maldito de Dios, estúpido, loco abominable! -dijo sin tomar resuello-. ¡Grandísimo imbécil, cabeza de chorlito, cabeza a pájaros!...

-No tomará usted el tren -repitió Syme.


-¿Y para qué demonios quiero yo tomar el tren? -rugió el otro.

-Harto lo sabemos -dijo el Profesor con energía-. Para arrojar una bomba en París.

-¡Bombas y rayos y centellas sobre París y sobre Jericó! -gritó el otro arrancándose la cabellera-. ¿Están ustedes reblandecidos del cerebro, que no entienden lo que soy? ¿Pero están ustedes creyendo que quiero alcanzar ese tren? Por mí ya pueden marcharse a París veinte trenes. ¡Condenados trenes de París!

-Pues entonces ¿qué es lo que a usted le preocupa? -preguntó el Profesor.

-¿Qué me preocupa? No ciertamente alcanzar ese tren, sino evitar que me alcanzara; y ahora ¡santos cielos! ya me ha alcanzado.

-Siento decirle -observó Syme reprimiéndose- que sus explicaciones me resultan inintelegibles. Tal vez si se quita usted ese fragmento de frente postiza y un poco de lo que antes fue su barba le entenderemos mejor. La lucidez mental camina por muchos caminos. ¿Qué quiere usted decir con eso de que el tren le ha alcanzado? Puede que sea efecto de mi imaginación literaria, pero me parece que con eso quiere usted decir algo.

-Quiero decir todo y más que todo -gritó el otro-. Quiero decir que hemos caído en manos del Domingo.

-¿Hemos? -repitió el Profesor estupefacto-. Y ¿quiénes hemos caído?

-Los de la policía, nosotros, naturalmente! -dijo el Marqués, arrancándose el cuero cabelludo y la otra media cara.

Y decubrió una cabeza rubia, bien peinada, lisa -la cabeza típica del alguacil inglés- y una cara sumamente pálida.

-Soy el inspector Ratcliffe -dijo con una precipitación que ya era dureza-. Mi nombre es harto conocido en la policía; ya comprendo de sobra que ustedes también pertenecen al servicio. Pero, por si hay dudas... -y sacó la clásica tarjetita azul del chaleco. El Profesor hizo un gesto de cansancio:

-Por Dios -dijo-, no nos la muestre usted que ya tenemos bastantes para un juego de naipes.

El joven Bull tuvo, como suelen tener muchos hombres que parecen estar llenos de vivacidad vulgar, un rasgo de verdadero buen gusto. Fue él quien salvó la situación. En mitad de esta escena de transformismo, se adelantó algunos pasos con toda la gravedad de un padrino duelista, y se dirigió en estos términos a los dos padrinos del Marqués.

-Caballeros: les debemos a ustedes una satisfacción muy clara. Pero ante todo he de asegurar a ustedes que no han sido víctimas de una bajeza, como podrían suponerlo, ni de nada que pueda afectar el honor de un hombre. No han perdido ustedes su tiempo. Han ayudado a una obra de salvación. No somos bufones, sino pobres hombres que luchamos contra una inmensa conspiración. Una sociedad secreta de anarquistas nos anda dando caza como a unas liebres. No se trata de esos desdichados locos que, atiborrados de filosofía alemana, se atreven de cuando en cuando a lanzar una bomba, no, sino de toda una iglesia rica, poderosa, fanática. Una iglesia del pesimismo oriental, que está empeñada en aniquilar a los hombres como si fueran una plaga. Del encarnizamiento con que nos persiguen, ya pueden ustedes juzgar por el hecho de que nos obligan a usar estos disfraces, de que pido a ustedes perdón, y a cometer estas locuras de que les ha tocado a ustedes ser víctimas. 

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