sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


TRIGÉSIMA ENTREGA


21.


MI JURAMENTO (2)


Entraron todos, dejándome sola. Me llegó olor a humo y vi un tenue penacho que ascendía desde la roca que cubría la cima de la colina. Salieron y se acercaron a mí de uno en uno. El más joven fue el primero; me cogió las manos, me miró a los ojos y habló en su lengua, que yo no comprendía. Percibí su ansiedad por lo que yo pudiera hacer con el conocimiento que estaba a punto de recibir. Con la inflexión de su voz, el ritmo y las pausas, me estaba diciendo que por primera vez el bienestar de su gente quedaría a expensas de la Mutante.

La siguiente fue la mujer a la que conocía por Cuentista. También ella me cogió las manos y me habló. Bajo el ardiente sol, su rostro parecía más negro, sus finas cejas de color negro azulado como el de una pluma de pavo real, y el blanco de sus ojos como la tiza. Hizo una seña a Outa para que se acercara y sirviera de intérprete. Mientras ella sostenía mis dos manos y me miraba directamente a los ojos, él me tradujo sus palabras:

“La razón por la que has venido a este continente es el destino. Hiciste un pacto antes de nacer para encontrarte con otra persona y trabajar juntas en beneficio mutuo. El acuerdo decía que no os buscaríais hasta que hubieran pasado cincuenta años por lo menos. Ahora ha llegado el momento. Conocerás a esa persona porque nacisteis en el mismo momento y se producirá el reconocimiento a nivel de las almas. El pacto se hizo en el más alto nivel de vuestra existencia eterna.”

Quedé impresionada. Aquella anciana mujer del interior de Australia me repetía lo mismo que me había dicho aquel extraño joven a mi llegada en el salón de té.

Entonces Cuentista cogió un puñado de arena y me lo puso en la palma de la mano. Luego cogió otro, abrió los dedos y dejó que la arena se filtrara entre ellos, indicándome que la imitara. Lo mismo se repitió cuatro veces en honor de los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. Un residuo de polvo se me quedó pegado a los dedos.

Fueron saliendo de uno para cogerme los dedos y hablarme. Pero Outa no volvió a hablar por ellos. Después de hablar conmigo, todos volvían a entrar en la cueva. Guardiana de Tiempo fue una de las últimas en salir, y lo hizo acompañada de Guardiana de la Memoria. Nos cogimos las tres de las manos y caminamos en círculo. Luego tocamos la tierra con los dedos aun entrelazados y después nos erguimos y extendimos los brazos hacia el cielo. Hicimos esto mismo siete veces para honrar a las siete direcciones: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo, dentro.

Casi al final se acercó a mí Hombre Medicina. El anciano fue el último. Outa lo acompañaba. Me dijo que los lugares sagrados de los aborígenes, incluyendo los de la tribu de los Auténticos, ya no les pertenecían. El punto de encuentro tribal más importante fue en otro tiempo Uluru, que ahora se llamaba Ayers Rock, y que es un gigantesco montículo rojizo en el centro del país. Es un monolito de trescientos ochenta y cuatro metros, el más grande de la Tierra, que se eleva sobre la llanura. Ahora se ha convertido en un lugar para turistas, que lo escalan como hormigas para luego regresar al autocar y pasarse el resto del día flotando en las piscinas antisépticas de los hoteles cercanos, tratadas con cloro. A pesar de que el gobierno afirma que pertenece tanto a  los legitimistas ingleses como a los aborígenes, es evidente que ya no es sagrado y que no puede utilizarse para nada que no sea remotamente sagrado. Hace unos cientos setenta y cinco años los Mutantes empezaron a tender las líneas del telégrafo por las vastas extensiones desiertas. Los aborígenes tuvieron que buscar un lugar diferente para la asamblea de sus naciones. Desde entonces se han ido eliminando todas las tallas artísticas e históricas y todas las reliquias. Algunos de los objetos fueron depositados en museos australianos, pero la mayoría se exportaron. Se saquearon las tumbas y se despojaron los altares. La tribu cree que los Mutantes fueron tan insensibles como para suponer que las formas de culto aborígenes desaparecerían si ellos les arrebataban los lugares sagrados. Jamás les pasó por la cabeza que pudieran buscarse otros. Fue un golpe devastador para las asambleas multitribales y el principio de lo que ha degenerado en la destrucción total de las naciones aborígenes. Algunos intentaron luchar y murieron en una batalla perdida. La mayoría se sumergió en la sociedad del hombre blanco buscando la bondad prometida, que incluía alimentos sin límite, y murieron en la pobreza, la forma legal de esclavitud.

Los primeros habitantes blancos de Australia fueron los presos que llegaron encadenados en barcos para resolver el problema del hacinamiento en los penales británicos. Incluso los militares que enviaban como guardianes eran hombres a los que los tribunales reales consideraban prescindibles.

No era de extrañar que los convictos liberados tras cumplir condena, sin dinero y ningún tipo de rehabilitación, se convirtieran en salvajes capataces. Las personas sobre las que ejercían su poder tenían que ser menos personas que ellos mismos.

Los aborígenes desempeñaron ese papel.

Outa me reveló que su tribu había sido guiada de vuelta a aquel lugar sagrado unas doce generaciones atrás.

“Este lugar sagrado ha mantenido viva a nuestra gente desde el principio de los tiempos, cuando la tierra estaba cubierta de árboles, incluso cuando llegó el gran diluvio que lo cubrió todo. Nuestra gente se encontraba a salvo aquí. No ha sido detectado por vuestros aviones, y tu gente no sobrevive en el desierto el tiempo suficiente para localizarlo. Muy pocos seres humanos saben que existe. Tu gente nos ha arrebatado los objetos ancestrales de nuestra raza. Ya no poseemos nada salvo lo que verás aquí, bajo la superficie de la tierra. No hay ninguna otra tribu aborigen a la que le queden objetos materiales relacionados con su historia. Los Mutantes los han robado todos. Esto es todo lo que queda de una nación entera, de una raza, de los Auténticos Hombres de Dios, los únicos seres humanos auténticos que quedan sobre el planeta.”

Esa tarde Mujer que Cura se acercó a mí por segunda vez. Llevaba un recipiente con pintura roja. Los colores que ellos utilizan representan, entre otras cosas, los cuatro componentes del cuerpo: huesos, nervios, sangre y tejidos. Con gestos e instrucciones mentales me indicó que me pintara la cara de rojo. Así lo hice. Entonces salieron todos los demás y, mirando a cada uno de ellos a los ojos, juré de nuevo una y otra vez que jamás revelaría el emplazamiento del lugar sagrado.

Tras esto, me escoltaron al interior.

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