TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
CAPÍTULO NOVENO (6)
EL HOMBRE DE LAS GAFAS (6)
El nuevo aliado era un huracán en materia de cosas prácticas. En la oficina de informaciones preguntó con brevedad de hombre de negocios, las horas de salida de trenes para Dover. Obtenidos los informes, hizo entrar a todos en un coche y, antes de que hubieran podido percatarse, ya los había instalado en el asiento del ferrocarril. Y antes de poder charlar a sus anchas, ya estaban a bordo del bote para Calais.
-Ya tenía yo decidido almorzar en Francia; me alegro de almorzar ahora en buena compañía. Comprenderán ustedes que no puedo menos de mandar por ahí al Marqués con su bomba, porque el Presidente no aparta los ojos de mí, aunque Dios sabe cómo. Algún día les contaré algo de esto. Es de lo más extravagante. Cada vez que me duermo un poco, me encuentro de manos a boca con el Presidente, que ya me sonríe desde el mirador de un club, ya me saluda con el sombrero desde la imperial de un ómnibus. Les diré: ustedes pensarán lo que gusten, pero ese hombre está vendido al diablo: puede estar presente en seis partes diferentes a un tiempo.
-De modo -preguntó el Profesor- que ya envió usted por delante al Marqués, si no he oído mal. ¿Hace mucho tiempo? ¿Podremos todavía darle alcance?
-Sí -contestó el guía-. Todo está calculado. Cuando lleguemos, todavía estará en Calais.
-Pero, una vez que le demos caza en Calais -dijo el Profesor- ¿qué hacemos?
A esta pregunta, el Dr. Bull perdió aplomo por primera vez. Reflexionó un poco, y dijo:
-En principio, supongo que debemos llamar a la policía.
-No opino yo así -opuso Syme-. En principio, prefiero echarme al agua. Yo le he dado mi palabra de honor de no decir nada a la policía a un pobre sujeto que es un tipo de pesimista moderno. Y, aunque no entiendo mucho de casuística, no me decido a quebrantar la palabra dada a un pesimista moderno. Sería como quebrantar la palabra empeñada a un niño.
-Yo estoy embarcado en el mismo barco -dijo el Profesor-. Ya he pensado en acudir a la policía, pero cierto estúpido compromiso me lo impide. Cuando yo era actor, en todo acostumbraba meterme. El único crimen que no he cometido es la traición, el perjurio. Si en éste hubiera yo incurrido, habría perdido la última noción del bien y del mal.
-También yo he pasado por eso -dijo el Dr. Bull- y he tomado mi decisión. Le he dado mi palabra al Secretario: ya sabe usted, el de la risa torcida. Amigos míos: ese hombre es el más desdichado de los hombres. Será su digestión, o su conciencia, o sus nervios, o su filosofía o lo que fuere: pero ese hombre está condenado; la vida es para él un infierno. A un hombre como éste yo no puedo traicionarlo ni dedicarme a perseguirlo: sería como azotar a una liebre. Puede que sea una locura mía, pero, con toda sinceridad, yo así lo pienso.
-No me parece locura -dijo Syme; ya sabía yo que usted pensaría así desde el momento en que...
-¿Qué?
-Desde el momento en que se quitó usted las gafas.
El Dr. Bull sonrió y se dirigió al puente para contemplar el juego del sol en el agua. Después volvió a sus compañeros, dando grandes taconazos, y entre todos se produjo un amistoso silencio.
-¡Bueno! -dijo Syme-. Parece que todos tenemos la misma moralidad o la misma inmoralidad. Veamos, pues, de sacar las consecuencias prácticas de nuestra situación.
-¡Sí! -afirmó el Profesor-. Tiene usted mucha razón. Y hay que apresurarse, porque ya veo desde aquí asomar las narizotas al cabo de Gris-Nez.
-La principal consecuencia -continuó Syme- es que estamos solos en este planeta, Gogol se ha ido. Dios sabe dónde; tal vez el Presidente lo haya aplastado como a una mosca. En el Consejo quedamos tres contra tres, como los romanos que defendían el puente. Pero estamos peor que los contrarios, porque, en primer lugar, ellos pueden apelar a su organización y nosotros no. Y en segundo lugar...
-Porque uno de esos tres contrarios -dijo el Profesor- no es un hombre.
Syme asintió y calló por breves instantes. Después dijo:
-He aquí lo que se me ocurre. Hagamos lo posible para retener el Marqués en Calais hasta mañana a medio día. Ya he examinado para mí más de veinte planes distintos. No podemos denunciarlo como dinamitero, esto queda entendido. Tampoco hacerlo prender por cualquier cargo insignificante, porque tendríamos que aparecer en el pleito. Él nos conoce, y se olería algo. Tampoco podemos inmovilizarlo bajo pretexto de trabajos anarquistas; por muchas tragaderas que tenga, no se tragaría lo de quedarse en Calais mientras que el Zar pasea sano y salvo en París. Podríamos intentar secuestrarlo y encerrarlo nosotros mismos, pero es aquí muy conocido; cuenta con una verdadera guardia de corps entre sus amigos, es hombre fuerte y valeroso y el éxito no sería seguro. No veo más que aprovechar las mismas circunstancias que favorecen al Marqués. Quiero aprovecharme, del hecho de que tiene muchos amigos y frecuenta la mejor sociedad...
-¿Qué diablos está usted diciendo? -exclamó el Profesor.
-La familia de los Symes -continuó Syme- aparece mencionada por primera vez en el siglo XIV; según cierta tradición, uno de ellos fue a Bannockburn en el séquito de Bruce. A partir de 1350, nuestro árbol genealógico está ya bien establecido.
-Se ha vuelto loco -dijo el Doctorcete sorprendido.
-Nuestras armas -continuó Syme imperturbable- son: cheurrón de gules en campo de plata, con tres cruces flordeliseadas. La divisa es variable.
El Profesor cogió brutalmente a Syme por la solapa.
-Ya estamos para desembarcar -le dijo-. ¿Está usted mareado o haciendo chistes inoportunos?
Syme contestó sin desconcertarse:
-Mis observaciones tienen un sentido práctico casi doloroso: la casa de San Eustaquio también es muy antigua. El Marqués no puede negar que yo sea un gentleman. Y para poner fuera de discusión este asunto, me propongo, a la primera oportunidad, arrancarle el sombrero de la cabeza. Pero hemos llegado al puerto.
Desembarcaron deslumbrados por el resplandor del sol. Syme hacía ahora de guía, como Bull lo había hecho en Londres. Llevó a sus amigos a lo largo de una avenida que recorre la playa hasta unos cafés que, escondidos entre la verdura, dominan la marina. Syme caminaba adelante con aire fanfarrón y blandiendo el bastón como si fuera una espada. Se proponía llegar hasta el último café, pero se detuvo súbitamente. Impuso silencio con un gesto. Su dedo enguantado señaló a una mesa donde, bajo la espesura del follaje, estaba sentado el Marqués de San Eustaquio. Sus dientes blancos brillaban entre la barba espesa y negra. Su cara morena y audaz, matizada por un ligero sombrero de paja, resaltaba sobre la mar violeta.
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