martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                              
"EL OSO".


19. SOBRE LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS (2)


Tal vez el principal obstáculo que nos impide comprender la muerte es que nuestro inconsciente es incapaz de aceptar que nuestra existencia deba terminar. Sólo ve la interrupción de la vida bajo el aspecto de un final trágico, un asesinato, un accidente mortal o una enfermedad repentina e incurable. Es decir, un dolor terrible. Para la mente del médico la muerte significaba otra cosa: un fracaso. Yo no podía dejar de observar que todo el mundo en el hospital evitaba el tema de la muerte.

En ese moderno hospital, morir era un acontecimiento triste, solitario e impersonal. A los enfermos terminales se los llevaba a las habitaciones de la parte de atrás. En la sala de urgencias se dejaba a los pacientes absolutamente solos mientras los médicos y los familiares discutían sobre si había que decirles o no lo que tenían. Para mí, la única pregunta que era necesario plantearse era "¿Cómo se lo decimos?". Si alguien me hubiera preguntado cuál era la situación ideal para un moribundo yo habría retrocedido hasta mi infancia y contado la muerte del granjero que se fue a su  casa para estar con sus familiares y amigos. La verdad siempre es lo mejor.

Los grandes adelantos de la medicina habían convencido a la gente de que la vida debe transcurrir sin dolor. Puesto que la muerte iba asociada con el dolor, la evitaban. Los adultos rara vez  hablaban de algo que tuviera que ver con ella. Si era forzoso hablar, se enviaba a los niños a otra habitación. Pero los hechos son incontrovertibles. La muerte forma parte de la vida, es la parte más importante de la vida. Los médicos, que eran muy duchos en prolongar la vida, no entendían que la muerte forma parte de ella. Si no se tiene una buena vida, incluso en los momentos finales, entonces no se puede tener una buena muerte.

La necesidad de explorar esos temas a nivel científico era tan grande que fue inevitable que la responsabilidad recayera sobre mis hombros. Tal como ocurría con las clases que impartía mi mentor el profesor Margohn, mis charlas sobre la esquizofrenia y otras enfermedades mentales se consideraban heterodoxas, pero eran muy populares en la Facultad de Medicina. Los alumnos más osados e inquisitivos comentaron mi experiencia con los cuatro estudiantes de teología. Poco después de Navidad, un grupo de alumnos de las facultades de Medicina y Teología me preguntaron si podía organizar otra entrevista con un enfermo moribundo.

Acepté intentarlo, y seis meses después, a mediados de 1967, ya dirigía un seminario todos los viernes. No asistía a él ni un solo médico del hospital, hecho que reflejaba la opinión que les merecían mis clases, pero éstas tenían muchos adeptos entre los alumnos de medicina y teología; asistía además un sorprendente número de enfermeros, enfermeras, sacerdotes, rabinos y asistentes sociales. Dado que muchas personas tenían que permanecer de pie, trasladé el seminario a un aula más amplia, aunque la entrevista con el enfermo moribundo la realizaba en una sala más pequeña provista de un cristal reflectante sólo transparente por un lado, y de un sistema audiotransmisor, para que por lo menos existiera la ilusión de intimidad.

Todos los lunes comenzaba a buscar un paciente. Nunca fue fácil, dado que la mayoría de los médicos me creían trastornada y consideraban que en los seminarios explotábamos a los enfermos.

Mis colegas más diplomáticos se disculpaban diciendo que sus pacientes no eran buenos candidatos. La mayoría sencillamente me prohibía hablar con sus pacientes más graves. Una tarde estaba con un grupo de sacerdotes y enfermeras en mi despacho cuando sonó el teléfono y por el receptor se oyó la voz estridente y furiosa de un médico: "¿Cómo tiene el descaro de hablarle a la señora K. de la muerte cuando ni siquiera sabe lo enferma que está y es posible que vuelva nuevamente a su casa?”

Justamente, ése era el problema. Los médicos que evitaban mi trabajo y mis seminarios por lo general tenían pacientes a los que, lamentablemente, les resultaba difícil enfrentarse a su enfermedad. Dado que los médicos estaban tan ocupados con sus propias preocupaciones, los enfermos ni siquiera tenían la oportunidad de hablar de sus temores.

Mi objetivo era romper esa capa de negación profesional que prohibía a los enfermos hablar de sus preocupaciones más íntimas. Recuerdo una de las frustrantes búsquedas de un enfermo adecuado para entrevistar, que ya he contado antes. Médico tras médico me informaron que en su sector no se estaba muriendo nadie. De pronto vi en el pasillo a un anciano que estaba leyendo un diario, bajo el titular "Los viejos soldados nunca mueren". Por su apariencia pensé que su salud estaba en declive y le pregunté si le molestaba leer sobre esos temas. Me miró con desdén, como si yo fuera igual que los demás médicos que preferían no tener que ver con la realidad. Bueno, resultó ser fabuloso para la entrevista.

Mirando en retrospectiva, creo que mi sexo influía mucho en la resistencia con que me encontraba. Al ser una mujer que había sufrido cuatro abortos espontáneos y dado a luz a dos hijos sanos, yo aceptaba la muerte como parte del ciclo natural de la vida. No tenía otra alternativa; era inevitable. Era el riesgo que se asume cuando se da a luz, a la vez que el riesgo que se acepta simplemente por estar viva. Pero la mayoría de los médicos eran hombres y, a excepción de unos pocos, para todos la muerte significaba una especie de fracaso.

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