miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


VIGESIMOSEXTA ENTREGA
                           

SEGUNDA PARTE


I (12)

Cuando hubieron ensillado la mula, reemprendieron la marcha; el mestizo siempre agarrado al estribo. Iban silenciosos; a veces aquél tropezaba. Despuntaba el gris falso del amanecer. En lo más hondo de la conciencia del sacerdote ardía una brasa diminuta de cruel satisfacción: aquel era Judas enfermo, inseguro y asustado en las tinieblas. No tenía más que pegar a la mula para dejarle abandonado en el bosque. En una ocasión la pinchó con la punta del palo obligándola a tomar un trote cansino, y pudo darse cuenta de los tirones del atravesado en el estribo para retenerle. Oyó un gemido que sonó como un “Madre de Dios”, y dejó a la mula relajar el paso. Oraba en silencio -Dios me perdone-. Cristo también había muerto por aquel hombre. ¿Cómo pretendía él con su orgullo, lujuria y cobardía ser más digno de aquella muerte que aquel mestizo? Aquel hombre intentaba venderlo por un dinero que necesitaba, y él había traicionado a Dios por una lujuria que ni siquiera era auténtica. Preguntó:

-¿Está usted malo? -y no tuvo contestación. Se apeó y le invitó-. Suba. Yo andaré un rato.

-Estoy muy bien -replicó el hombre con tono de aversión.

-Mejor irá montado.

-Cree usted que es espléndido -dijo el hombre-. Ayudar a los enemigos. Eso es cristiano, ¿no es verdad?

-¿Es usted mi enemigo?

-Eso es lo que usted se cree. Piensa que quiero los setecientos pesos: tal es la recompensa. Cree que un pobre como yo no puede hacer menos que contar a la policía...

-Tiene usted fiebre.

El hombre contestó con voz doliente y falsa:

-Tiene usted razón, desde luego.

-Lo mejor es que monte.

El hombre casi se cayó. Tuvo que auparlo. Se torcía lamentablemente sobre la mula, con la boca casi al mismo nivel de la suya, echándole a la cara su aliento enfermizo.

Habló así:

-Un pobre no puede escoger. Padre. Ahora, si yo fuese rico, un poco rico nada más, sería bueno.

De pronto, sin motivo, él pensó en las “Hijas de María” comiendo pasteles. Contuvo la risa y dijo:

-Lo dudo...

¡Si aquello era bondad!

-¿Qué ha dicho usted, Padre? No se fía usted de mí -se lamentó el hombre- porque soy pobre y porque...

Se desplomó sobre la silla respirando con dificultad y tiritando. El cura le sostuvo con una mano y continuaron con lentitud hacia Carmen. No era conveniente: no podía permanecer allí, sería imprudente incluso entrar en la ciudad, pues si le reconocían le costaría la vida a alguno, ya que cogerían un rehén. En algún sitio distante cantó un gallo; la bruma subía, desde la tierra empapada, hasta la altura de las rodillas, y él pensó en la luz del magnesio perdiéndose en el salón de la iglesia entre las mesas del banquete. ¿A qué hora cantaban los gallos?

Una de las cosas más incómodas en aquellos días era la falta de relojes; podíase andar durante un año sin oír ninguno. Se fueron con las iglesias y no le quedaban a uno para medir el tiempo más que las perezosas auroras grises y las noches estrelladas.

Poco a poco se hizo visible el atravesado, hundido sobre el arzón, con los caninos colmillos sobresaliendo de la boca abierta; en realidad, pensó el cura, merecía la recompensa; setecientos pesos no eran gran cosa, pero con ellos era probable pudiese vivir, en aquella polvorienta y abandonada aldea, un año entero. Volvió a reírse, sin motivo: nunca podía tomar del todo en serio las complicaciones del destino, y precisamente, pensó, era posible que un año sin ansiedades salvara el alma de aquel hombre. Bastaba con volver del revés cualquier situación para que brotaron esos pequeños absurdos contradictorios. Él había abierto camino al desespero de él y había surgido un alma humana y un amor; no de la mejor clase, pero amor de todos modos.

El mestizo dijo de pronto:

-Es el destino. Una vez me lo dijo un adivino... una recompensa...

Él lo sostenía con firmeza en la silla y seguía andando; sus pies sangraban, pero se curtirían pronto. Un extraño silencio caía sobre la selva y de la tierra se alzaba un velo de niebla. Era como un armisticio, el momento en que cesan los tiros por ambos lados. Podíase imaginar al mundo entero escuchando lo que jamás había oído antes: la paz.

Una voz dijo:

-Usted es el cura, ¿no es cierto?

-Sí.

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