martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                              

"EL OSO".

19. SOBRE LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS (1)


Mi vida era un juego malabar que habría asustado a Freud y a Jung. Además de arrostrar el terrible tráfico del centro de Chicago, encontrar una persona que me llevara la casa, batallar con Manny para que me permitiera tener mi propia cuenta corriente y hacer las compras, preparaba mis charlas y era el enlace psiquiátrico con los demás departamentos del hospital. A veces tenía la impresión de que me sería imposible cargar con ni una sola responsabilidad más.

Pero un día del otoño de 1965 golpearon a la puerta de mi despacho. Cuatro alumnos del Seminario Teológico de Chicago se presentaron y me dijeron que estaban haciendo investigaciones para una tesis en que proponían que la muerte es la crisis definitiva que la gente tiene que enfrentar.

No sé cómo habían encontrado una trascripción de mi primera charla en Denver, pero alguien les dijo que yo también había escrito un artículo; no lograban encontrarlo y por eso acudían a mí.

Se llevaron una desilusión cuando les dije que ese artículo no existía, pero los invité a sentarse y charlar. No me sorprendió que los alumnos del seminario estuvieran interesados en el tema de la muerte y la forma de morir. Tenían tantos motivos para estudiar la muerte como cualquier médico; también trataban con moribundos. Ciertamente se planteaban preguntas sobre la muerte y el morir que no se podían contestar leyendo la Biblia.

Durante la conversación reconocieron que se sentían impotentes y confusos cuando la gente les hacía preguntas acerca de la muerte. Ninguno de ellos había hablado jamás con moribundos ni había visto un cadáver. Me preguntaron si se me ocurría de qué modo podrían tener esa experiencia práctica. Incluso sugirieron observarme cuando yo visitaba a un moribundo. En esos momentos yo no sabía lo que me ofrecían con esa propuesta: un acicate para mi trabajo con la muerte y la forma de morir.

Durante la semana siguiente pensé en que mi trabajo como enlace psiquiátrico me brindaba la oportunidad de comunicarme con pacientes de los departamentos de oncología, medicina interna y ginecología. Algunos padecían enfermedades terminales, otros tenían que esperar sentados, solos y angustiados, los tratamientos de radio y quimioterapia, o simplemente que les hicieran una radiografía. Pero todos se sentían asustados y solos, y ansiaban angustiosamente poder hablar con alguien de sus preocupaciones. Yo hacía eso de modo natural. Les hacía una pregunta y era como abrir una compuerta.

Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por "explotarlos". En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.

Finalmente un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo así como "Pruebe con ése, no le puede hacer daño". Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me dijo que los trajera inmediatamente.

-No, los traeré mañana -le dije.

Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le quedaba muy poco tiempo, pero no lo escuché. Al día siguiente llevé a los cuatro seminaristas a su habitación, pero se había debilitado muchísimo más, de modo que apenas pudo pronunciar una o dos palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por la mejilla.

-Gracias por intentarlo -le susurré.

Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.

Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa primera lección fue muy dura, y no la olvidaría jamás.

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