miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


VIGESIMOQUINTA ENTREGA
                          

SEGUNDA PARTE

I (11)

Apoyado en la puerta, el mestizo dormía inquieto. ¡Cuan poco alimento bastaba a su orgullo! En todo el año sólo había celebrado cuatro misas y oído acaso un centenar de confesiones. Le parecía que el más zote de cualquier seminario lo habría hecho tan bien... o mejor. Se levantó con gran precaución y anduvo de puntillas con los pies desnudos sobre el suelo. Necesitaba llegar a Carmen y marcharse de prisa antes que aquel hombre...

Tenía la boca abierta mostrando las encías desdentadas, ásperas y descoloridas; entre sueños gruñía y luchaba; después se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Daba una sensación de abandono como si hubiera desechado toda lucha desde aquel momento y yaciera en tierra víctima de algún poder... Él no tenía más que pasar sobre sus piernas y empujar la puerta: se abría hacia fuera.

Pasó una pierna sobre el cuerpo y una mano le agarró el tobillo.

-¿Adónde va usted?

-Necesito aliviarme -contestó él. La mano aún retenía su tobillo.

-¿Por qué no puede usted hacerlo aquí? -gruñía el hombre-. ¿Qué se lo impide, Padre? Porque yo creo que es usted un Padre, ¿verdad?

-Tengo un hijo -replicó él-, si es eso lo que usted quiere decir.

-Ya sabe usted lo que quiero decir. Es usted entendido en las cosas de Dios, ¿no es verdad? –La cálida mano se adhería-. Tal vez lo trae usted ahí, en el bolsillo. Lo lleva consigo por ahí, ¿verdad?, para el caso que haya un enfermo... Pues yo estoy enfermo. ¿Por qué no me lo da? ¿O es que cree usted que no querría nada conmigo... si supiera?

-Tiene usted fiebre.

Pero el hombre no quería callarse. El cura se acordaba de un surtidor de petróleo descubierto tiempo atrás cerca de Concepción; el terreno, al parecer, no era bueno para justificar nuevas operaciones, pero durante cuarenta y ocho horas la negra fuente, salida del suelo estéril y pantanoso, lanzó contra el cielo cincuenta mil galones por hora que fluyeron para derrocharse. Tal es a veces el sentido religioso en el hombre lanzado de pronto hacia lo alto cual negra columna de gases e impurezas, derramándose para perderse luego para siempre.

-Voy a decirle lo que yo he hecho. Es misión suya el escucharme. He tomado dinero de las mujeres para hacer lo que usted sabe, y he dado dinero a los muchachos.

-No quiero oírle.

-Es su obligación.

-Está usted equivocado.

-¡Oh, no! No lo estoy. No puede usted engañarme. Escuche. He dado dinero a los muchachos; ya sabe usted lo que quiero decir. Y he comido carne en viernes. -La mezcla horrible de lo indecoroso, lo trivial y lo grotesco se disparaba entre los dos colmillos amarillentos, y la mano agarrada al tobillo del cura temblaba más y más de fiebre-. He dicho mentiras, no he ayunado en cuaresma desde no sé cuántos años. Una vez tuve dos mujeres. Le diré a usted lo que hice...

Demostraba una vanidad inmensa; era incapaz de imaginar un mundo en el cual no era más que un detalle vulgar; un mundo de perfidia, violencia y lujuria en el cual su ignominia fuera en conjunto insignificante. ¡Cuán a menudo había el sacerdote escuchado la misma confesión! ¡El hombre es tan limitado! No tiene siquiera la habilidad de inventar un vicio nuevo: los animales saben tanto como él. Fue para este mundo que murió Cristo: cuanta más corrupción hay en el mundo, tanto más resplandece la gloria que rodea su muerte. Resulta demasiado fácil morir por lo bueno o hermoso, por el hogar o los hijos o la civilización: fue necesario un Dios que muriese por los hombres mezquinos y corrompidos. Inquirió:

-¿Por qué me cuenta todo esto?

El hombre yacía agotado sin decir nada; empezaba a sudar; su mano aflojó la presa del tobillo. El cura empujó la puerta y salió; la oscuridad era completa. ¿Cómo encontrar la mula? Estuvo escuchando; se oyó un rugido no muy lejos. Se aterrorizó. Detrás, en la choza, la vela ardía; oíase un raro murmullo: el hombre lloraba. Volvió a recordar la tierra petrolífera con los charquitos negros y las burbujas hinchándose lentas, reventando después y empezando de nuevo.

Frotó una cerilla y anduvo recto hacia el frente: uno, dos, tres pasos y tropezó con un árbol. Una cerilla en la oscuridad inmensa no tenía más eficacia que una luciérnaga. Murmuró: “Mula, mula”, con temor de gritar para que el atravesado no le oyera; además era inverosímil que la estúpida bestia le diese contestación alguna. La odiaba con su cabeza bamboleante de mandarín, su boca voraz y masculladora, su olor a sangre y basura. Encendió otra cerilla y empezó de nuevo, y de nuevo a los pocos pasos encontró un árbol. En la choza continuaba el sonido gangoso del llanto.

Necesitaba llegar a Carmen y salir antes de que aquel hombre hallase medio de comunicar con la policía. Otra vez empezó: uno, dos, tres... y súbitamente el grito grotesco de la mula salió de la oscuridad; estaba famélica, o acaso venteaba cualquier animal. Hallábase atada unas yardas detrás de la choza donde no llegaba la luz de la vela. Las cerillas se gastaban de prisa, pero después de dos tentativas más la encontró. El atravesado la había desguarnecido y escondido la montura; no podía perder más tiempo en buscarla. Montó y sólo entonces se dio cuenta de cuan imposible resultaba ponerla en marcha sin tener siquiera un trozo de cuerda para atarle al cuello; probó retorciéndole las orejas, pero no eran más sensibles que un aldabón. Permanecía plantado allí como una estatua ecuestre. Encendió una cerilla y le acercó la llama al costado; ella dio de pronto un par de coces y él dejó caer la cerilla; quedose quieta de nuevo con su triste cabeza caída y sus ancas antediluvianas. Una voz acusadora le dijo:

-Me deja usted aquí... para que me muera.

-Tontería -contestó él-. Tengo prisa. Por la mañana estará usted ya bien, pero yo no puedo aguardar.

Algo se movió en la oscuridad y luego una mano asió su pie desnudo.

-No me deje solo -gimió la voz-. Apelo a usted como cristiano.

-No le sucederá nada malo aquí.

-¿Cómo lo sabe usted, con el gringo por ahí?

-Yo no sé nada del gringo. No encontré a nadie que lo haya visto. Además, sólo es un hombre... como uno de nosotros.

-No quiero quedarme solo. Tengo un presentimiento...

-Muy bien -concedió él con hastío-, tráigame la montura.

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