miércoles

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


TRIGÉSIMA ENTREGA

SEGUNDA PARTE


18. MATERNIDAD

Durante el tiempo en que di esas charlas, en las que también traté otros temas además del de la muerte, trabajé motivada por una finalidad, pero cuando volvió el profesor Margolin, tuve la impresión de que se desvanecía esa motivación. No obstante, la necesitaba tanto que envié una solicitud al Instituto Psicoanalítico de Chicago, aunque la sola idea de pasar cada día varias horas sometida al psicoanálisis era suficiente para odiarme a mí misma, y ese sentimiento se hizo más fuerte cuando a comienzos de 1963 me aceptaron la solicitud. Pero entonces tuve la disculpa para rechazarla: descubrí que estaba embarazada.

Al igual que me ocurriera con Kenneth, presentí que ese bebé iba a llegar a término. Incluso me hice una pequeña operación que según mi tocólogo era necesaria para "mantener al bebé en el horno". Pero durante los nueve meses estuve en perfecto estado de salud tanto en lo físico como en lo emocional. No tuve dificultad para compaginar mi trabajo en el hospital, donde llevaba un pabellón de personas muy perturbadas, con mi vida doméstica. Kenneth, que por entonces tenía tres años y era muy activo y alegre, estaba feliz ante la perspectiva de tener un hermanito o hermanita.

El 5 de diciembre de 1963 rompí aguas, cuando acababa de dar una charla. Era demasiado pronto para que comenzara el parto, pero me senté ante mi escritorio y le pedí a un alumno que llamara a Manny. Puesto que trabajaba en el mismo edificio, éste llegó a los pocos minutos. Aunque yo me sentía perfectamente bien, igual que momentos antes, me llevó a casa y llamó por teléfono al tocólogo. Éste no se preocupó especialmente y me dijo que descansara y fuera a verlo en su consulta el lunes. Simplemente tenía que estar en cama, controlarme la temperatura y evitar hacer esfuerzos, me dijo.

Eso es fácil de decir para un hombre. Si me iban a hospitalizar el lunes, tenía que haceralgunos preparativos. Me pasé el fin de semana cocinando platos para congelar, para Manny y Kenneth, y dejando lista una maleta con ropa. El lunes por la mañana me sentía bien, pero cuando entré en la consulta del tocólogo tenía la pared abdominal tan dura como una piedra. El médico se alarmó y asustó por esa anomalía. Pensó que era peritonitis, una peligrosa infección que se podría haber evitado si me hubiera visitado el día que rompí aguas.

Me llevaron a toda prisa al Hospital Católico, que estaba cerca, y allí las monjas se dispusieron a inducir el parto, mientras mi médico me informaba que era probable que el bebé fuera demasiado pequeño para sobrevivir. Ciertamente no iba a tolerar ningún tipo de analgésico, me dijo. Mientras me decía eso, yo ya estaba experimentando fuertes dolores. Un simple toque en el abdomen me producía un dolor terrible, oleadas tras oleadas de dolor, hasta dejarme extenuada.

Observé que las monjas habían preparado una mesa con un recipiente de agua bendita y todo lo necesario para el bautismo. Sabía lo que significaba eso; suponían que el bebé iba a morir. En lugar de ocuparse de mí y mi salud, querían asegurarse de poder bautizar al recién nacido antes de que muriera.

Durante cuarenta y ocho horas navegué por oleadas de dolores, perdiendo y recuperando el conocimiento. Manny estaba sentado a mi lado, pero no podía hacer nada para acelerar el parto.

Casi dejé de respirar una vez, y varias veces tuve la impresión de que me estaba muriendo. Hacia el final, el médico me puso una inyección espinal a fin de aliviarme el dolor, pero nada dio resultado. Lo que fuera a ocurrir tenía que ocurrir naturalmente. Por fin, después de dos días de dolores, oí el llanto de un recién nacido. "Es una niña", dijo alguien.

Aunque todos esperaban un bebé muerto, Barbara estaba muy viva y luchando por continuar así. Pesó casi 1,400 kilos. Alcancé a mirarle detenidamente la carita antes de que una monja se la llevara para ponerla en la incubadora. Más adelante yo haría notar la similitud con mi nacimiento, cuando era una "cosita de novecientos gramos" que nadie esperaba que sobreviviera. Pero entonces, agotada por los incesantes dolores, apenas tuve energías para sonreír por el nacimiento de la hija que tanto deseaba, y después caí en un sueño profundo y reparador.

Después de pasar tres días en el hospital, volví a casa, pero desgraciadamente no me permitieron llevarme a mi bebé. A la pequeña le costaba ganar peso, por lo cual los médicos consideraron que debía continuar en el hospital hasta que estuviera más fuerte. Durante la semana siguiente iba en coche hasta allí cada tres horas para amamantarla. A los pediatras no les sentó bien que les dijera que podía cuidar mejor de mi hija en casa, pero finalmente, al cabo de siete días, me puse mi bata blanca de laboratorio y yo misma saqué a mi hija del hospital.

Bueno, el cuadro estaba completo. Tenía un hogar, un marido y mis hermosos hijos Kenneth y Barbara. El trabajo en casa se multiplicó, pero recuerdo una noche cuando estaba en la cocina contemplando a Kenneth meciendo a su hermanita sobre las rodillas; Manny estaba sentado en su sillón leyendo. Mi pequeño mundo estaba en orden.

Sin embargo Manny, que era el único neuropatólogo de Denver, comenzó a sentirse inquieto e impaciente; allí no veía satisfechas sus ambiciones y ansiaba más estímulo intelectual. Yo lo comprendí y le dije que buscara otro puesto. Yo iría adondequiera que él encontrara una buena colocación para los dos.

En la primavera de 1965 llevé a los niños a Suiza a pasar unos días, y cuando volvimos Manny ya había encontrado puestos para los dos o bien en Albuquerque (Nuevo México) o en Chicago. No fue difícil hacer la elección.

A comienzos del verano nos trasladamos a Chicago. En realidad encontramos una casa moderna de dos plantas en Marynook, un barrio de clase media en que se practicaba la integración racial. Manny aceptó una buena oferta del Centro Médico de la Universidad Nororiental, y yo entré  en el departamento psiquiátrico del Hospital Billings, que estaba asociado con la Universidad de Chicago, y organicé las cosas para someterme a psicoanálisis en el Instituto Psicoanalítico.

El análisis no era algo que me entusiasmara mucho. Lo olvidé convenientemente hasta que un día sonó el teléfono cuando estaba sacando cosas de las cajas de mudanza. Oí una voz masculina autoritaria y arrogante. Eso ya me desmoralizó. Esta persona me llamaba para decirme que mi primera sesión con un analista muy bien seleccionado por el Instituto estaba programada para el lunes siguiente.

Le expliqué que acabábamos de mudarnos y que todavía no tenía a nadie con quien dejar a los niños, de modo que esa hora no me convenía. Pero él no aceptó excusas.

A partir de allí todo fue de mal en peor. Para la primera sesión me hicieron esperar cuarenta y cinco minutos. Cuando el analista me hizo entrar en su consulta, me senté y esperé sus instrucciones. No ocurrió nada. Transcurrió el tiempo en un terrible y rígido silencio. El analista se limitaba a mirarme tristemente. Me sentí como si me estuvieran torturando.

-¿Piensa seguir sentada ahí en silencio? -me preguntó finalmente.

Creí que ésa era la señal para que empezara a hablar, de modo que me esforcé por contarle cosas de mi vida cotidiana y de las dificultades que había supuesto para mí el hecho de ser trilhza.

Pero a los pocos minutos me interrumpió. Me dijo que no entendía una sílaba de lo que decía y que mi problema era evidente. Tenía un impedimento en el habla.

-No sé cómo el Instituto la ha elegido para adiestrarse en psicoanálisis. Ni siquiera sabe hablar.

Consideré que eso ya era suficiente. Me levanté y salí dando un portazo. Esa noche me llamó a casa para pedirme que volviera para otra sesión, aunque sólo fuera para poner término a nuestra aversión mutua. No sé qué loco motivo me indujo a aceptar. Pero la segunda sesión duró aún menos tiempo que la anterior. Llegué a la conclusión de que simplemente no nos caíamos bien y que notenía ningún sentido tratar de averiguar por qué.

De todas formas no renuncié al análisis. Después de pedir recomendaciones, al fin programé con el doctor Helmut Baum una serie de sesiones que continuaron durante treinta y nueve meses.

Finalmente comprendí que el análisis tenía cierto valor. Me sirvió para conocer con más profundidad mi personalidad, para explicarme por qué era tan testaruda e independiente. Todavía no me había convertido en entusiasta de la psiquiatría clásica, ni de los muy publicitados descubrimientos farmacéuticos de mi departamento. Encontraba que se confiaba demasiado a menudo en los medicamentos. Pensaba que no se tomaban suficientemente en cuenta las condiciones sociales, culturales y familiares del paciente. Tampoco me gustaba la insistencia en que había que publicar artículos científicos ni el relieve que se les daba. En mi opinión, se daba más importancia a los académicos que escribían esos trabajos que al trato a los pacientes y susproblemas.

Sin duda por ese motivo lo que me gustaba por encima de todo era trabajar con estudiantes de medicina. A ellos les interesaba discutir nuevas ideas, opiniones, actitudes y proyectos de investigación. Leían con avidez los estudios de casos clínicos. Deseaban tener experiencias propias.

En poco tiempo mi despacho se convirtió en un imán para esos alumnos, que propagaron el rumor de que en el campus existía un lugar donde se podían airear las opiniones y problemas ante una oyente paciente y comprensiva. Allí escuché todo tipo de preguntas imaginables. Y entonces ocurrió  algo que me demostró por qué no era casualidad que estuviera en Chicago.

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