VIGESIMOCUARTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
I (11)
Los mosquitos con las alas chamuscadas arrastrábanse sobre la cama terriza. El cura pensaba: “No debo dormirme: es peligroso. He de vigilarle”. Abrió el puño y alisó el papel. Se distinguían unas débiles líneas a lápiz, apenas visibles; palabras sueltas, pedazos de frases, cifras. Ahora que yo no tenía la caja, aquello era la única prueba restante de que la vida había sido distinta en otro tiempo; llevaba consigo aquello como un talismán, porque si la vida fue alguna vez de aquel modo, podría volver a serlo. La llama de la vela, en el aire de la pantanosa tierra baja, se agitaba despidiendo humo... Él sostenía junto a ella el papel y leía las palabras “Sociedad del Altar”, “Hermandad del Santísimo Sacramento”, “Hijas de María”; después levantó la vista y vio, a través de la oscura choza, los amarillos ojos palúdicos del mestizo que le observaban. Cristo no hubiera encontrado a Judas dormido en el huerto: Judas podía velar más de una hora.
-¿Qué papel es ése... Padre? -preguntó con halago, tiritando contra la puerta.
-No me llame Padre. Es una lista de semillas que he de comprar en Carmen.
-¿Sabe usted escribir?
-Sé leer.
Volvió al papel y le saltó a la vista un chistecito de leve impiedad escrito a lápiz, desvaído; algo acerca “de una sola substancia”. Se había referido a su propia corpulencia y al banquete recién comido; los feligreses no habían celebrado mucho el humorismo.
Se trataba de una comida dada en Concepción para celebrar el décimo aniversario de sus órdenes sagradas. Se sentaba presidiendo la mesa con... ¿quién estaba a su derecha? Había doce cubiertos; él había dicho algo sobre los apóstoles, también, que no se consideró del mejor gusto. Era entonces muy joven y le había impulsado una diablura benigna, rodeado de todas aquellas personas provectas, piadosas y respetables de Concepción que lucían sus lazos de hermandad y sus divisas.
Había bebido tan sólo un poco más de lo justo: en aquellos tiempos no estaba acostumbrado al licor. De pronto recordó a quién tenía sentado a su derecha: era Montes, el padre del que después fusilaron.
Aquél había hablado con cierta extensión. Había referido el progreso de la “Sociedad del Altar” durante el año anterior: tenía un saldo a su favor de veintidós pesos. Él lo había anotado como comentario; allí estaba: “S. del A.” 22. Montes se había mostrado anhelante por establecer una rama de la Sociedad de San Vicente de Paúl, y alguna mujer se había quejado de que se vendieran malos libros en Concepción, enviados en mulo desde la capital: su hijo había poseído uno titulado: “Un marido por una noche”. El cura, en su discurso, dijo que escribiría al gobernador sobre el asunto. En el momento de decir aquello, el fotógrafo local había disparado el magnesio; por lo tanto, podía recordarse a sí mismo en aquel instante, igual que si hubiera sido un extraño mirando desde fuera, atraído por el ruido, algún acontecimiento feliz, festivo y singular; notando con envidia, y tal vez un poco divertido, al cura gordo y juvenil el cual extendía autoritario una mano rechoncha mientras la lengua se recreaba gustosa con la palabra “Gobernador”. Las bocas se abrían de par en par, aleladas, y las caras destacaban con la palidez del magnesio, borrados los rasgos y la individualidad.
Aquel momento de autoridad le había devuelto de un tirón a la compostura; había dejado de solazarse y todos respiraron aliviados. Dijo:
-El saldo de veintidós pesos en las cuentas de la “Sociedad del Altar”, aunque del todo inusitado para Concepción, no es el único motivo de congratulación del año pasado. Las “Hijas de María” han aumentado en nueve el número de sus afiliadas, y la “Hermandad del Santísimo Sacramento” durante el otoño último hizo su retiro anual con más éxito que de costumbre. Pero no debemos descansar sobre los laureles, y os confieso que tengo proyectos que podéis encontrar algo alarmantes. Ya sé que me tenéis por hombre de ambiciones excesivas; bueno, yo quiero que Concepción tenga una escuela mejor; y ello significa un presbiterio mejor, también, por supuesto. Constituimos una gran parroquia y el cura tiene que mantener su rango. No pienso en mí, sino en la Iglesia. Y no nos detendremos ahí, aunque el reunir dinero para ello temo nos ocupe bastantes años, incluso en una ciudad tan importante como Concepción.
Mientras hablaba extendíase ante él una vida llena de serenidad. Tenía ambición: no había motivo para que no se hallase algún día en la capital del Estado, agregado a la catedral, dejando a otro que desempeñara sus deberes en Concepción. A un sacerdote activo siempre se le conoce por sus deudas. Continuaba agitando una mano rolliza y elocuente:
-Desde luego, aquí en Méjico, muchos peligros amenazan a nuestra querida Iglesia. En este Estado somos excepcionalmente dichosos: en el Norte hubo hombres que perdieron la vida, y nosotros debemos estar preparados -refrescó la boca seca con un trago de vino- para lo peor. Vigilad y rezad -continuó vagamente-, vigilad y rezad. El demonio como un león furioso...
Las “Hijas de María” le miraban con la boca entreabierta, el lazo azul celeste terciado sobre las oscuras blusas domingueras. Había hablado largo rato gozando con el sonido de su propia voz; había disuadido a Montes sobre el asunto de lo de San Vicente de Paúl, porque uno debe cuidar de no animar demasiado a los seglares; y había contado una historia encantadora sobre la agonía de una niña que moría de consunción, muy firme en su fe, a la edad de once años. Preguntó ella quién estaba a los pies de la cama, de pie, y le dijeron que “el Padre Fulano de Tal” y la niña dijo: “No, no. Conozco al Padre Fulano de Tal. Quiero decir aquel que lleva una corona de oro”. Uno de la “Hermandad del Santísimo Sacramento” había llorado. Todos se sentían muy felices. Además, era una historia verdadera, si bien no podía recordar del todo dónde la había oído referir. Tal vez la hubiera leído en algún libro. Alguien le llenó de nuevo el vaso. Respiró profundamente y dijo:
-Hijos míos...
Y como el mestizo se agitaba y gruñía junto a la puerta, él abrió los ojos, y la vida pasada se despegó como una etiqueta vieja; quedaba él, acostado, con pantalones rotos de peón, en una choza oscura sin ventilar y con la cabeza puesta a precio. El mundo en conjunto había cambiado, no había iglesia en parte alguna, ni ningún compañero del clero, excepto el Padre José, el desecho de la capital. Yacía escuchando la respiración pesada del mestizo y preguntándose por qué no habría seguido el mismo camino del Padre José conformándose con las leyes. Por demasiado ambicioso, pensaba; tal era el motivo. Quizá fuera el otro el mejor; siempre fue tan humilde que estuvo dispuesto a aceptar todas las burlas; en lo mejor de los tiempos nunca se consideró digno del sacerdocio. En una ocasión hubo una conferencia del clero parroquial en la capital, cuando los días felices del antiguo gobernador, y él recordaba al Padre José yendo siempre en último lugar, achicándose, medio oculto en una de las filas de atrás, sin abrir mucho la boca. No era así por demasiado escrupuloso, como algunos sacerdotes más intelectuales; siempre tuvo sencillamente un abrumador sentido de la presencia de Dios. Al elevar la Hostia podían ver temblar sus manos. No era como Santo Tomás, que necesitó ponerlas en las heridas para creer: para él las heridas sangraban de nuevo en cada altar. Una vez le había dicho en una explosión confidencial:
-Cada vez... siento tal miedo...
Su padre había sido peón. Pero su caso era distinto; él tenía ambición. No era más intelectual que el Padre José, pero su padre era tendero, y el hijo conocía el valor de un saldo de veinte pesos y sabía administrar hipotecas. No se conformaba con ser toda la vida el cura de una parroquia no muy grande. Ahora recordaba sus ambiciones como algo levemente cómico y soltó una breve carcajada de asombro. El atravesado abrió los ojos y preguntó:
-¿Aún no duerme usted?
-Duerma usted -contestó él, secándose un poco de sudor de la cara con la manga.
-Tengo tanto frío...
-No es más que la fiebre. ¿Quiere usted esta camisa? No es gran cosa, pero le puede aliviar.
-No, no. No quiero nada de usted. No se fía de mí.
No, si él hubiese sido humilde como el Padre José, ahora viviría en la capital con María y cobraría una pensión. Aquello era orgullo, diabólico orgullo: el permanecer allí ofreciéndole la camisa a un hombre que deseaba venderlo. Incluso sus intentos de fuga habían sido tibios a causa de su orgullo, el pecado por el cual cayeron los ángeles. Cuando se quedó como único cura en el Estado, su orgullo fue tanto mayor; creía ser un héroe porque transportaba a Dios con riesgo de la vida; algún día sería recompensado... Rezó en la penumbra: “¡Oh, Dios, perdóname! Soy un hombre orgulloso, lujurioso y voraz. He amado con exceso la autoridad. Esas gentes son mártires al protegerme a mí con sus propias vidas. Se merecen que cuide de ellos un mártir y no un necio como yo, que ama todas las cosas falsas. Quizás hubiera hecho mejor en huir; si yo dijese a la gente lo que aquí ocurre, acaso mandarían a un hombre virtuoso encendido de amor...” Como de costumbre, su autoconfesión se disolvió en problemas prácticos: “¿qué he de hacer?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario