VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
21.
LA GUÍA (2)
A la tercera mañana abordé a cada miembro de la tribu y les rogué de rodillas, con toda la fuerza que me permitía mi cuerpo agotado: “Ayúdame, por favor. Por favor, sálvanos.” Me había despertado con a boca tan seca que me resultaba muy difícil hablar.
Ellos me escucharon, mirándome fijamente, pero se limitaron a sonreír. Tuve la impresión de que pensaban: “Nosotros también tenemos hambre y sed, pero esta es tu experiencia, así que te apoyamos totalmente en lo que tienes que aprender.” Nadie me ofreció ayuda.
Caminamos y caminamos sin parar. El aire estaba quieto, el mundo era totalmente inhóspito. Parecía retar mi intrusión. No había ayuda ni escape posible. Tenía el cuerpo entumecido e insensible por el calor. Me estaba muriendo. Eran los síntomas de una deshidratación mortal. Sí, me estaba muriendo.
Mis pensamientos saltaban de un tema a otro. Recordé mi juventud. Mi padre trabajó duramente toda su vida en los Ferrocarriles de Santa Fe. Era muy apuesto. Siempre encontraba tiempo para dar amor, apoyo y aliento. Mi madre siempre estaba en casa para cuidarnos. Recordé que daba comida a los vagabundos quienes, por arte de magia, sabían en qué casa no los rechazarían nunca. Mi hermana era una estudiante brillante, tan guapa y popular que me pasaba horas mirando cómo se arreglaba para una cita. Cuando creciera quería ser exactamente como ella. Evoqué la imagen de mi hermano pequeño abrazando al perro de la familia y quejándose de que las niñas del colegio le querían coger la mano. De niños, los tres hermanos éramos muy buenos amigos. Nos hubiéramos defendido unos a otros en cualquier circunstancia, pero con los años acabamos distanciándonos. Sabía que aquel día ni siquiera hubieran percibido mi desesperación. Había leído que cuando uno muere recuerda toda su vida en unos instantes. Las imágenes de mi vida no se desplegaron ante mí como en un video, pero intenté aferrarme a los más extraños recuerdos. Me imaginaba a mí misma de pie en la cocina, secando platos y estudiando ortografía. La frase que siempre me costaba deletrear siempre fue “aire acondicionado”. Me imaginaba enamorándome de un marino, nuestra boda en la iglesia, el milagro del nacimiento de nuestro primer hijo, y luego mi hija, que nació en casa. Recordé todos mis trabajos, estudios y títulos, y luego comprendí que me estaba muriendo en el desierto australiano. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Había cumplido ya todo lo que me destinaba la vida? “Dios mío -dije para mis adentros-. Ayúdame a comprender lo que está sucediendo.
La respuesta me llegó al instante.
Yo había viajado más de quince mil kilómetros desde una ciudad norteamericana, pero mi mentalidad no se había movido un ápice. Procedía de un mundo en el que primaba el hemisferio cerebral izquierdo. Me habían educado en la lógica, el razonamiento, la lectura y a escritura, las matemáticas, la ley de causa-efecto; pero ahora me hallaba en una realidad del hemisferio cerebral derecho entre personas que no usaban ninguno de los conceptos educativos y artículos que se consideraban de primera necesidad. Ellos eran maestros del hemisferio cerebral derecho y utilizaban creatividad, imaginación, intuición y conceptos espirituales. Ellos no creían necesario expresar oralmente sus mensajes; lo hacían mediante el pensamiento, la plegaria, la meditación, como se quiera llamar. Yo había suplicado y solicitado ayuda verbalmente. Cuán ignorante debía perecerles. Cualquier Auténtico hubiera pedido en silencio, en comunicación mental, de corazón a corazón, del individuo a la conciencia universal que une a todo lo vivo. Hasta aquel momento yo me había considerada diferente, separada de los Auténticos. Ellos no cesaban de decir que todos somos Uno, y ellos viven en la naturaleza como Uno, pero hasta entonces yo sólo había sido una observadora. Me había mantenido siempre al margen. Tenía que volverme Uno con ellos, con el universo, y comunicarme como los Auténticos. Y eso fue lo que hice. Di las gracias en silencio a la fuente de aquella revelación, y grité con la mente: “Ayudadme. Por favor, ayudadme”. Utilicé las palabras que oía a la tribu decir cada mañana: “Si es por mi supremo bien y el supremo bien de la vida en todas partes, enseñadme”.
Me vino a la mente una idea: “Métete la piedra en la boca.” Miré a mi alrededor. No había piedras. Caminábamos sobre arena fina. La idea me llegó de nuevo: “Métete la piedra en la boca. Entonces recordé la piedra que había elegido el primer día y que guardaba aun en el escote. Hacía tres meses que estaba ahí. La había olvidado. La saqué y me la metí en la boca, le di unas vueltas y, milagrosamente, la boca empezó a humedecerse. Noté que recuperaba la capacidad de tragar. Aun había esperanzas. Tal vez no había llegado aun el día de mi muerte.
“Gracias, gracias, gracias”, repetí en silencio. Me hubiera echado a llorar, pero mi cuerpo no tenía agua suficiente para las lágrimas. Así que continué pidiendo ayuda mentalmente: “Puedo aprender. Haré cuanto sea necesario, pero ayudadme a encontrar agua. No sé qué hacer, qué buscar, a dónde ir.”
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