sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON (1874 – 1936)


VIGESIMONOVENA ENTREGA


CAPÍTULO NOVENO (3)

EL HOMBRE DE LAS GAFAS (3)


Tomaron sombreros y bastones sin decir palabra: pero Syme no pudo menos de crispar  la mano al empuñar su bastón-verduguillo.

Se detuvieron unos minutos a tomar un poco de café y sandwiches en un puestecillo, y  después pasaron el río desolado como el Aqueronte bajo el fulgor todavía indeciso del alba.

Llegaron al edificio que habían visto la noche anterior desde la otra orilla, y fueron subiendo los escalones de piedra sin decir palabra y deteniéndose a cambiar una que otra señal sobre el pasamano de la baranda; a cada nuevo tramo, conforme ascendían, pasaban otra ventana, y cada ventana dejaba ver la luz blanca y trágica de la aurora que amanecía laboriosamente sobre Londres. Desde cada ventana, los innumerables techos de pizarra aparecían como las ondas grises de mar después de la lluvia. Syme se daba cuenta de que la aventura iba tomando un carácter sobrio y frío más terrible aún que el romanticismo de la aventura pasada. La noche anterior, aquellos edificios le parecían torres del país de los sueños. Ahora, al subir por aquella inacabable y fatigosa escalera, lo que más le impresionaba era la serie infinita de escalones. Aquello no era el horror cálido del sueño, de la exageración, de la ilusión. Aquello era el infinito vacío de la aritmética, tan inconcebible como necesario.

Aquello recordaba las conclusiones vertiginosas de la astronomía sobre la distancia de las estrellas fijas. Le parecía estar subiendo por la casa de la razón, cosa más horrible aún que el absurdo.


Cuando llegaron al rellano del último piso, la última ventana les permitió ver una aurora acre, blanca, con orlas ásperas de un rojo que más parecía rojo de arcilla que rojo de nube. Y al entrar en la desnuda bohardilla del Dr. Bull, la encontraron llena de luz.

En el espíritu de Syme se revolvía un confuso recuerdo de algo parecido a aquellos pisos desnudos y a aquel austero amanecer. Al ver al Dr. Bull, sentado a su mesa y escribiendo, el recuerdo se formuló: la Revolución francesa. Contra aquel rojo áspero y aquella albura de amanecer, muy bien pudiera destacarse la silueta negra de la guillotina. El Dr. Bull estaba en mangas de camisa y llevaba pantalón negro. Su cabeza negra y rapada evocaba la peluca ausente; aquel hombre podía ser Marat, o un Robespierre algo más doméstico.

Sin embargo, bien mirado, aquello no tenía aire revolucionario. Los jacobinos eran idealistas, y este hombre tenía un materialismo asesino. Además, su posición le comunicaba una apariencia muy singular. La enérgica luz de la mañana, entrando lateralmente y proyectando sombras intesas, le hacía más pálido y anguloso que en la escena del almuerzo en la terraza. Las gafas negras, como incrustadas en los ojos, parecían las cuencas huecas del cráneo. Aquel hombre podía ser la Muerte, puesta a escribir junto a una mesa.

Al verlos entrar, sonrió alegremente, y se puso en pie con aquella agilidad de que el  Profesor había hablado. Acercó un par de sillas y, dirigiéndose a la percha escondida tras de la puerta, procedió a ponerse un chaleco y una americana de burdo paño oscuro. Se abotonó cuidadosamente y se volvió a sentar a la mesa.

Su buen humor y tranquilidad dejó a sus contrincantes confusos. No sin dificultad el Profesor se atrevió a romper el silencio:

-Camarada, siento molestarle tan de manera -empezó reasumiendo cuidadosamente  las maneras trabajosas del anciano de Worms-. Supongo que ya tendrá usted arreglado el  negocio ese de París-. Y luego con infinita lentitud-: Tenemos informes según los cuales  la menor tardanza sería funesta.

El Dr. Bull sonrió otra vez, pero continuó mirándoles sin decir palabra. El Profesor,  haciendo una pausa después de cada palabra, continuó:

-Le ruego a usted que no se extrañe de esta intromisión tan intempestiva. Me permito  aconsejarle a usted o bien que altere sus planes, o si ya es demasiado tarde, que mande en auxilio de su gente todos los elementos que pueda. El camarda Syme y yo hemos tenido una experiencia que sería muy larga contarle a usted, sobre todo si hemos de obrar de acuerdo con lo que ella aconseja... Sin embargo, voy a contársela en todos sus detalles, aun a riesgo de perder mucho tiempo, si es que usted lo juzga indispensable para el entendimiento de la cuestión que nos proponemos discutir.

Trataba de alargar sus frases, procurando que tardara de un modo intolerable, a fin de desesperar al práctico doctorcete y obligarlo a estallar de alguna manera para ver si soltaba prenda. Pero el doctorcete continuaba sonriendo, y el monólogo era, para el otro, una verdadera cuesta arriba. Syme comenzó a sentirse enfermo. La sonrisa y el mutismo del Doctor no se parecían al silencio cataléptico que, media hora antes, se había apoderado del falso Profesor. En las ridiculeces y patrañas de éste, había siempre un elemento grotesco y pueril. Syme recordaba los miedos que con él había pasado el día anterior, como se recuerda haber tenido miedo al coco en la infancia. Pero ahora estaban a pleno día, ante un hombre sano y robusto, que nada tenía de extraordinario fuera de aquellas odiosas gafas, y que, en vez de mirarlos con furia o con sorna, los consideraba con una sonrisa inalterable, sin decir palabra. Realidad tan sobria era, a fuerza de serlo, insoportable. A la luz creciente de la mañana los matices de la tez del Doctor, de la tela de su traje, parecían también crecer de un modo increíble, adquiriendo esa desmedida importancia que tienen en las novelas realistas. Pero su sonrisa seguía tenue; la inclinación de su cabeza, cortés. Sólo era inquietante su silencio. 

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