EL DUQUE EN SUS DOMINIOS
PRIMERA ENTREGA
La mayoría de las chicas japonesas tienen esas risitas. La pequeña mucama del cuarto piso del Hotel Miyako, en Kioto, no era la excepción. Esa hilaridad, y el intento de contenerla, sonrojó sus mejillas (a diferencia de los chinos, los rostros japoneses poseen considerable color) y sacudió su regordeta figura de muñequita peona en kimono. Aparentemente no había ninguna razón en particular para este júbilo; las risitas japonesas, al parecer, operan sin motivación. Yo simplemente había solicitado que me condujera a una cierta habitación. “¿Usted viene ver Marron?” resopló, mostrando, como tantos otros conciudadanos suyos, un arreglo de oro en sus dientes. Luego, con esos pequeños pasos de dedos de paloma a ras del suelo que un kimono requiere, me guió a través de un laberinto de pasillos, prometiendo “Le golpeo Marron”. El sonido “l” no existe en japonés, y por “Marron” la mucama había querido decir Marlon, Marlon Brando, el actor norteamericano que en ese momento se encontraba en Kioto haciendo trabajos de exteriores para la producción de Warner Brothers y William Goetz de la versión fílmica de la novela “Sayonara”, de James Michener.
Mi guía golpeó la puerta de Brando, chilló “¡Marron!” y se dio a la fuga por el corredor con las mangas de su kimono revoloteando como las alas de un periquito. Otra mucama del Miyako tipo muñequita abrió la puerta y sucumbió al instante a su propia medida de curiosa histeria. Desde un cuarto de adentro Brando preguntó “¿Qué pasa, dulce?”. Pero la muchacha, con sus ojos entrecerrados por el regocijo y sus manitas gordas tapando su boca como un bebé a punto de llorar a gritos, no pudo responder. “Ey, linda, ¿qué pasa?”. Brando preguntó otra vez, y apareció en la puerta. “Ah, hola”, dijo cuando me vio. “¿Son las siete ya?”. Habíamos quedado en encontrarnos y cenar a las siete y yo llegaba veinte minutos tarde. “Bueno, sacate los zapatos y pasá. Ya estoy terminando con esto. Y escuchá, linda…”, le dijo a la mucama, “Traenos algo de hielo”. Luego, siguiendo con la vista la manera en que la chica salía disparada, puso sus puños en jarra sobre su cadera y, sonriendo, dijo, “Me matan. De verdad, me matan. Y los chiquitos también. ¿No te parecen preciosos, no te encantan esos chiquitos japoneses?”.
El Miyako, donde cerca de la mitad del equipo de “Sayonara” se estaba alojando, es el más destacado de los así llamados “hoteles de tipo occidental” en Kioto; la mayoría de sus habitaciones están decoradas con sillas, mesas, camas y sillones macizos, incómodos y vulgares, de estilo europeo. Pero, para comodidad de los huéspedes japoneses que desean su típico estilo decorativo tanto como el prestigio de alojarse en el Miyako, o para los viajeros extranjeros que anhelan una atmósfera auténtica pero son poco propensos a soportar los rigores sin calefacción de una verdadera posada japonesa, el Miyako conserva algunas suites decoradas a la manera tradicional, y fue en una de estas donde Brando eligió hospedarse. Su habitación contaba con dos cuartos, un baño y una galería con paneles de cristal por donde entraba el sol. Sin contar el revoltijo desde el que por arriba y por abajo asomaban las cosas personales de Brando, las habitaciones lucían como ilustraciones de libros escolares sobre esa tendencia japonesa a la falta de ostentación. Los pisos estaban cubiertos con tatamis, esteras pardas que yacían bajo un discreto desparramo de almohadones de seda. Un panel con la imagen de un pez carpa dorado colgaba desde un hueco en una de las paredes y debajo, en un atril, podía verse un florero con lirios altos y hojas rojas arreglado para la ocasión. El más grande de los cuartos –el interno–, que el ocupante utilizaba como una especie de oficina de negocios donde también comía y dormía, contaba con una mesa larga de laca y un camastro. En estos cuartos podían observarse los conceptos enfrentados de decoración japonesa y decoración occidental –uno que intentaba impresionar a través de la falta de exhibición y la ausencia de cualquier ostentación, el otro su preciso opuesto–, pues Brando parecía no tener intenciones de hacer uso de los espacios ocultos detrás de paneles corredizos de papel que la habitación poseía para que guardara sus cosas. Todo lo que poseía parecía estar a la vista. Las remeras, listas para el lavadero; las medias igual; zapatos y sweaters y camperas y corbatas y sombreros andaban por ahí como el traje de un espantapájaros desarmado. También cámaras, una máquina de escribir, una grabadora de cinta, una estufa eléctrica de capacidad sofocante. Aquí y allá, trozos de frutas mordisqueadas; una caja de esas famosas frutillas japonesas, cada una del tamaño de un huevo. Y libros, una cascada de pensamiento profundo entre los que uno podía encontrar “The Outsider”, de Colin Wilson, y trabajos varios en plegarias budistas, meditación Zen, respiración Yoga y misticismo hindú, pero nada de ficción, pues Brando no lee esas cosas. Nunca –se jacta– ha abierto una novela desde el 3 de abril de 1924, el día en que nació, en Omaha, Nebraska. Pero aún cuando no le importa leer ficción, sí desea escribirla, y la larga mesa de laca está repleta de ceniceros desbordados y páginas apiladas de su más reciente esfuerzo creativo, un guión para una película llamada “A Burst of Vermilion”.
De hecho, Brando evidentemente había estado trabajando en su historia al momento de mi llegada. Cuando entré en la habitación, un joven de mirada apagada a quien llamaré Murray, y que previamente me habían señalado como “el tipo que está ayudando a Marlon con sus escritos”, estaba tirado en la estera hurgando entre los manuscritos de “A Burst of Vermilion”. Sosteniendo algunas de las páginas en sus manos, dijo: “Mirá, Mar, mejor sigo con esto en mi habitación y quizá podamos juntarnos nuevamente a las -digamos, ¿a eso de las diez y media?”.
Brando frunció su ceño, como si le desagradara la idea de continuar más tarde con la tarea. Según me enteraría luego, había estado un poco enfermo, se había pasado el día en su habitación y ahora lucía intranquilo. “¿Qué es esto?”, preguntó, señalando un par de paquetes rectangulares que descansaban entre los restos literarios sobre la mesa de laca. Murray se encogió de hombros. La mucama los había llevado, eso era todo lo que sabía. “La gente le envía regalos a Mar todo el tiempo”, me dijo. “Muchas veces no sabemos ni quién los envía, ¿verdad, Mar?”.
“Sí”, dijo Brando mientras rompía el papel de los regalos que, como la mayoría de los paquetes japoneses –incluso las compras mundanas de negocios muy ordinarios–, estaban maravillosamente envueltos. En uno había dulces, en el otro tortas de arroz blanco que probaron ser duras como el cemento a pesar de que lucían como pompas de algodón. No había en ninguno de los paquetes tarjeta alguna que identificara al remitente. “Cada vez que te das vuelta hay un japonés que quiere darte un regalo. Les encanta hacer regalos”, observó Brando. Masticando con destreza atlética una de las tortas de arroz, nos pasó las cajas a Murray y a mí.
Murray negó con la cabeza; estaba compenetrado en la tarea de obtener la promesa de Brando de que se encontrarían nuevamente a las diez treinta. “Llamame a esa hora” dijo Brando al final. “Y veremos qué ocurre”.
Murray, según me enteré, era uno solo de los miembros de lo que el equipo de “Sayonara” conocía como “la pandilla de Brando”. Además del asistente literario, la pandilla contaba con Marlon Brando Sr. (que actuaba como el gerente de negocios de su hijo), la Srta. Levin (una secretaria bonita de pelo oscuro) y el encargado de maquillaje personal de Brando. Los costos de viaje de este séquito, y todos sus gastos durante la estadía, estaban incluidos en el contrato del actor con la Warner Brothers. Pero lejos de los mitos, los estudios de filmación no suelen ser así de indulgentes en lo financiero. Un hombre de la Warner con quien hablé más tarde explicó la tolerancia mostrada con Brando diciendo: “Por lo general no tenemos tanta paciencia con las demandas que hace. Excepto… Bueno, esta película tenía que tener una gran estrella. Tu estrella. Eso es lo único que cuenta en la taquilla”.
Entre los del equipo de filmación había algunos que sentían que la protección que ejercía el círculo íntimo de Brando era lo que impedía que pudieran “conocer al tipo” como ellos pretendían. Brando había estado en Japón durante más de un mes, y durante ese tiempo se había mostrado en el set como un joven algo encorvado pero digno, amistoso, siempre dispuesto a colaborar con sus compañeros o incluso animarlos –en particular a los actores–, pero aún así no era fácil llegar a él, que en las tediosas pausas entre escenas solía sentarse solo a leer filosofía o a tomar notas a las apuradas en un pequeño cuaderno escolar. Y, al finalizar el día de trabajo, en lugar de aceptar las invitaciones de sus colegas para unos tragos, un plato de pescado crudo en un restaurante y una ronda nocturna por las antiguas posadas de geishas en Kioto; en lugar de contribuir a la gran fiesta andante que los rodajes de películas en exteriores teóricamente generan, él solía regresar a su hotel y quedarse allí. Dado que los fanáticos más fervientes de las estrellas de cine suelen ser aquellos mismos que trabajan en la industria cinematográfica, Brando era objeto de inmenso interés entre las filas del grupo de “Sayonara”, y todavía más lo era porque esa actitud de remota amabilidad producía, en el rostro mismo de tal curiosidad, una especie de frustración nostálgica. Incuso el director del film, Joshua Logan, se sintió movido a decir, tras trabajar con Brando durante dos semanas, “Marlon es la persona más atrapante que conocí desde Garbo. Un genio. Pero no sé cómo es. No sé nada acerca de él”.
La mucama había vuelto a entrar a la habitación de la estrella y Murray, en su camino hacia afuera, casi se tropieza con la cola del kimono. Dejó un pote con hielo en el suelo y, con una risita chispeante, un júbilo que hizo que sus piecitos (que se veían como pezuñas en aquellas medias que separaban el dedo gordo del resto) se levantaran y bajaran como el saltito de un poni, anunció: “¡Pasté mazana! ¡Hoy menú pasté mazana!”.
Brando refunfuñó: “Pastel de manzana. Todo lo que necesito”. Se recostó en el suelo y desabrochó el cinturón, que se hundía profundo en su abultado estómago. “Se supone que debería estar a dieta. Pero lo único que quiero comer es pastel de manzana y cosas por el estilo”. Seis semanas antes, en California, Logan le había dicho que debía bajar cinco kilos para su papel en “Sayonara”, y antes de llegar a Kioto se las había arreglado para deshacerse de tres. Sin embargo, desde que llegó a Japón, incitado no sólo por el pastel de manzana tipo norteamericano sino también por la cocina japonesa –con delicioso énfasis en las cosas dulces, el almidón y los fritos– recuperó y duplicó esos kilos. Ahora, aflojándose el cinturón aún más y masajeando su estómago con dedicación, escudriñó el menú, que ofrecía, en inglés, una amplia selección de platos de estilo occidental, y, luego de recordarse a sí mismo “Debo perder peso”, ordenó una sopa, un bistec con papas fritas, tres tipos de verdura adicionales, una entrada de spaghetti, pan tostado y mantequilla, una botella de sake, ensalada, queso y galletas saladas.
“¿Y pasté mazana, Marron?”
Suspiró. “Con helado, bonita”.
Aunque Brando no es abstemio, su apetito es más frugal cuando se trata de alcohol. Mientras esperábamos por la cena, que nos servirían en la habitación, me sirvió una generosa medida de vodka on the rocks y se sirvió a sí mismo un mínimo sorbo de cortesía. Retomando su posición en el suelo, recostó su cabeza sobre un almohadón, dejó caer sus pestañas y las cerró con fuerza. Era como si se hubiese dormido en un sueño perturbador; sus párpados temblaban, y cuando comenzó a hablar, su voz –una voz fría, de alguna manera cultivada y refinada pero inesperadamente juvenil, una voz con una cualidad infantil, indagadora– parecía venir desde las mismas distancias del sueño.
“Los últimos ocho, nueve años de mi vida han sido un desastre”, dijo. “Quizá los últimos dos hayan sido un poco mejores. Menos viaje por la depresión de la ola. ¿Alguna vez hiciste análisis? Yo tenía un poco de miedo de eso al principio. Miedo de que destruyera los impulsos que me hacían creativo, un artista. Una persona sensible recibe cincuenta impresiones donde otra recibe quizá sólo siete. La gente sensible es muy vulnerable; son fácilmente tratados con brutalidad y heridos sólo porque son sensibles. Mientras más sensible sos, más chances tenés de ser tratado brutalmente, de desarrollar costras. No evolucionás. No te permitís sentir nada, porque siempre sentís demasiado. El análisis ayuda. A mí me ayudó. Pero aún así, los últimos ocho, nueve años estuve bastante embrollado, un enredo bastante…”.
“Los últimos ocho, nueve años de mi vida han sido un desastre”, dijo. “Quizá los últimos dos hayan sido un poco mejores. Menos viaje por la depresión de la ola. ¿Alguna vez hiciste análisis? Yo tenía un poco de miedo de eso al principio. Miedo de que destruyera los impulsos que me hacían creativo, un artista. Una persona sensible recibe cincuenta impresiones donde otra recibe quizá sólo siete. La gente sensible es muy vulnerable; son fácilmente tratados con brutalidad y heridos sólo porque son sensibles. Mientras más sensible sos, más chances tenés de ser tratado brutalmente, de desarrollar costras. No evolucionás. No te permitís sentir nada, porque siempre sentís demasiado. El análisis ayuda. A mí me ayudó. Pero aún así, los últimos ocho, nueve años estuve bastante embrollado, un enredo bastante…”.
La voz continuó como hablando para oírse a sí misma, un efecto que se da seguido en el discurso de Brando, pues, como tantas personas intensamente absorbidas por sí mismas, él es algo así como un monologuista –un hecho que reconoce y para el que ofrece su propia explicación. “La gente a mi alrededor nunca dice nada”, dice. “Ellos sólo parecen querer escuchar lo que tengo que decir. Es por eso que hablo todo el tiempo”.
Mirándolo ahora, con sus ojos cerrados, su juvenil y pálido rostro bajo una luz que viene de arriba, siento como si se recreara el momento de mi primer encuentro con él. El año de ese encuentro fue 1947. Fue en una tarde de invierno en Nueva York, cuando tuve la oportunidad de asistir a un ensayo de “Un Tranvía Llamado Deseo”, de Tennessee Williams, donde Brando desempeñaría el papel de Stanley Kowalski, el papel que finalmente lo llevó a la fama, aunque ya había llamado la atención de los conocedores de teatro de Nueva York con su trabajo como estudiante en las clases de teatro de Stella Adler y con unas pocas apariciones en Broadway –una en la obra de Maxwell Anderson “Truckline Café” y otra como contraparte de Katharine Cornell– en las que había demostrado una capacidad altamente comentada y ensalzada. Elia Kazan, el director de “Un tranvía llamado deseo”, comentó en aquella ocasión, y recientemente lo repitió, “Marlon es sencillamente el mejor actor del mundo”. Pero hace diez años, en la tarde que recuerdo, él era relativamente desconocido; al menos yo no tenía idea de quién era cuando, tras llegar demasiado temprano al ensayo de “Tranvía…”, encontré el auditorio desierto salvo por un joven musculoso profundamente dormido sobre una tabla bajo el sombrío resplandor de las luces del escenario. Porque vestía una remera blanca y jeans, por su físico de gimnasio –esos brazos de levantador de pesas, ese pecho de Charles Atlas (aunque un libro abierto de escritos básicos de Sigmund Freud descansaba sobre él)– supuse que era un obrero del teatro. O así fue hasta que vi de cerca su rostro. Fue como si al cuerpo musculoso le hubieran agregado la cabeza de otro, igual que en ciertas fotos falsificadas. Su rostro era tan poco tosco que imprimía una amabilidad y un refinamiento casi angelical en sus modos de quijada dura: piel tensa, frente ancha, alta, ojos bien separados, nariz aguileña y labios gruesos con una expresión relajada, sensual. Ni el menor rastro del nada poético Kowalski de Williams. Fue, en consecuencia, toda una experiencia observar, más tarde ese mismo día, la facilidad camaleónica con que Brando adoptó los crueles colores del personaje; la excelencia, como una salamandra engañosa, con la que se deslizó hacia el papel dejando que su propia imagen se evaporara. Tal como, en este hotel de Kioto diez años después, mis recuerdos del Brando de 1947 se perdieron de vista, desaparecieron en esta persona de 1957. El Brando actual, este tirado en un tatami fumando a desgano cigarrillos con filtro mientras habla y habla, era, por supuesto, una persona diferente. Y se suponía que lo fuera. Su cuerpo era más grueso. Su frente más amplia, pues su cabello estaba más delgado. Era más rico (por “Sayonara” recibiría un salario de trescientos mil dólares más un porcentaje de las ganancias de la película). Y se había convertido, tal como había dicho un periodista, en “el Valentino de la generación bop”, una celebridad mundial tan grande que, cuando salía afuera aquí en Japón, había encontrado inteligente ocultar su cara no sólo tras unas gafas oscuras de sol sino también tras una máscara de gasa confeccionada por un cirujano. (Esta última parte del disfraz no era tan estrafalaria en Japón como puede sonar. Muchos asiáticos utilizan este tipo de máscaras, teóricamente con el fin de prevenir la propagación de gérmenes). Pero esos eran sólo algunos de los cambios que una década había producido. Había otros. Sus ojos habían cambiado. Si bien el color café espresso era el mismo, su timidez o cualquier rastro de verdadera vulnerabilidad que sus ojos antes contenían se habían evaporado. Ahora miraba a la gente con seguridad y con una expresión que sólo puede ser entendida como compasión, como si se hubiera estado moviendo en esferas de iluminación en las que los demás, a su pesar, no estaban. (Las reacciones de las personas que se encontraban frente a estas miradas de constante conmiseración iban desde aquella de una joven actriz que manifestó que “Marlon es alguien muy espiritual, inteligente y sincero; puedes verlo en sus ojos”, a la de un conocido suyo que dijo “La manera en que te mira, como si estuviera tan malditamente apenado por vos, ¿no te hacen dar ganas de cortarte la garganta?”). Así y todo, el carácter de sutil ternura de su rostro se conservaba. O casi. Porque en los años que habían pasado tuvo un accidente que le dio a su rostro un rasgo masculino más convencional. Su nariz se había roto. Maniobrando las palabras por los bordes de su discurso, pregunté:
“¿Cómo se rompió la nariz?”
“…con lo que no necesariamente quiero decir que siempre estoy triste. Recuerdo un abril en Sicilia. Un día caluroso, flores por todas partes. Me gustan las flores, las que tienen perfume. Los jazmines. Como sea, era abril y estaba en Sicilia, y me las había largado solo. Tirado en este campo de flores. Había ido a dormir. Eso me hizo feliz. En ese momento era feliz. ¿Cómo? ¿Dijo algo?”
“Me preguntaba cómo se rompió su nariz…”
Se restregó la nariz y sonrió abiertamente, como si recordara una experiencia tan feliz como la siesta siciliana. “Eso fue hace mucho tiempo. Me pasó mientras boxeaba. Fue cuando estaba en “Tranvía”. Con algunos de los muchachos de detrás de escena nos gustaba ir al cuarto de calderas y embromar por ahí. Una noche nos habíamos ido a las manos con este tipo y… ¡Crack! Así que tuve que ponerme mi saco y caminar hasta el hospital más cercano, que estaba en algún lugar por ahí, fuera de Broadway. Tenía la nariz estropeada de verdad. Tuvieron que darme anestesia para arreglarla, me durmieron. Mucho no me importaba. “Tranvía” había estado en cartel desde hacía casi un año y ya me tenía podrido. Pero mi nariz sanó bastante pronto, y supongo que podría haber vuelto al show prácticamente de inmediato si no le hubiese hecho a Irene Selznick lo que le hice”. Su sonrisa se hizo todavía más grande cuando mencionó a la Sra. Selznick, que por entonces era productora de la obra de Williams. “Estaba esta señora muy perspicaz, Irene Selznick. Cuando ella quiere algo, lo quiere. Y me quería de regreso en la obra. Pero cuando escuché por ahí que estaba por venir al hospital, fui al trabajo con vendajes y yodo y mercurocromo y –¡Dios!– cuando ella entró, yo lucía como si mi cabeza hubiera sido cortada. Cuanto menos. Y sonaba como si me estuviera muriendo. ‘¡Oh, Marlon!’, dijo, ‘¡Pobre, pobre muchacho!’. Y yo dije ‘No te preocupes por nada Irene, ¡regresaré a la función esta misma noche!’. Y ella dijo ‘¡Ni se te ocurra! Podemos arreglarnos sin ti para, para, bueno, algunos pocos días más’. ‘No, no’, dije. ‘Estoy bien. Quiero trabajar. Dígales que estaré de regreso esta noche’. Entonces ella dijo ‘No estás en condiciones, dulce. Te prohíbo venir al teatro’. Así que me quedé en el hospital y me di una fiesta”. (Recordando el incidente, Irene Selznick dijo: “No habían reparado su nariz para nada. De repente su rostro se veía diferente. Como más tosco. Durante meses le dije: ‘Pero te arruinaron la cara, tenés que hacerte la nariz de nuevo’. Afortunadamente para él, no me escuchó. Porque hoy sinceramente pienso que esa nariz le trajo su fortuna para las películas. Le dio sex appeal. Antes de eso era demasiado hermoso”).
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