martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



VIGESIMOCTAVA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                              
"EL OSO".

17. MI PRIMERA CONFERENCIA (1)

En 1962 ya me había convertido en una estadounidense; bastaron cuatro años para ello. Masticaba chicle, comía hamburguesas, tornaba cereales azucarados para desayunar y apoyaba a Kennedy contra Nixon. Preparé a mi madre para una de sus visitas con una carta en que le advertía:  "No te escandalices demasiado al saber que para salir uso pantalones con tanta frecuencia como faldas."

Pero continuaba sintiendo una especie de inquietud, una sensación interior de que, a pesar de mi matrimonio y maternidad, aún no estaba establecida en la vida. No me sentía establecida. Traté de comprender eso escribiendo en mi diario: "Todavía no sé por qué estoy en Estados Unidos, pero tiene que haber un motivo. Sé que hay una frontera por allí y que alguna vez voy a internarme en el territorio desconocido."

No tengo idea de qué me hacía pensar eso, pero ese verano, tal como había pronosticado, viajamos al Oeste. Manny y yo encontramos puestos en la Universidad de Colorado, la única Facultad de Medicina del país que tenía vacantes en neuropatología y psiquiatría. Viajamos a Denver en el descapotable nuevo de Manny. Mi madre nos acompañó y nos ayudó a atender a Kenneth.

Encontré maravilloso, majestuoso y amplio el paisaje; se renovó mi entusiasmo y mi pasión por la Madre Naturaleza. Llegados a Denver nos encontramos con que la casa aún no estaba totalmente lista. No importaba; dejamos aparcada la caravana en el camino de entrada y emprendimos un recorrido turístico. Visitamos al hermano de Manny en Los Ángeles y de ahí nos fuimos a Tijuana, y eso sólo porque mi madre, novata en la lectura de mapas, nos aseguró que estaba "al lado". A la vuelta yo tuve la idea de ir a la zona llamada Cuatro Esquinas, el punto de intersección de Arizona,  Utah, Colorado y Nuevo México.

Fue una oportunidad fabulosa de contemplar las grandes mesetas, molas y rocas del valle Monument. Sentí una misteriosa afinidad con ese lugar, sobre todo cuando en la distancia divisé a una india a caballo. La escena me pareció tan familiar como si la hubiera visto antes; entonces sentí un estremecimiento de emoción al recordar mi sueño en el barco la noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos. No les dije nada a mi madre ni a Manny, pero esa noche, sentada en la cama, permití a mi mente hacer todas las preguntas que quisiera, por estrafalarias que parecieran.

Después, para no olvidarlo, saqué mi diario y escribí: Sé muy poco sobre la teoría de la reencarnación; siempre he tenido la tendencia a relacionar la reencarnación con personas de la nueva ola que explican sus vidas anteriores en una habitación llena de incienso. Ese no ha sido mi tipo de educación. Me siento a gusto en los laboratorios. Pero ahora sé que existen misterios de la mente, la psique, y el espíritu que no se pueden investigar al microscopio ni con reacciones químicas. A su tiempo sabré más; con el tiempo lo comprenderé.

En Denver volví a la realidad, en la que buscaba una finalidad para mi vida. Eso fue particularmente cierto en el hospital. Era psiquiatra, pero la psiquiatría normal no estaba hecha para mí. También traté de trabajar con adultos y niños aquejados de problemas. Pero lo que finalmente captó mi interés fue el tipo de psiquiatría intuitiva que había practicado con las esquizofrénicas en el Hospital Estatal de Manhattan, el tipo de interacción personal que sustituye a los medicamentos y las sesiones de grupo. Hablé de ello con mis colegas de la universidad, pero ninguno mostró aprobación ni me infundió aliento.

¿Qué podía hacer? Les pedí consejo a tres distinguidos y famosos psiquiatras; me sugirieron que me analizara en el famoso Instituto Psicoanalítico de Chicago, respuesta tradicional que en esos momentos no consideré práctica para mi vida.

Por aquel entonces asistí a una conferencia del catedrático Sydney Margohn, el respetado jefe del nuevo laboratorio de psicofisiología del departamento psiquiátrico. Desde el estrado, el profesor Margolin captaba poderosamente la atención. Era un hombre mayor, de largos cabellos grises que hablaba con un fuerte acento austríaco. Era un orador fascinante, un excelente actor. Después de unos minutos de escucharlo comprendí que era exactamente lo que necesitaba.

No resultaba sorprendente que sus charlas fueran muy populares. Asistí a varias. Daba la impresión de que se materializaba en el estrado. Los temas de sus charlas eran siempre una sorpresa. Un día me decidí a seguirlo a su despacho y me presenté. Él se mostró muy amable y pronto descubrí que era aún más fascinante al hablar con él personalmente. Conversamos muchísimo rato, en alemán y en inglés. Igual que en algunas de sus charlas, tocamos todos los temas. Aproveché para explicarle mi situación y él me habló de su interés por la tribu india ute.

A diferencia de sus colegas, no me dijo nada de ir a Chicago, sino que me animó a trabajar en su laboratorio. Acepté.

El profesor Margolin era un jefe difícil y exigente, pero el trabajar a sus órdenes enenfermedades psicosomáticas fue lo más gratificante que yo hiciera en Denver. A veces me limitaba a recomponer algún antiguo equipo electrónico desechado por otros departamentos que él aprovechaba. Eso me gustaba. Era un médico heterodoxo. Por ejemplo, en su equipo había un electricista, un hombre que sabía hacer de todo y una fiel secretaria. El laboratorio estaba lleno de instrumentos como polígrafos, electrocardiógrafos, etc. Al profesor Margohn le interesaba medir la relación entre los pensamientos y emociones de un paciente y su patología. Entre sus métodos estaba también la hipnosis, y creía en la reencarnación.

Mi felicidad en el trabajo se reflejaba en mi vida hogareña. Manny también estaba contento con su trabajo; era un importante conferenciante en el departamento de neurología. Nuestro hogar era todo lo que yo había soñado que sería la vida de familia. En el patio construí un jardín rocoso al estilo suizo en el que no faltaba una picea, flores alpinas y mi primera edelweiss norteamericana. Los fines de semana llevábamos a Kenneth al zoológico y hacíamos excursiones por las Rocosas. También pasábamos agradables veladas con el profesor Margolin y su esposa, escuchando música y conversando sobre diversos temas, desde las teorías de Freud hasta las de vidas anteriores.

Las desilusiones fueron pocas, pero importantes para nuestra familia. En 1964, nuestro segundo año en Denver, quedé embarazada dos veces y las dos veces perdí al bebé con un aborto espontáneo. Cada vez se me hacía más difícil soportar la frustración, más que la pérdida. Tanto Manny como yo deseábamos añadir otro hijo a nuestra prole. Yo quería tener dos hijos. Ya tenía a mi hijo. Si Dios era bueno, tendría también una hija. Decidí seguir intentándolo.

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