VIGESIMOSEXTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL OSO".
16. VIVIR HASTA LA MUERTE (1)
Al poco tiempo de ser aceptada en el Montefiore, donde me pusieron a cargo de la clínica psicofarmacológica y también hacía de consultora de enlace para otros departamentos, entre ellos el de neurología, un neurólogo me pidió que viera a uno de sus pacientes, un joven veinteañero que, según el diagnóstico, sufría de parálisis psicosomática y depresión. Después de hablar con él determiné que se encontraba en las últimas fases de esclerosis lateral amiotrófica, un trastorno incurable y degenerativo. "El paciente se está preparando para morir", informé.
El neurólogo no sólo estuvo en desacuerdo sino que además ridiculizó mi diagnóstico y alegó que el paciente sólo necesitaba tranquilizantes para curar su mórbido estado mental. Pero a los pocos días murió el paciente.
Mi sinceridad no estaba en consonancia con la forma como se ejercía la medicina en los hospitales. Pasados unos meses observé que muchos médicos evitaban rutinariamente referirse a cualquier cosa que tuviera que ver con la muerte. A los enfermos moribundos se los trataba tan mal como a mis pacientes psiquiátricos del hospital estatal. Se los rechazaba y maltrataba. Nadie era sincero con ellos. Si un enfermo de cáncer preguntaba "¿Me voy a morir?", el médico le contestaba "¡Oh, no! no diga tonterías".
Yo no podía comportarme así. Pero claro, no creo que en Montefiore ni en muchos otros hospitales hubieran visto a muchos médicos como yo. Pocos tenían experiencias como las de mis trabajos voluntarios en las aldeas europeas asoladas por la guerra, y menos aún eran madres, como yo lo era de mi hijo Kenneth.
Además, mi trabajo con las enfermas esquizofrénicas me había demostrado que existe un poder sanador que trasciende los medicamentos, que trasciende la ciencia, y eso era lo que yo llevaba cada día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los enfermos me sentaba en las camas, les cogía las manos y hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no existe ni un solo moribundo que no anhele cariño, contacto o comunicación. Los moribundos no desean ese distanciamiento sin riesgos que practican los médicos. Ansían sinceridad. Incluso a los pacientes cuya depresión los hacía desear el suicidio era posible, aunque no siempre, convencerlos de que su vida todavía tenía sentido. "Cuénteme lo que está sufriendo -les decía-. Eso me servirá para ayudar a otras personas."
Pero, desgraciadamente, los casos más graves, esas personas que estaban en las últimas fases de la enfermedad, que estaban en el proceso de morir, eran las que recibían el peor trato. Se las ponía en las habitaciones más alejadas de los puestos de las enfermeras; se las obligaba a permanecer acostadas bajo fuertes luces que no podían apagar; no podían recibir visitas fuera de las horas prescritas; se las dejaba morir solas, como si la muerte fuera algo contagioso.
Yo me negué a seguir esas prácticas. Las encontraba injustas y equivocadas. De modo que me quedaba con los moribundos todo el tiempo que hiciera falta, y les decía que lo haría.
Aunque trabajaba por todo el hospital, me sentía atraída hacia las habitaciones de los casos más graves, de los moribundos. Ellos fueron los mejores maestros que he tenido en mi vida. Los observaba debatirse para aceptar su destino; los oía arremeter contra Dios; no sabía qué decir cuando gritaban "¿por qué yo?", y los escuchaba hacer las paces con Él. Me di cuenta de que si había otro ser humano que se preocupara por ellos, llegaban a aceptar su sino. A ese proceso lo llamaría yo después las diferentes fases del morir, aunque puede aplicarse a la forma como enfrentamos cualquier tipo de pérdida.
Escuchando, llegué a saber que todos los moribundos saben que se están muriendo. No es cuestión de preguntarse "¿se lo decimos?" ni "¿lo sabe?".
La única pregunta es: "¿Soy capaz de oírlo?"
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