VIGÉSIMA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
I (7)
Continuaba el interrogatorio: ¿nombre?, ¿oficio?, ¿casado?, mientras el sol se elevaba sobre el bosque. El cura permanecía con las manos entrelazadas delante de sí: de nuevo se posponía la muerte. Sintió una tentación inmensa de adelantarse ante el teniente y declarar: “Soy yo el que usted busca”. ¿Le fusilarían al instante? Una ilusoria promesa de paz le tentaba. Lejos, en el firmamento, vigilaba un zopilote: desde aquella altura le debían parecer los hombres dos grupos de animales carnívoros que podían en cualquier momento romper las hostilidades, y él aguardaba allí, cual manchita negra, la carroña. Pero la muerte no es el término del dolor; creer en la paz sería una especie de herejía.
El último aldeano prestó su declaración.
El teniente preguntó:
-¿No hay ningún voluntario para ayudarnos?
Todos permanecían silenciosos junto al tablado de la música. Continuó el teniente:
-Ya sabéis lo que ocurrió en Concepción. Allí cogí un rehén... y cuando averigüé que el cura estuvo por las inmediaciones, lo fusilé contra el primer árbol. Y supe la verdad porque hay siempre quien cambia de idea; porque, acaso, alguno de Concepción amaba a la mujer del rehén y quería quitarlo de en medio. No es cuenta mía examinar los motivos. Yo tan sólo sé que más tarde hallamos vino en Concepción... En este pueblo quizás hay quien codicie vuestro pedazo de tierra o vuestra vaca. Es mucho más seguro hablar ahora. Porque voy también a coger un rehén aquí. –Hizo una pausa. Después se expresó así-: No es preciso hablar siquiera, si él está aquí entre vosotros. Basta que le miréis. Nadie sabrá entonces quién lo ha denunciado. Él mismo lo ignorará, si es que teméis sus maldiciones. Ea... ésta es la última oportunidad que os doy.
El cura miraba al suelo; no pondría dificultades al que lo entregara.
-Muy bien -repuso el teniente-, entonces escogeré al rehén. Vosotros os lo habéis ganado.
Desde su caballo los observaba; uno de los gendarmes, con el fusil apoyado en el tablado, se arreglaba una polaina. Los aldeanos todavía miraban al suelo, todos temían llamar su atención.
Súbitamente se expansionó:
-¿Por qué no os fiáis de mí? Yo no quiero que muera ninguno de vosotros. A mis ojos, ¿por qué no queréis comprenderlo?, valéis mucho más que él. Yo os lo quisiera dar todo -e hizo un ademán que resultó inútil porque nadie le miraba. Con voz apagada pronunció–: Usted. El de allí. Le detendré a usted.
Chilló una voz de mujer:
-¡Ése es mi chico! Es Miguel. No puede usted llevarse a mi hijo.
El teniente contestó sin expresión:
-Aquí cada uno es el marido o el hijo de alguien. Esto ya lo sabía yo.
El cura permanecía callado con las manos entrelazadas: los nudillos palidecían a medida que apretaba... A su alrededor notaba un comienzo de odio, pues él no era marido ni hijo de nadie.
-Teniente...
-¿Qué quiere usted?
-Me estoy haciendo muy viejo para ser útil en el campo. Escójame a mí.
Una piara de cerdos irrumpió por la esquina de una choza sin consideración para nadie. El soldado acabó de liarse la venda-polaina y se enderezó. El sol, alzándose por encima del bosque centelleaba en las botellas del tenderete.
Replicó el teniente:
-Estoy escogiendo un rehén, no ofreciendo alojamiento y manutención gratuita a un holgazán. Si no sirve usted para el campo, tampoco sirve para rehén. -Dio una orden-: Atadle las manos y vámonos.
La policía partió al instante; se llevó consigo dos o tres pollos, un pavo y al hombre llamado Miguel.
El cura manifestó en voz alta:
-He hecho cuanto he podido. El entregarme es asunto vuestro. ¿Qué esperabais de mí? Evitar que me cojan es asunto mío.
Un hombre dijo:
-Está muy bien, Padre. Únicamente, ¿tendrá cuidado... mirará de no dejar ningún vino detrás de usted... como en Concepción?
Otro habló así:
-No es bueno demorarse aquí, Padre. Al fin le cogerían a usted. No se olvidarán de su cara para otra vez. Vale más ir al Norte, a las montañas. Al otro lado de la frontera.
-Es un Estado magnifico el del otro lado -observó una mujer-. Allí aún tienen iglesias. No dejan entrar a nadie en ellas, desde luego; pero las hay. ¡Vaya! Como que me han dicho que hay curas también en las ciudades. Un primo mío estuvo al otro lado de las montañas, en Las Casas, una vez, y allí oyó misa en una casa, dicha en un verdadero altar y con el cura revestido igual que en tiempos pasados.
-¿La caja, María? ¿Dónde está la caja? -inquirió él.
-Es demasiado expuesto llevar eso de ahora en adelante -replicó María.
-¿Cómo, si no, llevaría el vino?
-No queda vino.
-¿Qué quieres decir?
Explicó ella:
–No quiero preocupaciones ni para usted ni para nadie. He roto la botella. Aunque me traiga mala suerte... El cura la amonestó con suavidad y tristeza:
-No seas supersticiosa. Era vino, simplemente. No hay nada sagrado en el vino. Sólo que es difícil obtenerlo aquí. Por esto guardé un repuesto en Concepción. Pero me lo han encontrado.
-Ahora creo que se irá usted muy lejos, muy lejos. Ya no es útil a nadie -dijo ella con ferocidad-. ¿No lo comprende usted, Padre? Ya no nos hace ninguna falta.
-¡Oh, sí! -contestó él-. Comprendo. Pero no se trata de vuestro deseo ni del mío.
Le interrumpió ella con brutalidad:
Esas cosas ya las sé yo. Fui a la escuela. No soy una ignorante como esas otras. Yo sé que es usted un mal sacerdote. Estuvimos juntos aquella vez. Apostaría que aquello no fue todo lo que ha hecho usted. ¿Cree usted que Dios quiere que se quede para que lo maten...; un “pater-whisky” como usted?
Él permanecía resignado ante ella, como si estuviera ante el teniente, escuchando. No la hubiera creído capaz de tanta reflexión.
-Suponga que lo matan. Sería un mártir, ¿no es cierto? ¿Qué clase de mártir cree usted que sería? Es para que la gente se burle.
Jamás se le había ocurrido a él que nadie le considerase como a un mártir. Dijo:
-Es arduo. Mucho. Pensaré en ello. No quisiera que se mofaran de la Iglesia.
-Entonces, piénselo al otro lado de la frontera...
-Bien...
-Cuando sucedió lo que usted sabe, yo me sentí orgullosa. Pensé que volverían los días buenos. No puede ser cualquiera la mujer de un cura. Y la niña... Creí que usted haría mucho por ella. Pero de igual modo pudo usted ser un ladrón, porque todo el bien...
Manifestó él, vagamente:
-Ha habido muchos buenos ladrones.
-¡Por el amor de Dios, coja su aguardiente y márchese!
-Había una cosa. En la caja había algo...
-Entonces, váyase y búsquela usted mismo entre la basura. Yo no la quiero tocar otra vez.
-Y la niña. Eres una buena mujer, María. Quiero decir... procurarás educarla bien... como a una cristiana.
-No servirá nunca para nada; ya lo ha podido usted ver.
-No puede ser muy mala a su edad -imploró él.
-Seguirá por el camino emprendido.
–La próxima misa que diga será para ella.
María ni siquiera escuchaba. Insistió:
-Es mala por los cuatro costados.
Él no se daba cuenta de que la fe se estaba extinguiendo; la Misa pronto no significaría para nadie más que un gato negro cruzando el camino. Arriesgaba la vida de todos por una superstición más equivalente para ellos a la sal derramada o al gesto de tocar madera. Empezó:
-Mi mula...
-Ahora le están echando maíz. Lo mejor es que vaya usted hacia el Norte. Por el Sur ya no hay nada que hacer.
-Yo pensé acaso en Carmen...
-Ahora vigilan por allí.
-Bueno... -suspiró él con tristeza-. Tal vez algún día... cuando mejoren las cosas...
Esbozó una cruz para bendecir, pero María permaneció de pie impaciente, deseando que se fuerapara siempre.
-Bueno, adiós, María.
-Adiós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario