miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE

I (9)

Dirigió la mula hacia el Sur. Marchaba sobre el rastro dejado por la policía. Mientras fuera despacio y no alcanzara a ningún rezagado, la ruta parecía de una seguridad excelente. Lo que necesitaba ahora era vino, y debía ser de uva: de otro modo no serviría. Hubiera también podido escapar hacia el Norte, hacia las montañas y al Estado situado detrás de ellas, donde lo peor que pudiera ocurrirle sería pagar una multa o bien pasar unos días en la cárcel por falta de dinero. Pero no estaba dispuesto todavía para la capitulación final. Todos los pequeños abandonos los tenía que pagar con sufrimientos ulteriores, y ahora sentía la necesidad de algo que redimiera a su hija. Permanecería otro mes... otro año... arreando la mula arriba y abajo; intentaba sobornar a Dios con promesas de firmeza... La mula de pronto fijó los cascos en el suelo y. se paró en seco: una serpiente pequeña se alzó, como una mujer agraviada, en el sendero, y después se metió silbando en la hierba desapareciendo como se apaga un fósforo encendido. La mula echó de nuevo a andar.

Al llegar cerca de un pueblo detendría la bestia, y él avanzaría a pie tan cerca del pueblo como pudiera. Acaso la policía se hubiese detenido allí; en tal caso volvería a montar y lo atravesaría de prisa sin decir a nadie más que los buenos días, y de nuevo en el bosque seguiría la pista del caballo del teniente. No tenía de momento idea clara de nada; tan sólo deseaba poner la mayor distancia posible entre él y el pueblo donde pasó la noche. Aún llevaba en la mano la pelota de papel arrugado. Alguien le había atado un racimo de unos cincuenta plátanos a la montura, además del machete y el saco pequeño que contenía su repuesto de cirios. De vez en cuando se comía un plátano, maduro, moreno y blanducho, con gusto de jabón. Le dejaba unos bigotes de pringue sobre la boca.

Pasadas seis horas de camino llegó a La Candelaria, miserable aldea larguirucha, con tejados de hojalata, puesta junto a un afluente del río Grijalva. Entró con cautela por la calle polvorienta; era poco después de mediodía; los zopilotes sobre los tejados resguardaban del sol sus menudas cabezas, y unos cuantos hombres yacían en las hamacas a la reducida sombra proyectada por las casas. La mula se afanaba adelantando con gran lentitud bajo la pesadez del día. Él se inclinaba sobre el arzón delantero.

La mula se detuvo por propia iniciativa junto a una hamaca; en ella un hombre, puesto en diagonal, arrastraba una pierna para conservar el vaivén de la hamaca -arriba y abajo, arriba y abajo- produciendo una leve corriente de aire.

-Buenas tardes.

El hombre abrió los ojos y le observó.

-¿A cuánto está Carmen de aquí? -inquirió el cura.

-Tres leguas.

-¿Podré pasar el río en canoa?

-Sí.

-¿Por dónde?

El hombre agitó una lánguida mano como para decir que por cualquier parte menos por allí. No le quedaban más que dos dientes, los colmillos, que asomaban amarillentos a los extremos de la boca como los que pertenecieron a especies extinguidas de animales y que se engastan en arcilla.

-¿Qué hacía la policía por aquí? -preguntó el cura, y una nube de moscas bajó a posarse en el cuello del mulo. Las ahuyentó con una varilla y ellas se alzaron con pesadez, dejando un menudo rastro de sangre, y cayendo de nuevo sobre el rudo pellejo gris. El animal parecía no darse cuenta, esperando al sol con la cabeza caída.

-Tal vez buscase a alguien -contestó el hombre.

-He oído decir que se da una recompensa por capturar a un gringo.

El hombre columpió su hamaca de aquí para allá. Exclamó:

-Más vale estar vivo y pobre que rico y muerto.

-¿Podría alcanzarles, si fuese a Carmen?

-Ellos no van a Carmen.

-¿No?

-Se dirigen a la ciudad.

Él, sin apearse, siguió adelante. A las veinte yardas volvió a detenerse junto a un tenderete de gaseosa y preguntó al chico encargado:

-¿Dónde puedo encontrar un bote para cruzar el río?

-No hay bote.

-¿Que no hay bote?

-Alguien lo robó.

-Dame un sidral. -Bebióse todo el líquido químico amarillo y espumoso que le dejó con más sed de la que tenía, e indagó-: ¿Cómo podré pasar?

-¿Para qué quiere usted pasarlo?

-Me dirijo a Carmen. ¿Cómo lo pasó la policía?

-A nado.

El cura arreó el animal más allá del inevitable tablado y de una estatua en estilo florido de una mujer con toga que agitaba una guirnalda: parte del pedestal se había desprendido, y yacía en mitad del camino; la mula lo rodeó. Él miró para atrás: lejos, al final de la calle, el mestizo se había sentado en la hamaca observándole. La mula penetró en una escarpada pendiente que bajaba hasta el río, y otra vez miró el cura hacia atrás: el cholo estaba todavía en la hamaca, pero con los dos pies en el suelo. Un desasosiego inveterado le obligó a pegar a la bestia. “Mula, mula”, pero el animal se tomaba largas deslizándose, talud abajo, hacia el río.

Junto a la orilla se negó a entrar en el agua. Él partió el cabo de su bastón con los dientes, y con la punta afilada le pinchó los flancos. Ella vadeó de mala gana, y el agua le alcanzó a los estribos y luego a las rodillas. Finalmente, empezó a nadar como un caimán, sin mostrar más que los ojos y las ventanas de la nariz. Alguien voceaba desde la orilla.

Él miró alrededor: al borde del agua estaba el mestizo llamándole, no muy alto: su voz no llegaba. Era como si tuviese el designio secreto de que no le oyera nadie excepto el cura. Con los brazos hacía señales requiriéndole para que volviese, pero la mula salió del agua con bruscas sacudidas ganando la orilla opuesta, y el cura no hizo caso.

La intranquilidad habíase alojado en su cerebro. Azuzaba al animal a través de la penumbra de un bosque de plátanos y sin mirar atrás. Durante los años anteriores tuvo siempre dos lugares adonde dirigirse y esconderse con seguridad: uno era Concepción, su antigua parroquia, que ahora se había cerrado para él; el otro era Carmen, donde naciera y donde sus padres estaban enterrados.

Se había imaginado que pudiera existir un tercero pero ya no volvería a él en adelante. Dirigió la cabeza de la mula hacia Carmen, y el bosque los acogió de nuevo. De este modo llegaría por la noche, que era lo que él deseaba. Cuando no la hostigaba, la mula caminaba con gran languidez, caída la cabeza y oliendo un poco a sangre. Él, inclinándose sobre el arzón muy alto, se quedó dormido. Soñó que una niña vestida de rígida muselina blanca recitaba el catecismo; hacia el fondo había un obispo y un grupo de “Hijas de María”, mujeres de edad con caras bastas y grises luciendo lazos azul celeste. El obispo decía: “Excelente... Excelente” y batía palmas, ¡plop, plop!

Un hombre vestido de negro hablaba así: “Nos faltan todavía quinientos pesos para el órgano nuevo. Proponemos dar una audición musical especial, de la que podemos esperar...” Con brusco sobresalto, pensó que él no podía quedarse allí de ningún modo, pues debía dirigir unos ejercicios en Concepción. El hombre llamado Montes apareció gesticulando detrás de la niña vestida de muselina blanca, recordándole que... Algo le había ocurrido, pues traía una herida con sangre en la frente. Percibió con horrible certeza una amenaza para la niña. Dijo:

-Querida, querida -y despertó al ruido de unas pisadas.

Volvió la cabeza: era el mestizo, vagabundeando detrás de él, chorreando agua; debió pasar el río a nado. Los dos colmillos asomaban sobre el labio inferior y hacía muecas insinuantes.

-¿Qué quiere usted? -preguntó el cura.

-No me dijo que se dirigía a Carmen.

-¿Por qué había de decírselo?

-Ya ve usted. Yo voy a Carmen también. Es mejor viajar en compañía.

Llevaba una camisa, pantalones blancos y sandalias por donde asomaba un dedo gordo del pie, rollizo y amarillo como algo que vive bajo tierra.

Se rascó debajo del sobaco y se acercó familiarmente al estribo del cura.

-¿No se ha ofendido, señor?

-¿Por qué me llama señor?

-Cualquiera puede ver que es usted un hombre educado.

-El bosque está franco para todos -contestó el cura.

-¿Conoce usted bien Carmen? -inquirió el mestizo.

-No muy bien. Tengo allí algunos amigos.

-Va usted por negocios, supongo.

El cura no respondió. Sentía la mano de aquel hombre sobre el pie; un contacto ligero e
implorante. Le oyó decir:

-Hay una finca fuera del camino a dos leguas de aquí. Vendría bien para pasar la noche.

-Voy muy de prisa -replicó él.

-Pero, ¿qué ventaja tendría el llegar a Carmen a la una o a las dos de la madrugada? Podríamos dormir en la finca y estar allí antes de que el sol estuviera alto.

-Yo haré lo que me convenga.

-Desde luego, señor, desde luego. -El hombre se calló durante un rato, y luego se expresó así-: No es prudente viajar de noche, si el señor no lleva una pistola. Para un hombre como yo es distinto...

-Yo soy muy pobre -repuso el cura-. Lo puede ver usted mismo. No vale la pena el robarme.

-Además, está el gringo. Dicen que es un hombre feroz, un pistolero auténtico. Llega hasta uno y le dice en su propio lenguaje: “Alto: cuál es el mejor camino para...” Bueno, para cualquier sitio. Uno no entiende lo que dice y tal vez hace un movimiento y entonces él le mata a tiros. ¿Pero acaso usted sabe el americano, señor?

-Desde luego que no. ¿Cómo habría de saberlo? Soy un pobre. Pero no hago caso de las historias de bandidos.

-¿Viene usted de lejos?

El cura meditó un momento.

-De Concepción -contestó al fin, pensando que allí ya no podía hacer más daño.

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