viernes

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO


VIGESIMOCUARTA ENTREGA

«El cielo es grande. Dios estuvo conmigo esa noche. De no ser así quién sabe lo que  hubiera pasado. Porque fue ya de noche cuando reviví...»

-¿Lo oyes ya más claro?

-Sí.

«...Tenía sangre por todas partes. Y al enderezarme chapotié con mis manos la sangre  regada en las piedras. Y era mía. Montonales de sangre. Pero no estaba muerto. Me di  cuenta. Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un susto.  Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo dos meses antes. El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda? ¿En cuál San Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: «¿En cuál boda, don Pedro?» No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por allí. Pero fue por casualidad... Él no tuvo intenciones de matarme. Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco si ustedes quieren. Pero no me mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y ni quien lo dude.»

-¿Quién será?

-Ve tú a saber. Alguno de tantos. Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino. Y eso que a don Lucas nomás le tocó de rebote, porque al parecer la cosa era contra el novio. Y como nunca se supo de dónde había salido la bala que le pegó a él, Pedro Páramo arrasó parejo. Esto fue allá en el cerro de Vilmayo, donde estaban unos ranchos de los que ya no queda ni el rastro... Mira, ahora sí parece ser ella. Tú que tienes los oídos muchachos, ponle atención. Ya me contarás lo que diga.

-No se le entiende. Parece que no habla, sólo se queja.

-¿Y de qué se queja?

-Pues quién sabe.

-Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja.

-Se queja y nada más. Tal vez Pedro Páramo la hizo sufrir.

-No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa.  Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino.

»Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros «bebederos». Recuerdo días en que Comala se llenó de «adioses» y hasta nos parecía cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia. Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adónde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna.

»Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los «cristeros» y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar.

»Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió la mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería.» 

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