jueves

BARROCO, HERMENÉUTICA Y MODERNIDAD II - LUIS IGNACIO IRIARTE


DÉCIMA ENTREGA

INTRODUCCIÓN (6)

Góngora y el modernismo (2)

Por cierto, Darío no continuó esta perspectiva «neobarroca». Las razones pue­den ser muchas. Las impugnaciones de Machado y otros escritores españoles de­ben haber tenido su peso. Además, tras el inicio del nuevo siglo Darío abandonó la poesía lujosa de Prosas profanas por la mucho más austera y americanista que ya se lee en los poemas más tardíos de Cantos de vida y esperanza. De todos modos, al rescatar a Góngora como marginal y reinscribir la representación del Barroco en la sinestesia de fin de siglo, compuso una imagen del poeta que será fundamental para el siglo XX. En primer lugar, Darío aceptó los prejuicios sobre la decadencia, la locura y el formalismo que se habían configurado sobre el poeta entre el siglo XVIII y fines del XIX. En segundo término, según una transformación que excede su lectura puntual de Góngora, cambió el signo que pesaba sobre esos ejes inter­pretativos. Se puede caracterizar este proceso, en términos generales, a partir de lo que Mainer denomina las «máscaras del decadentismo», es decir, esas apelaciones a rasgos marginales, como la locura, la enfermedad, el crimen, la barbarie, mediante las cuales los escritores asumieron un estilo, un gesto y aun una moda en el vestir con las que buscaron diferenciarse del resto de la sociedad. Escribe Mainer: «Se trataba siempre de llamar la atención» (2010: 106), a lo que podría agregarse que se trataba también de buscar aquellos síntomas que, dispersos en la red social, son los agujeros que la ponen en cuestión.

Esta lectura de Darío, en la que se integran la revalorización de Góngora y la transformación de los prejuicios neoclásicos y románticos, se inscribe en un proceso complejo que tiene múltiples aristas. Podemos destacar, entre otros, la accidentada historia de la recuperación del poeta y, de manera inseparable, el lugar que ocupó España para algunos escritores franceses. El primer aspecto es muy conocido. La imagen de Góngora como un escritor maldito, olvidado, decadente y, por lo mismo, interesante, no le pertenece a Darío, sino que Darío la encontró durante su visita a París, en 1893, seis años antes de redactar «Trébol». En esa oportunidad, pudo ver que Verlaine y Moreas conocían a Góngora y Calderón de la Barca. Como los franceses, el escritor rescató a Góngora porque se trataba de un autor maldito. Por otra parte, ése era también el prejuicio que se había impuesto en España en el siglo XIX. Como vimos, Góngora era un escritor decadente, según Menéndez Pelayo, o un poeta que había bordeado la locura.

De esta manera, Darío corrió el eje de lectura del poeta cordobés. Tomó las ideas de decadentismo, locura, formalismo e incluso, como veremos, de barbarie, y las convirtió en marcas positivas, en tanto las entendió como los síntomas inte­resantes de la modernidad.

Este proceso de transformación de los prejuicios se puede reconstruir tam­bién a partir de la imagen de España en el extranjero. Como señala Rafael Ferre­res, Verlaine se interesó por Góngora en tanto desde el romanticismo España se había puesto de moda entre los escritores franceses y tal vez entre la gente de la alta sociedad (1975) (5). En ella se enrolaron Chateaubriand, Vigny, Musset y Víc­tor Hugo, quien en el Prefacio a Cromwell se había extendido en citas de españoles como Lope de Vega y Tomás de Iriarte, y cuyo hermano Abel había traducido el romancero heroico español en 1822. Lo mismo había sucedido con Theophile Gautier. Su hispanofilia lo llevó a cargar con una máquina de daguerrotipo y padecer largas jornadas en diligencias y galeras tras los Pirineos para captar en Voyage a Spagne algo de la esencia de aquel país. Pero lo más importante es que buscó en esas tierras un país romántico y primitivo, que todavía no estuviera contaminado por la civilización parisina. A la entrada de España confiesa qué es lo que buscaba, sin dejar de anotar el temor de que ese deseo se viera de pronto disuelto por una más prosaica realidad: «Encore quelques tours de roue, je vais peut-être perdre une de mes illusions, et voir s’envoler l’Espagne de mes rêves, l’Espagna du romancero, des ballades de Victor Hugo, des nouvelles de Mérimée et des contes d’Alfred de Musset» (1856: 17). Se desengañó en Madrid, porque se habían importado las modas francesas y había remedos de la vida parisina; en cambio, encontró su sueño en las actividades y los lugares románticos: las corridas de toros, la gente de los pueblos, las iglesias y catedrales, plagadas de reliquias, santorales y cuadros impactantes por lo emotivos. Si bien el balance de Gautier fue más bien negativo, en tanto consideró que España había perdido mucho del aire romántico que tenía, lo conservaba en su primitivismo, y era precisamente ese primitivismo el que hacía atractivo el país. Expandió, por ejemplo, ese ambiguo elogio a partir de la excelencia de la alfarería, el arte del mimbre y la manera de enjaezar las bestias de carga, tres aspectos en los que se destacaba España y que le resultaban admirables, a pesar de que revelaban para él exactamente lo contrario de lo que esperarían los españoles:

Il y a trois choses qui sont pour moi des thermomètres précis de l’état de civilisation d’un peuple : la poterie, l’art de tresser soit l’oiser soit la paille, et la manière de har­nacher les bêtes de somme. Si la poterie est belle, pure de formes, correcte comme l’antique, avec le ton naturel de l’argile blonde ou rouge ; si les corbeilles et les nattes sont fines, merveilleusement enlacées, relevées d’arabesques de couleurs admirable­ment choisies ; si les harnais son brodés, piqués, ornés de grelots, de hpuppes de laine, de dessins du plus beua choix, vou pouvez être sûrs que le peuple est primitif et très-voisin encore de l’état de nature : des civilisés ne savent faire ni un pot, ni une natte, ni un harnais (1856: 105).

Darío se hizo eco de este rescate de la barbarie. Escribe en la necrológica sobre Leconte de Lisle, que publicó en La Nación y luego recopiló en Los raros:

El más griego de los artistas, como le llamara un joven esteta, cantó a los bárbaros, ciertamente. Como había en su reino poético, suprimido todo anhelo por un ideal de fe, la inmensa alma medieval no tenía para él ningún fulgor; y calificaba la Edad Media como una edad de abominable barbarie. Y he aquí que ninguno entre los poe­tas, después de Hugo, ha sabido poner delante de los ojos modernos, como Leconte de Lisle, la vida de los caballeros de hierro, las costumbres de aquellas épocas, los he­chos y aventuras trágicas de aquellos combatientes y de aquellos tiranos; los sombríos cuadros monacales, los interiores de los claustros, los cismas, la supremacía de Roma, las musulmanas barbaries fastuosas, el ascetismo católico, y el temblor extranatural que pasó por el mundo en la edad que otro gran poeta ha llamado con razón, en una estrofa célebre, «enorme y delicada» (1952: 31-32).

Pero para el fin de siglo la barbarie había adquirido un segundo sentido. Gautier todavía usaba el concepto como sinónimo de atraso nacional. Sin embar­go, su ambigua admiración hacia España anuncia un significado complementa­rio. Gautier cruzó los Pirineos para ver un paisaje romántico, pero también para encontrar allí la verdad primigenia del hombre y las organizaciones humanas. En este sentido, a lo largo del siglo XIX la barbarie vivió lo que podríamos llamar un proceso de interiorización. Pasó del país atrasado a la verdad perdida, dejó de ser lo Otro del progreso para convertirse en el hueso duro de la sociedad.

Darío asumió este segundo sentido. En Los raros, compara a Leconte de Lisle con un nuevo Pan en busca de la armonía, a quien le salió al encuentro el dios civilizador Apolo, recibiendo de él la lira. Retoma, así, la oposición que Nietzsche había establecido con lo apolíneo y lo dionisíaco. Darío se apropia de ese tema (que como interpretación del siglo XVII será fundamental para buena parte de la crítica del XX) y lo interpreta a través de una insistencia en esa verdad primigenia del hombre que son las pulsiones sexuales. Esto tiene una gran importancia tanto para su lectura de Góngora como para su admiración de Verlaine. En Los raros (1905) dice por ejemplo que en Verlaine «aumentaba su lujuria primitiva y natu­ral a medida que acrecía su concepción católica de la culpa» (49). En «Cantos de vida y esperanza» habla de Góngora y Verlaine a través de la sensualidad:

Como la Galatea gongorina
Me encantó la marquesa verleniana
Y así me juntaba a la pasión divina
Una sensual hiperestesia humana (1986: 11).

Notas

5) Esta moda francesa, que le prestaba a Es­paña una admiración absolutamente ambigua, a la larga fue reconocida por algunos escrito­res españoles. Como recordó Leopoldo Zea, el clima post ’98 empujaba a los intelectuales a preguntarse finalmente por el país, lo cual los llevó a buscar una modernidad que fuera nacional y que por lo tanto constituyera el re­sultado de un desarrollo interno, cuyo punto de partida debía ser, necesariamente, este atra­so que tanto le gustaba a Gautier (Zea 1995: 28-32).

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