martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


VIGESIMOTERCERA ENTREGA

SEGUNDA PARTE

"EL OSO".


15. EL HOSPITAL ESTATAL DE MANHATTAN (1)

Unas semanas antes de que Manny y yo comenzáramos nuestros nuevos trabajos, recibí una carta de mi padre. Era un mensaje serio pero teñido de ironía. Acababa de sufrir una embolia pulmonar y, según él, se aproximaba el final. Quería que lo visitáramos por última vez. También quería que lo examinara yo, su médica favorita, la única en quien confiaba. ¡Cuánto habíamos peleado por mi deseo de estudiar medicina!

Después de la pérdida de mi bebé y de la mudanza, Manny y yo estábamos agotadísimos. No teníamos el menor deseo de ir a Suiza. Pero la última petición de Sepph me había enseñado que no hay que hacer caso omiso de los deseos de un moribundo. Cuando desean hablar, no quieren decir mañana, quieren decir de inmediato. Así pues, Manny vendió su Impala nuevo para pagar los billetes de avión, y tres días después entramos en la habitación de mi padre en el hospital. La escena conque nos encontramos no era la que imaginábamos. En lugar de estar en su lecho de muerte, mi padre estaba levantado y con un aspecto muy saludable. Al día siguiente lo llevamos a casa.

Esa reacción exagerada no era propia de mi padre. Tampoco era propio de Manny no decir nada después de haber vendido su coche para nada.

Algo pasaba. Más adelante comprendí que cuando estaba en el hospital, mi padre debió de haber sentido la premonición de que necesitábamos reparar nuestra relación antes de que fuera demasiado tarde; y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante el resto de la semana mi padre filosofó conmigo acerca de la vida como jamás había hecho antes. Eso nos unió más que nunca, y creo que Manny comprendió que valía muchísimo más que cualquier coche.

A nuestro regreso a Nueva York comencé mi práctica como residente en el Hospital Estatal de Manhattan, donde no se tenía en mucho aprecio la vida. Fue en julio de 1959, uno de esos calurosos y pegajosos días de verano. Tenía todos los motivos del mundo para sentirme incómoda cuando entré en el hospital. Éste era un imponente y sobrecogedor conjunto de edificios de ladrillo, donde se albergaba a centenares de enfermos mentales muy graves. Eran los peores casos de trastorno mental. Algunos pasaban allí hasta veinte y más años.

Encontré increíble lo que vi allí; en esos edificios estaban hacinadas personas indigentes cuyos rostros contorsionados, gestos espasmódicos y gritos de angustia decían muy claro que estaban sufriendo un infierno en vida. Esa noche en mi diario definí lo visto como un "manicomio de pesadilla". Podría haber sido peor.

El pabellón al que me asignaron estaba en un edificio de una planta en el que vivían cuarenta esquizofrénicas crónicas. Me dijeron que todas estaban desahuciadas, no había remedio para ellas.

Observé una sola cosa que podía explicar esa afirmación: la enfermera jefe. Era amiga del director y por lo tanto imponía sus propias reglas, entre las cuales estaba la de permitir circular libremente a sus adorados gatos por todo el pabellón. Estos orinaban por todos los rincones, y como las ventanas provistas de barrotes se mantenían cerradas, la fetidez era horrorosa. Al instante sentí compasión por mis compañeros de trabajo, el doctor Philippe Trochu, residente, y Grace Miller, asistenta social.

Los dos eran personas humanitarias. No lograba imaginarme cómo podían sobrevivir allí mis compañeros, aunque las pacientes lo tenían mucho peor. Las golpeaban con palos, las castigaban aplicándoles electrochoque y a veces las metían en bañeras con agua caliente hasta el cuello y las dejaban allí hasta 24 horas. A muchas  se las usaba de cobayas humanos en experimentos con LSD, psilocibina y mescalina. Si protestaban, y todas lo hacían, las sometían a castigos aún más inhumanos.

En mi calidad de investigadora me encontré en el centro de ese nido de víboras. Mi trabajo oficial consistía en registrar los efectos de esos alucinógenos en las pacientes, pero después de escucharlas explicar las aterradoras visiones que les producían esas drogas, juré poner fin a esa práctica y cambiar la forma de llevar esa institución.

No sería difícil modificar los procedimientos rutinarios del hospital o de las enfermas. La mayoría permanecían arrinconadas en su sala o en la de recreación, totalmente ociosas, sin ningún tipo de ocupación, distracción ni estímulo. Por la mañana tenían que formar en fila para recibir los medicamentos que les provocaban un estado de estupor y les producían horrorosos efectos secundarios. El resto del día se las sometía a tratamientos similares. Vi que había motivos para administrar medicamentos como el Thorazine en la terapia para psicóticos, pero la mayoría de esas personas estaba medicada en exceso y eran víctimas de indiferencia y negligencia. En lugar de medicamentos, lo que necesitaban era atención y cariño.

Con la ayuda de mis compañeros de trabajo, cambié esas prácticas por otras que motivaran a las pacientes a ocuparse de sí mismas y cuidarse. Si deseaban Coca-cola y cigarrillos, tenían que ganarse el dinero para pagar esos privilegios. Debían levantarse a la hora, vestirse solas, peinarse y llegar a la fila a tiempo. Las que no podían, o no querían, realizar esas sencillas tareas, tenían que aceptar las consecuencias. El viernes por la noche les entregaba su paga. Algunas se bebían toda su cuota de Coca-cola y se fumaban todos los cigarrillos la primera noche. Pero obtuvimos resultados.

¿Qué sabía yo de psiquiatría? Nada. Pero sí sabía de la vida y abrí mi corazón a la desgracia, la soledad y el miedo que sentían esas mujeres. Si me hablaban, yo les contestaba; si me expresaban sus sentimientos, yo las escuchaba y les contestaba. Ellas lo notaron, y de pronto vieron  que no estaban solas y dejaron de sentirse asustadas.

Tuve que batallar más con mi jefe que con las pacientes. Él se oponía a reducir los medicamentos, pero finalmente logré que las pacientes realizaran tareas de poca monta, pero productivas. Llenar cajas con lápices de rímel no era gran cosa, pero era mejor que estar sentadas drogadas en estado de trance. Después incluso comencé a sacar a la calle a las pacientes de mejor conducta. Les enseñé a viajar en metro, a hacer algunas compras y, en ocasiones especiales, incluso las llevé a los almacenes Macy’s. Mis pacientes sabían que me importaban y fueron mejorando.

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