DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
I (4)
Cavilaba sobre su propia muerte y sobre la vida que continuaría para ella. Tal vez el infierno, para él, sería contemplarla alcanzándole, degradándose gradualmente, compartiendo las flaquezas transmitidas por él, como una tuberculosis... Se acostó de espaldas y desvió la cara de la luz declinante; parecía dormir, pero estaba desvelado. La mujer se afanaba en pequeñas tareas, y a medida que se ponía el sol, salieron los mosquitos centelleando por el aire, infalibles hacia su objetivo, como cuchillos lanzados por un marinero.
-Le pondré un mosquitero, Padre.
-No. No hace falta.
Durante los últimos diez años había tenido fiebre más veces de lo que podía recordar; ya no se preocupaba. La fiebre venía, se marchaba y todo quedaba igual; formaba parte de su ambiente.
Al poco rato salió ella de la cabaña y él oyó la voz que comadreaba fuera. Le asombraba y aliviaba un poco el carácter acomodaticio de María. Una vez, durante cinco minutos, siete años atrás, habían sido amantes, si es que puede darse tal nombre a una situación en la cual ella no le llamó jamás por su nombre de pila; para ella no fue sino un incidente, un rasguño que se cura por completo en la carne sana. Incluso la enorgullecía el haber sido la mujer del cura. Tan sólo él llevaba una herida que le hacía pensar que se había acabado el mundo.
Fuera estaba oscuro: aún no había señales del alba. Apenas dos docenas de personas sentábanse en el suelo terroso de la cabaña más grande oyéndole predicar. Él no podía verlos con precisión: los cirios colocados sobre una caja de embalaje despedían un humo vertical y espeso; la puerta cerrada impedía las corrientes de aire. Hablaba del cielo, vestido con los pantalones andrajosos de peón y la camisa rota, de pie entre los feligreses y las luces. Aquellos refunfuñaban y se movían inquietos. El cura comprendía que estaban deseando que acabase la misa: le habían despertado muy temprano porque había rumores de policía...
Les decía:
-Un santo Padre nos ha enseñado que la alegría está condicionada al dolor. El dolor es una parte de la alegría. Cuando tenemos hambre pensamos en lo que disfrutaremos al fin con el alimento. Cuando tenemos sed... -Se detuvo de pronto, hundiendo la mirada en las sombras, esperando la risa cruel que no llegaba. Continuó-: Renunciamos a muchas cosas para podernos luego regocijar. Habréis oído hablar de los ricachos del Norte, que comen alimentos salados para tener sed... para lo que llaman ellos el cocktail. Antes del matrimonio, también está el largo noviazgo...
Volvió a detenerse. Sentía su propia indignidad como un peso en la base de la lengua. En el intenso calor nocturno un cirio doblado olía a cera caliente. La gente se removía en la sombra sobre el duro suelo. El olor de seres humanos sin lavar luchaba con el de la cera. Él gritaba, obstinado, con voz autoritaria:
-Por esto yo os digo que el cielo está aquí; esto es parte del cielo, lo mismo que el pan es parte del placer. -Añadió-: Pedid sufrir más cada día. No os canséis jamás de sufrir. La policía que os vigila, los soldados que os cobran impuestos, los azotes del jefe que siempre recibís porque sois demasiado pobres para poder pagar, las viruelas y la fiebre, el hambre... todo esto forma parte del cielo; es la preparación. Acaso sin esto, ¿quién sabe?, no gozaríais tanto del paraíso. No sería completo. ¿Y el cielo? ¿Qué es el cielo?
Su lengua trabucaba frases literarias de lo que ahora tenía por otra vida, la vida escrupulosa y tranquila del seminario: nombres de piedras preciosas, la Jerusalén Áurea. Pero aquella gente no había visto el oro jamás. Siguió farfullando un poco.
-El cielo está allí donde no hay jefes, ni leyes injustas, ni contribuciones, ni soldados, ni hambre. Vuestros hijos no mueren en el cielo. -Se abrió la puerta de la cabaña y entró deslizándose un hombre. Hubo susurros fuera del alcance de las luces-. Allí nunca estaréis asustados ni inseguros. Allí no hay “camisas rojas”. Nadie envejece. La cosecha nunca se malogra. ¡Oh! ¡Qué fácil es decir todo lo que no hay en el cielo! Lo que sí hay es Dios. Esto ya es más difícil. Las palabras están hechas para describir lo que conocemos por nuestros sentidos. Decimos “luz”, pero tan sólo pensamos en el sol: “amor”... -No resultaba fácil concentrarse: la policía no andaría lejos. Aquel hombre probablemente traía noticias-. Ello, quizá, significa un hijo...
La puerta volvió a abrirse mostrando otra luz indecisa, como una pizarra gris, por la parte de afuera. Una voz le susurró, apremiante:
-Padre.
-¿Qué?
-La policía tiene su pista; tan sólo está a una milla de aquí, atravesando el bosque.
Para él aquello era lo habitual: sus palabras que no llegaban a lo vivo, el final atropellado, la expectativa del dolor interpuesta entre él y la fe. Pronunció con insistencia:
-Por encima de todo acordaos de esto: el cielo está aquí. -¿Vendrían a pie o a caballo? Si a pie, le quedaban veinte minutos para terminar la misa y esconderse-. Aquí mismo, en este mismo instante, vuestro miedo y el mío forman parte del cielo, donde ya no habrá miedo nunca jamás.
Les volvió la espalda y empezó a recitar el Credo. Hubo una ocasión en que se acercó al canon de la Misa con verdadero pavor físico; fue la primera vez que consumió el cuerpo y la sangre de Dios estando en pecado mortal; pero después la vida engendró sus excusas; al poco tiempo no le pareció importara mucho que se condenara él o no, con tal que aquellos otros...
Besó encima la caja de embalaje y se volvió para bendecir... A la escasa luz pudo ver dos hombres de rodillas con los brazos extendidos en cruz; guardaban aquella postura mientras no terminase la consagración: una mortificación más exprimida de sus vidas duras y penosas. Sintiose humillado por el dolor que los hombres ordinarios soportaban voluntariamente; a él el dolor le era impuesto.
Oh, Señor, he amado el decoro de vuestra casa... (1)
Los cirios humeaban y el pueblo se revolvía sobre las rodillas. Sentía una felicidad absurda saltándole dentro del pecho, antes que retornara la ansiedad; era como si le fuese dado examinar desde afuera la población del cielo. Éste debía contener precisamente aquellas caras hambrientas, asustadas y perplejas. Durante unos segundos sintió satisfacción inmensa, ya que podía hablarles del sufrimiento sin hipocresía. Resulta difícil predicar la pobreza cuando se es un cura orondo y bien alimentado.
Empezó el Memento por los vivos: la larga lista de los Apóstoles y mártires, cuyos nombres caían con rumor de pasos: Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono... La policía llegaría pronto al calvero donde el mulo se le había sentado y donde se había lavado él en el charco. Las palabras latinas corrían entremezcladas por su lengua apresurada: notaba la impaciencia a su alrededor.
1 Parte del Salmo XXV que se reza en el lavatorio de la Misa. (Nota del Traductor.)
Empezó la Consagración (se le habían terminado las formas hacia mucho tiempo); empleó un trozo de pan del horno de María; la impaciencia desapareció bruscamente; con el tiempo todo se convertía en rutina menos esto:
-El cual el día antes de su Pasión tomó el pan en sus venerables manos y...
Quienquiera que fuese el que se moviera por el sendero del bosque, allí dentro no se movía nadie.
-Hoc est enim Corpus Meum.
Oyó suspiros de alivio surgiendo de muchos pechos; allí estaba Dios en cuerpo por primera vez después de seis años. Cuando alzó la Hostia pudo imaginarse las caras alzadas como de perros hambrientos. Empezó la consagración del vino en una copa desconchada. Aquello era un abandono más; durante dos años había llevado el cáliz consigo: en cierta ocasión le hubiera sido fatal si el oficial que le abrió la caja no hubiera sido católico. Ello pudo muy bien costarle la vida al oficial si llegó a descubrirse la evasión; él no lo sabía: uno rueda por el mundo causando sabe Dios cuántos mártires, en Concepción o en cualquier otra parte, mientras uno mismo carece de la gracia suficiente para morir.
La Consagración fue silenciosa: no sonó la campanilla. Se arrodilló junto a la caja, agotado, sin una oración. Alguien abrió la puerta; una voz susurró apremiante:
-Están aquí.
Notas
(1) Parte del Salmo XXV que se reza en el lavatorio de la Misa. (Nota del Traductor.)

























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