miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN


DECIMOCUARTA ENTREGA


SEGUNDA PARTE

I

De  pronto, la mula en que iba montado el cura se sentó. No era raro, pues estuvieron marchando a través de la selva desde hacía más de doce horas. Se dirigían al Oeste cuando les llegaron noticias de soldados y torcieron hacia el Este. En esta dirección los “camisas rojas” ejercían gran actividad, así que cambiaron nuevamente hacia el Norte, vadeando los pantanos y sumergiéndose entre las sombrías caobas. Ahora estaban los dos cansados y la mula sentose, simplemente. El cura se apeó gateando y empezó a reír. Se sentía feliz. Es una de las revelaciones extrañas en tal clase de vida; un hombre, a pesar de padecerla, tiene momentos de alborozo: siempre halla comparaciones con tiempos peores. Hasta en el peligro y en la miseria el péndulo oscila.

Salió con cautela del recinto arbolado y entró en un claro pantanoso; todo aquel Estado era igual: río, selva y pantanos. Arrodillose bajo la declinante luz solar y se lavó la cara en un charco sucio que reflejó, como un cacharro vidriado, el semblante barbudo y hundido; fue la cosa tan inesperada, que hizo una mueca con una sonrisa tímida, evasiva, retorcida, de hombre cogido en el garlito. En otros tiempos ensayaba con frecuencia los ademanes ante el espejo durante un largo rato, de modo que llegó a conocer su propia fisonomía tan bien como un actor. Era una especie de humildad: su cara natural no le parecía conveniente. Era una cara de bufón, buena para dirigir bromas inocentes a las mujeres, pero inadecuada para el antepecho del altar. Había procurado cambiarla, y, ciertamente, pensaba, lo había logrado; jamás le reconocerían ya, y la causa de su regocijo volvió a él como un sabor de aguardiente, prometiéndose temporal alivio contra el miedo, la soledad y una porción de cosas más. La presencia de los soldados le había llevado al lugar mismo donde más deseaba estar.

Lo había evitado durante seis años; pero ahora no era por su culpa, era su deber ir allí; no podía considerarse un pecado. Volvió a la mula y le dio puntapiés suaves.

-¡Arriba, mula, arriba!

Era un hombrecillo macilento, vestido con ropas destrozadas de paisano, dirigiéndose, por vez primera después de muchos años, como un hombre vulgar cualquiera, a su propia casa.

En todo caso, aunque hubiera podido ir hacia el sur evitando la aldea, el no hacerlo constituiría tan sólo una capitulación más. Los años anteriores estaban sembrados de claudicaciones parecidas: las fiestas de guardar, ayunos y abstinencias fueron los primeros desatendidos; después no se había preocupado más que de tarde en tarde, por el rezo de su breviario, el cual, por fin, había abandonado y perdido en uno de sus periódicos intentos de fuga. Luego, la piedra del altar se volvió harto peligrosa para ser acarreada. No debía decir misa sin ella; probablemente se exponía a una suspensión de licencias, pero las penas eclesiásticas empezaban a parecer irreales en una situación donde la única pena subsistente era la civil de muerte.

La rutina de su vida había reventado como un dique y el olvido llegó con su gorgoteo, borrando unas cosas y otras. Cinco años atrás había dado paso a la desesperación (el pecado imperdonable) y ahora consideraba la pasada escena de su desespero con curiosa despreocupación. Porque también había pasado por encima de la desesperanza. Era un mal sacerdote, lo sabía: un “pater-whisky”, mote puesto a los de su clase; pero el chorreo de sus culpas caía fuera de la vista y del entendimiento, en algún lugar donde acumulaba en secreto: el vertedero de sus caídas. Alguna vez, suponía él, llegarían a obturar la fuente de la gracia. Hasta entonces seguiría tirando, con períodos de temor y de cansancio; con vergonzosa ligereza de corazón.

La mula chapoteó por el calvero y ambos volvieron al arbolado. El haber cesado en la desesperación no significaba, por supuesto, que no estuviese condenado; suponía simplemente que después de cierto tiempo el misterio se había hecho demasiado grande. Un condenado que ponía a Dios en la boca de los demás hombres resulta un extraño servidor del diablo. Tenía la mente llena de una mitología simplificada: Miguel, revestido de coraza, mataba el dragón, y los ángeles caían por el espacio cual cometas de flameante cabellera porque tuvieron celos, según ha dicho uno de los Padres, de lo que Dios destinaba a los hombres: el privilegio enorme de la vida, de esta vida.

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