martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


DUODÉCIMA ENTREGA

PRIMERA PARTE

"EL RATÓN".

9. TIERRA BENDITA. (3)

Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al niño, que no estaba nada bien. A la salida del sol llegamos a las altas puertas de hierro del enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un guardia nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos caminado los 30 kilómetros para nada? Miré al niño que por momentos perdía y recuperaba el conocimiento. No, ese esfuerzo no sería en vano. Tan pronto divisé a alguien que parecía ser médico, moví los brazos para llamarle la atención. De mala gana el médico tocó al niño, le tomó el pulso y llegó a la conclusión de que no había esperanzas.

-Ya tenemos enfermos en camas puestas en los cuartos de baño -explicó-. Puesto que este niño no va a poder salvarse, no tiene sentido admitirlo.

Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa.

-Soy suiza -le dije moviendo el índice bajo su nariz-, caminé e hice autostop para venir a Polonia a ayudar al pueblo polaco. Atiendo yo sola a cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica en Lucima. Ahora he hecho todo este trayecto para salvar a este niño. Si no lo admite, volveré a Suiza y le diré a todo el mundo que los polacos son la gente más insensible del mundo, que no sienten amor ni compasión, y que un médico polaco no se apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece, sobrevivió a un campo de concentración.

Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo, pero con una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí durante tres semanas.

-Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o estará lo suficientemente recuperado para que se lo lleven -dijo.

Sin detenerse a pensar, la madre bendijo a su hijo y se lo entregó al médico. Había hecho todo  lo que era humanamente posible, y yo noté su alivio cuando el médico y el niño entraron en el hospital. Cuando los perdimos de vista, le pregunté:

-¿Qué desea hacer ahora?

-Volver con usted a ayudarla -contestó.

Se convirtió en la mejor ayudante que he tenido en mi vida. Hervía mis tres preciadas jeringas en un pequeño cazo, lavaba las vendas y las ponía a secar al sol, barría la clínica, ayudaba a preparar las comidas e incluso sujetaba a los pacientes cuando había que practicarles alguna incisión. De intérprete a enfermera o cocinera, no había función que no desempeñara.

Una mañana al despertar comprobé que había desaparecido.

Al parecer, durante la noche se había ido a hurtadillas sin dejar ni una nota ni despedirse. Me sentí al mismo tiempo desconcertada y desilusionada. Pero varios días después comprendí lo sucedido. Habían transcurrido las tres semanas desde que lleváramos al niño al hospital de Lublin.

Inmersa como estaba en el trabajo diario, yo no había llevado la cuenta, pero ella había contado cada día.

Pasada una semana, al despertar después de una noche bajo las estrellas, encontré un pañuelo en el suelo junto a mi cabeza. Estaba lleno de tierra.

Imaginándome que se trataría de una de esas cosas supersticiosas que ocurrían todo el tiempo, lo coloqué en un estante de la clínica y lo olvidé, hasta que una de las mujeres del pueblo me instó a soltar los nudos y mirar dentro. Claro, junto con la tierra encontré una nota dirigida a la "doctora Pañi". La nota decía: "De la señora W., cuyo último de sus trece hijos usted ha salvado, tierra polaca bendita."

Ah, o sea que el niño estaba vivo.

Una gran sonrisa me iluminó la cara.

Volví a leer la última línea de la nota: "Tierra polaca bendita." Entonces lo comprendí todo.

Después de marcharse a medianoche, esa mujer había caminado los 30 kilómetros hasta el hospital y recogido a su hijo, vivo y recuperado. Desde Dublín lo llevó a su pueblo, recogió un puñado de tierra de su casa y buscó a un sacerdote para que la bendijera. Dado que los nazis habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes, estoy segura de que tuvo que caminar bastante para encontrar uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios. Después de dejarme su regalo se  volvió a casa. Cuando comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el más preciado  regalo que había recibido en mi vida. Y aunque en esos momentos no tenía forma de saberlo, pronto  me salvaría también la vida.

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