miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN

SEXTA ENTREGA


PRIMERA PARTE

III

El río (1)

Ecapitán Fellows cantaba en voz alta para sí mismo, mientras el pequeño motor de la canoa detonaba en la popa. Su cara grande y quemada por el sol era como el mapa de una región montañosa: manchas de un pardo más o menos oscuro con dos pequeños lagos azules que eran los ojos. Componía las canciones sobre la marcha y su voz era del todo desentonada.

Hacia casa, hacia casa el comer bueno seráa.
No me gusta, la comida en la cruenta ciudáa.

Pasó de la corriente principal a un afluente.

No me gustan vuestros morros, oh truchas.
No me gustan vuestros morros, oh truchas.

Era un hombre feliz. Los platanares descendían hasta las orillas; su voz retumbaba bajo el duro sol: ello y el golpeteo del motor eran los únicos ruidos. Estaba completamente solo. Le embargaba una gran corriente de alegría juvenil: el ejercer una tarea viril en el mismo corazón de la naturaleza. No sentía obligación hacia nadie. Tan sólo en otro país se sintiera más dichoso y fue en Francia durante la guerra, en los parajes devastados de las trincheras. El afluente serpenteante se convertía en pantano cubierto de maleza y un zopilote con las alas desplegadas se sostenía en el cielo. Él abrió una caja y se comió un bocadillo; nunca sabe tan bien el alimento como al aire libre. Un mono de pronto lanzó un aullido a su paso, y esto le hizo sentirse feliz, de acuerdo con la naturaleza; un amplio parentesco superficial con el mundo entero corría en la sangre de sus venas: estaba en casa dondequiera.

“Bellaco diablillo -pensó-, bellaco diablillo.”

Empezó a cantar de nuevo: una letra de algún otro, un poco embrollada en su memoria benévola y deficiente.

Dadme la vida que amo,
que moje el pan en el río,
bajo el cielo ancho y estrellado,
el hogar del cazador que viene del mar...

Las haciendas disminuían y lejos, detrás de los montes que se divisaban, dibujábanse negras líneas bajas en el cielo. Unas cuantas chozas con galería se alzaban sobre el barro. Estaba en casa. Una nube muy ligera ensombreció su dicha. Se dijo: “Después de todo, a un hombre le gusta que le den la bienvenida”.

Subió hacia su casita porticada; se la distinguía de las demás situadas a lo largo de la orilla, por la cubierta de tejas, por un asta sin bandera y por una placa en la puerta con el título: “Compañía Bananera de Centroamérica”. Dos hamacas colgaban en la veranda, pero no había nadie por las inmediaciones. De todos modos, él sabía dónde hallar a su esposa; no era a ella a quien había esperado. Irrumpió con estrépito por la puerta, gritando:

-¡Papaíto está en casa!

Una cara sobresaltada le atisbo a través del mosquitero; las botas de él pisaban en son de paz; la señora Fellows se escabulló dentro del blanco mosquitero. Él dijo:

-¿No te gusta verme, Trixy?

Su rostro esbozó con rapidez una bienvenida medrosa. Fue como el truco que se hace en la pizarra. Dibujar un perro de una sola línea sin levantar la tiza. La solución, por supuesto, es una salchicha.

-Me alegro de estar en casa -manifestó él, y así lo creía. Era su única convicción firme la de que sus emociones de amor, pesar y odio eran las correctas. Siempre había sido un buen hombre a la hora cero.

-¿Marchan bien tus ocupaciones?

-Espléndido, espléndido -contestó.

-Yo tuve ayer algo de fiebre.

-¡Ah! Tú necesitas cuidados. Te encontrarás perfectamente ahora que estoy en casa  -aseguró con vaguedad. Desechó alegremente el asunto de la fiebre, palmeteando, con risotadas, mientras ella temblaba detrás del mosquitero-. ¿Dónde está Coral?

-Está con el policía.

-Yo esperaba me saliera al encuentro -repuso él, vagando sin objeto por el cuartito sórdido lleno de hormas de zapato, y de pronto su cerebro retuvo las palabras de su mujer-. ¿Un policía? ¿Qué policía?

-Vino anoche y Coral le dejó dormir en la veranda. Ella dice que ha venido buscando a alguien.

-¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Aquí?

-No es un policía vulgar. Es un oficial. Ha dejado su tropa en la aldea. Lo dice Coral.

-Creo que debiste levantarte -dijo él-. Quiero decir... esos individuos, no puedes fiarte de ellos.

Añadió, nada convencido de lo que decía:

-Ella es una criatura.

-Te digo que tuve fiebre -gimió la señora Fellows-. Me sentía horriblemente mal.

-Te pondrás muy bien. Tan sólo ha sido algo de insolación. Ya verás: ahora yo estoy en casa.

-Tuve tal dolor de cabeza... No podía leer ni coser. Y además, este hombre...

Siempre tenía el terror a su espalda: se agotaba con el esfuerzo de no mirar atrás. Disfrazaba su miedo de modo que pudiera verlo en forma de fiebre, ratas, ocio. La verdad era tabú; la muerte acercándose de año en año en aquel lugar extranjero; todos haciendo el equipaje que nadie visitaba, en el fondo de una tumba, bajo tierra.

-Creo que debería ir a ver a ese hombre -musitó él sentándose en la cama y poniendo la mano en el brazo de ella. Ambos tenían algo en común, una cierta cortedad. Él agregó con la mente ausente-. Ya no veremos más al secretario dago del patrón.

-¿Adónde ha ido?

-Al otro mundo.

Inmediatamente notó que el brazo de ella se ponía rígido; se apartó de él y se acercó a la pared. Había tocado el tabú. Se dio cuenta de que el lazo que les unía estaba roto sin saber la causa.

-¿Te duele la cabeza, cariño? -inquirió.

-¿No sería mejor que vieras tú al policía?

-¡Oh, sí sí! Ahora iré.

Pero no se movió: quien entró fue la niña. Permaneció en el umbral observándolos con aspecto de responsabilidad inmensa. Ante su mirada seria, ellos se convertían en un muchacho del cual no se puede uno fiar y en un espectro que se disiparía con un soplo: un fragmento de aire aterrorizado. Era muy joven, de unos trece años, y a esta edad no se tiene miedo de muchas cosas: vejez y muerte, mordedura de serpiente, fiebre, ratas o mal olor. La vida no la había atacado aún: su aire inexpugnable era falso. Pero ella se había reducido a los términos más concisos, cual si ya lo hubiera hecho: allí estaba todo, pero en sus trazos más tenues. Era lo que hiciera el sol de una chiquilla: reducirla a una armazón. La ajorca de oro en la muñeca huesuda era como un candado en una puerta de lona que puede romperse de un puñetazo. Anunció:

-Le he dicho al policía que tú estabas aquí.

-¡Oh, sí, sí! -contestó el capitán Fellows-. ¿No tienes un beso para tu padre?

Ella cruzó el cuarto con solemnidad y le besó formalmente en la frente. Él pudo notar la falta de entusiasmo. La niña tenía otras cosas en que pensar.

-He dicho a la cocinera que mamá no se levantaría para la comida.

-Yo creo que deberías hacer un esfuerzo, querida.

-¿Por qué? -se opuso Coral.

-¡Oh! Bien...

Coral añadió:

-Necesito hablarte a solas.

La señora Fellows se movió dentro del mosquitero; precisamente tenía la certeza de que Coral arreglaría su evacuación definitiva. El sentido común era una cualidad horripilante que no poseyó ella jamás; era el sentido común quien decía: “la muerte no puede oír” o “ella no puede ahora enterarse” o “los adornos de estaño son más prácticos”.

-No comprendo por qué tu madre no ha de oírlo -objetó el capitán Fellows, inquieto.

-A ella no le interesa el asunto. No haría más que asustarla.

Coral tenía respuesta para todo; él ya se había acostumbrado a ello. Nunca hablaba sin reflexionar: estaba preparada; pero a veces las contestaciones que tenía dispuestas le parecían a él de una ferocidad...; estaban basadas en la única vida que podía recordar: aquélla. El pantano y los buitres; ningún chiquillo por parte alguna, excepto unos pocos en la aldea con vientres hinchados por las lombrices, que comían basura de la ribera, bestialmente. Se dice que los hijos unen a los padres, y él sentía ciertamente una resistencia enorme en confiarse solo a la niña aquella cuyas contestaciones podían arrastrarle a cualquier parte. Sintió a través del mosquitero la mano de su esposa que le buscaba en secreto: ellos dos eran adultos, se sentían unidos, y la niña era una extranjera instalada en la casa. Dijo él, ruidosamente:

-Nos estás asustando.

-No creo -arguyó la niña con cautela- que tú vayas a asustarte.

Él comentó, débil, apretando la mano de su esposa:

-Bien, querida, parece que nuestra hija ha decidido...

-Lo primero tienes que ver al policía. Es preciso que se vaya. No me agrada.

-Entonces tiene que irse, desde luego -asintió Fellows, con risa hueca e insegura.

-Yo se lo dije así. Le dije que no podíamos negarle una hamaca para pasar la noche, puesto que llegaba tan tarde. Pero que ahora se debía marchar.

-¿Y te ha desobedecido?

-Dijo que quería hablar contigo.

-Poco sabe él -exclamó Fellows-, poco sabe él...

La ironía era su defensa única, pero la niña no le comprendió; nada comprendía si no era claro como el alfabeto o una simple suma o una fecha histórica. Abandonó la mano de su esposa y se dejó conducir hacia el sol de la tarde. El oficial permanecía frente a la veranda: una figura olivácea inmóvil. Ni siquiera movió un pie para ir al encuentro del capitán Fellows.

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