sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON



DECIMOQUINTA ENTREGA

CAPÍTULO SEXTO (1)
EL ESPÍA DESCUBIERTO (1)

Tales eran los seis sujetos que habían jurado la desaparición del mundo. Syme tuvo que  esforzarse varias veces para no perder en su presencia el sentido común. A veces, se decía que su inquietud era subjetiva, que estaba entre hombres ordinarios: uno viejo, otro nerviosillo, el de más allá algo miope; pero siempre volvía a apoderarse de él ese sentimiento de simbolismo sobrenatural. Todas las figuras le parecían estar en el límite de las cosas, así como sus teorías anarquistas le parecían el último límite del pensamiento. Él sabía, en efecto, que todos aquellos hombres se encontraban, por decirlo así, en el punto extremo de algún razonamiento anómalo. Y pensaba, como en cierta vieja fábula, que un hombre que caminara siempre hacia Occidente hasta el fin del mundo, se encontraría con algún objeto -un árbol por ejemplo-, que fuera algo más o algo menos que un simple árbol: un árbol habitado por un espíritu; y, si caminara siempre hacia el Oriente hasta el fin del mundo, se encontraría algo que no fuera enteramente idéntico a sí mismo: por ejemplo, una torre cuya sola arquitectura fuera un pecado. Igualmente sus compañeros parecían destacarse, violentos e incomprensibles, sobre un horizonte último: visiones marginales de la vida, donde se tocan los términos del mundo.

La conversación había seguido su curso sin interrumpirse por su llegada; y no era el menor contraste, en aquel desconcertante almuerzo, el de la apariencia fácil y ligera de la conversación, y su terrible contenido real.

Estaban metidos nada menos que en la discusión del próximo complot. El camarero había dicho la verdad. Hablaban de bombas y monarcas. Dentro de tres días, decían, el Zar iba a encontrarse en París con el Presidente de la República Francesa. Y estos intachables caballeros, allí, desde su asoleado balcón, entre el jamón y los huevos, habían decidido matar a los dos poderosos. Hasta el instrumento estaba ya escogido: lanzaría la bomba el Marqués de las negras barbas.

En circunstancias normales, la proximidad de este crimen, positivo y objetivo, habría calmado a Syme, curándolo de todos sus místicos temores. No hubiera pensado más que en salvar a dos cuerpos humanos del hierro y de los gases rugientes que amenazaban destrozarlos. Pero la verdad es que Syme había comenzado a sentir algo como una sed de miedo, más penetrante y eficaz que todas sus repulsiones morales y responsabilidades sociales. Sencillamente, no temía por el Presidente o por el Zar: temía por sí mismo. Sus compañeros apenas se cuidaban de él, y discutían acercando las caras con cierta expresión de gravedad. Por la cara del secretario cruzaba, a veces, aquella sonrisa singular, como relámpago por el cielo. Pero Syme advirtió algo que comenzó por turbarlo y acabó por aterrorizarlo: el Presidente no le quitaba la vista, y estaba examinándolo con extraño interés.

El enorme hombre estaba inmóvil, pero los ojos se le salían de la cara, y aquellos ojos estaban fijos en Syme. Syme se sintió tentado de saltar del balcón a la calle. Cada vez que el Presidente le clavaba los ojos, él se sentía más transparente que el vidrio, y no tenía la menor duda de que Domingo, de alguna manera silenciosa y extraordinaria, había descubierto al espía.

Echó una mirada por la balaustrada del balcón y vio, precisamente debajo, a un guardia que consideraba, distraído, las rejas brillantes y los árboles llenos de sol de la plaza.

Y entonces se apoderó de él una gran tentación que había de atormentarlo por muchos días. En presencia de aquellos hombres poderosos y repulsivos, verdaderos príncipes de laanarquía, casi había olvidado la elegante y fantástica figura del poeta Gregory, que era solamente el estético de la anarquía. Al recordarlo, brotaba en él un impulso de cariño añejo, como si él y Gregory hubieran jugado juntos de niños. Pero recordó además que estaba ligado a Gregory por una sagrada promesa: la promesa de no hacer lo que precisamente estaba a punto de hacer: había prometido no saltar del balcón para llamar a la policía... Y retiró su helada mano de la fría balaustrada de piedra. Rodó su alma en el vértigo de la indecisión moral. No tenía más que romper la palabra temeraria que le comprometía con una sociedad de bandidos, y toda su vida quedaría tan amplia y asoleada como la plaza que estaba en frente. Por otra parte, si se mantenía fiel a las anticuadas leyes del honor, se vería poco a poco entregado a aquel gran enemigo de la humanidad, cuya misma fuerza intelectual lo convertía en una cámara de tortura. Cada vez que veía la plaza, le parecía ver en la policía una columna del sentido común, del orden común. Cada vez que veía la mesa del almuerzo, tropezaba de nuevo con el Presidente, siempre estudiándolo quietamente con sus grandes e irresistibles ojos. 

Y en el torrente de sus pensamientos, nunca se le ocurrieron dos cosas: primero, nunca puso en duda que el Presidente y su Consejo podrían aplastarlo si se mantenía solo contra ellos. En una plaza pública, parecía imposible que se atrevieran contra él. Pero el Domingo no era hombre para aventurarse así, sin tener preparada, quién sabe dónde, y cómo, su trampa. Por el anónimo veneno, por un accidente callejero, por hipnotismo o mediante el fuego del infierno, el Domingo podía sin duda aniquilarlo. Si desafiaba a aquel enemigo, era hombre muerto, ya por muerte súbita en el mismo sitio en que se encontraba, o ya algún tiempo después como por efecto de alguna inocente dolencia. Si llamaba a la policía, los hacía arrestar, lo decía todo y movía contra ellos toda la fuerza de Inglaterra, es posible que lograra escapar. De otro modo, imposible. De suerte que en aquel balcón donde había unos caballeros mirando una plaza llena de gente, no se sentía más seguro que si se encontrara en un bote de piratas ante un mar desierto. 

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