sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


DECIMOTERCERA ENTREGA

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Salsa (2)

Ellos prefieren no comer cosas que tengan «cara». Siempre han molido el grano, y sólo cuando los empujaron desde la costa hacia el Outback se hizo necesaria la ingestión de carne. Les describí un restaurante y el modo en que se servían las comidas en platos decorados. Mencioné la salsa. La idea resultó confusa para ellos. ¿Por qué cubrir la carne con salsa? Así que acepté hacerles una demostración. Desde luego no tenía la cacerola adecuada. Hasta entonces nuestra cocina había consistido en trozos pequeños de carne, que solían colocarse sobre la arena después de apartar las ascuas a un lado. Algunas veces la carne se clavaba en espetones apoyados en palos. Ocasionalmente se hacía una especie de estofado con carne, vegetales, hierbas y la preciosa agua. En el campamento hallé una piel de las que usábamos para dormir; era suave y sin pelo, y con ayuda de Maestra en Costura conseguimos unos bordes curvos. Ella siempre llevaba una bolsa especial alrededor del cuello; contenía agujas de hueso y tendones. Yo derretí grasa animal en el centro, y cuando quedó líquida añadí un poco de polvo del que habían molido antes, además de hierba de las salinas, una pepita de pimienta picante, triturada, y finalmente agua. Cuando espesó, la eché por encima de la carne troceada que habíamos servido antes, y que era de una criatura muy extraña llamada clamidosauro de King, un lagarto con una membrana en torno al cuello en forma de pechera.

La salsa provocó nuevas expresiones faciales y comentarios de todos los que la probaron, pero mostraron mucho tacto. En aquel momento mi memoria retrocedió quince años.

Yo me había inscrito para la elección de Señora América, y me había encontrado con que una parte del concurso nacional consistía en presentar una receta original a la cazuela. Cada día, durante dos semanas, estuve preparando platos a la cazuela. Catorce cenas consecutivas las dedicamos a comer y valorar el sabor, aspecto y textura de cada nuevo plato, en busca de un posible ganador. Mis hijos no se negaron nunca a comer, pero pronto se convirtieron en maestros en el arte de decir con tacto lo que pensaban. Tuvieron que soportar algunos sabores muy poco convencionales para apoyar a su madre. Cuando gané el título de «Señora Kansas», ambos gritaron para celebrarlo: «¡Hemos superado el Desafío de la Cazuela!».

En el desierto veía la misma expresión de mis hijos en el rostro de mis compañeros. Nos divertíamos con casi todo lo que hacíamos, y aquello también provocó grandes risas. Pero su búsqueda espiritual está tan presente en todas sus actividades que no me sorprendí cuando alguien comentó que la salsa era un símbolo del sistema de valores de los Mutantes. En lugar de vivir la verdad, los Mutantes permiten que las circunstancias y condiciones entierren una ley universal bajo una mezcla de conveniencia, materialismo e inseguridad.

Lo más interesante de sus comentarios y observaciones fue que nunca me sentí criticada ni juzgada. Ellos no juzgaban jamás que mi gente estuviera equivocada y que su tribu tuviera la razón. Era más bien como un adulto afectuoso observando a un niño que lucha por ponerse el zapato izquierdo en el pie derecho. ¿Quién dice que no se puede recorrer un buena distancia caminando con los zapatos cambiados? Tal vez haya una valiosa lección en los juanetes y las ampollas, pero es un sufrimiento que a un ser mayor y más sabio le parece ciertamente innecesario.

También hablamos de los pasteles de cumpleaños y el sabroso glaseado. La analogía que establecieron con el glaseado me pareció muy convincente. Parecía simbolizar todo el tiempo que pierden los Mutantes en objetivos artificiales, hueros, temporales, decorativos y edulcorados en el espacio de una generación, de modo que en realidad son muy escasos los momentos de su vida que dedican a descubrir quiénes son y cuál es su ser eterno.

Cuando les hablé de las fiestas de cumpleaños, me escucharon atentamente. Hablé del pastel, de las canciones, de los regalos, y de la nueva vela que se incorpora cada año.

-¿Para qué lo hacéis? -me preguntaron-. Para nosotros una celebración significa algo especial. Pero no hay nada especial en hacerse viejo. No exige ningún esfuerzo. Ocurre, simplemente.

-Si no celebráis que os hacéis mayores -dije yo-, ¿qué celebráis?

-Que nos volvemos mejores -fue la respuesta-. Lo celebramos si este año somos personas mejores y más sabias que el año pasado. Sólo uno mismo puede saberlo, así que eres tú quien debe decirle a los demás cuándo ha llegado el momento de celebrar la fiesta.

«Vaya, vaya -pensé-, eso es algo que debo recordar.»

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