miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO


TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA


Capítulo 32

La sirvienta de cara caballuna y ojos azules me condujo a la amplia sala gris y blanca de la parte superior, con los pliegues de las cortinas extravagantemente caídos en el suelo y la blanca alfombra de una pared a la otra. Era el tocador de una estrella de la pantalla; un lugar de encanto y seducción, artificial como una pata de palo. En aquel momento estaba vacío. La puerta se cerró detrás de mí con la suavidad artificial de una puerta de hospital. Una mesita rodante se encontraba junto a la chaise longue. Su plata brillaba. Había ceniza en la taza de café. Me senté y esperé.

Pareció transcurrir un largo espacio de tiempo antes de que la puerta se abriera de nuevo y entrara Vivian. Llevaba un pijama de color blanco ostra, adornado con piel blanca, cortado tan suelto como el mar de verano bordeando con espuma la playa de alguna pequeña isla privada.

Pasó delante de mí con pasos suaves y largos y se sentó en el borde de la chaise longue. Llevaba un cigarrillo en la comisura de los labios. Ahora sus uñas eran de un rojo cobrizo y no tenían media luna.

-Así que, después de todo, es usted una bestia endurecida -dijo tranquila y mirándome-, una bestia endurecida por completo. Anoche mató a un hombre. No le importe cómo me he enterado, pero lo sé. Y ahora tiene que venir aquí y asustar a mi hermana para que le dé un ataque. -No contesté una palabra. Empezó a agitarse. Se levantó y fue a sentarse en un canapé, poniendo la cabeza en un cojín blanco que había detrás del canapé, contra la pared. Echó el humo grisáceo hacia arriba; se quedó mirándolo mientras se elevaba hacia el techo y luego se dividía en porciones que se distinguían un momento, hasta desvanecerse en la nada. Entonces, muy despacio, bajó los ojos y me dirigió una mirada dura y fría-. No lo entiendo -dijo-. Doy gracias de que uno de los dos conservara la cabeza bien puesta anteanoche. Ya es bastante malo que haya un contrabandista en mi pasado. Pero, por amor de Dios, ¿por qué no dice algo?

-¿Cómo se encuentra ella?

-¡Oh, se encuentra bien, supongo! Dormida profundamente. Siempre se duerme. ¿Qué le hizo?

-Nada en absoluto. Salí de ver a su padre y ella estaba delante de la casa. Había estado tirando flechas a un blanco colgado de un árbol. Fui a hablarle porque tenía algo que le pertenecía, un pequeño revólver que Owen Taylor le regaló. Lo llevó al piso de Brody la otra tarde, la tarde en que fue asesinado. Allí tuve que quitárselo. No lo mencioné, por lo que es probable que usted no lo sepa. -Los ojos negros de la Sternwood se tornaron grandes y vacíos. Ahora era ella la que no decía nada-. Se alegró de recuperar el revólver. Tenía interés en que le enseñara a disparar y quería mostrarme los viejos pozos de petróleo al pie de la colina, donde su familia hizo parte de su fortuna. Así que fuimos allí, a un lugar que ponía la carne de gallina, lleno de metal oxidado, madera vieja, pozos silenciosos y sumideros grasientos. Quizá eso la trastornó. Me figuro que usted ha estado allí. En cierto modo, inspira temor.

-Sí, es verdad.

Era ahora la suya una voz baja y sin aliento.

-Fuimos allá y yo coloqué una lata en una polea maestra para que disparase sobre ella. Le dio un ataque, que a mí me pareció epiléptico.

-Sí. -La misma voz apagada-. Le dan de cuando en cuando. ¿Es para lo que quería verme?

-Me imagino que todavía no quiere decirme qué es lo que Eddie Mars tiene contra usted.

-De ningún modo, y estoy empezando a cansarme de esa pregunta –repuso fríamente.

-¿Conoce a un hombre llamado Canino?

Juntó sus finas cejas negras, pensando.

-Vagamente. Me suena ese nombre.

-Es un pistolero de Eddie Mars. Un hombre duro, dicen. Supongo que lo era. Sin la pequeña ayuda de una dama, yo estaría donde se encuentra él ahora: en el depósito de cadáveres.

-Las damas parecen... -calló de repente y se puso pálida-. No puede bromear acerca de ello -dijo sencillamente.

-No estoy bromeando, y si parece que hablo de forma enrevesada, es porque sencillamente es así. Todo coincide, absolutamente todo: Geiger y sus pequeños trucos de chantaje, Brody y sus fotografías, Eddie Mars y sus mesas de juego, Canino y la muchacha con la que Rusty Regan no se fugó. Todo, en fin, coincide.

-En realidad, no sé de qué está hablando.

-Suponga que sí lo sabe; sería algo así: Geiger le tiró el anzuelo a su hermana, lo que no es muy difícil; consiguió de ella algunos recibos e intentó, muy graciosamente, con ellos hacerle un chantaje a su padre. Eddie Mars estaba detrás de Geiger, protegiéndole y utilizándole como prenda de cambio. Su padre, en lugar de pagar, me llamó a mí, lo que demostraba que no estaba asustado de nada. Eddie Mars quería saberlo. Tenía una carta contra usted y deseaba saber si le serviría también contra el general. Si era así, podía cobrar un montón de dinero en breve plazo. En caso contrario, tendría que esperar a que usted obtuviera su parte del dinero de la familia, y darse por satisfecho entre tanto con las pequeñas cantidades que pudiera sacarle en la ruleta. Geiger fue asesinado por Owen Taylor, que estaba enamorado de la tonta de su hermanita y a quien no le agradaba el juego que Geiger se traía con ella. Eso a Eddie le tenía sin cuidado. Estaba jugando una partida mucho más importante de lo que Geiger y Brody se figuraban, de lo que nadie podría imaginarse, excepto usted y Eddie y un matón llamado Canino. Su marido desapareció, y Eddie, sabiendo que todo el mundo estaba enterado de que él y Regan estaban enemistados, escondió a su mujer en Realito y puso a Canino para vigilarla, de modo que pareciese que ella se había fugado con Regan. Incluso dejó el coche de Regan en el garaje de la casa donde Mona Mars había estado viviendo. Pero esto resulta un poco estúpido si se considera como un mero intento de desviar la sospecha de que Eddie Mars había matado a su esposa. Pero no es realmente tan estúpido, pues tenía otro motivo. Detrás había un millón o algo así. Sabía adónde había ido Regan y por qué, y no le interesaba que la policía lo averiguase. Quería que encontraran un motivo a su desaparición y que quedaran satisfechos. ¿La aburro?

-Me cansa -dijo con voz apagada y fatigada-. ¡Dios mío, cómo me cansa!

-Lo siento. Pero no estoy divagando e intentando pasarme de listo. Su padre me ofreció mil dólares esta mañana por encontrar a Regan. Es mucho dinero para mí, pero no puedo hacerlo.

Se quedó con la boca abierta. Su respiración se había vuelto de repente fatigosa y ronca.

-¿Por qué? Deme un cigarrillo -dijo con voz ronca.

La vena de su cuello había empezado a latir. Le di un cigarrillo, encendí una cerilla y la sostuve ante ella. Dio una larga chupada al cigarrillo, echó el humo desordenadamente y después pareció olvidarse del cigarrillo que tenía entre los dedos. Ya no volvió a ponérselo en la boca.

-Bien; la Oficina de Personas Desaparecidas no puede encontrarle -proseguí-. No es tan fácil. Lo que ellos no pueden hacer no es probable que yo pueda lograrlo.

-¡Oh! -había algo de alivio en su voz.

-Ese es un motivo. En la Oficina de Personas Desaparecidas creen que desapareció a propósito, que corrió la cortina, como suele decirse. No creen que Eddie Mars lo hiciese desaparecer.

-¿Quién supone que alguien le hizo desaparecer?

-Llegamos a eso -contesté.

Por un breve instante, su rostro pareció descomponerse, tornarse en una serie de fragmentos sin forma definida. Su boca parecía el preludio de un grito. Pero sólo un instante. La sangre de los Sternwood tenía que valer para algo más que sus ojos negros y su desconsideración.

Me levanté, le quité el cigarrillo de entre los dedos y lo apagué en un cenicero. Después saqué del bolsillo el revólver de Carmen y lo deposité cuidadosamente, con exagerado cuidado, en sus rodillas. Lo dejé en equilibrio y retrocedí con la cabeza ladeada, como un decorador de escaparates buscando un nuevo efecto a una bufanda en el cuello de un maniquí.

Volví a sentarme. No se movió. Sus ojos bajaron milímetro a milímetro y miraron al revólver.

-Es inofensivo -dije-. Las recámaras están vacías. Disparó los cinco. Los disparó contra mí. -La vena saltó alborotada en su cuello. Intentó decir algo y no pudo. Tragó saliva-. Desde una distancia de unos dos metros -dije-. Qué monada, ¿eh? Mala suerte que yo hubiese cargado el revólver con cartuchos de fogueo -sonreí con desagrado-. Tenía el presentimiento de lo que haría... si tenía oportunidad para ello.

Su voz pareció venir de lejos.

-Es usted un hombre terrible, terrible.

-Sí; usted es su hermana mayor. ¿Qué va usted a hacer en relación con todo esto?

-Usted no puede probar una palabra de nada.

-¿Que no puedo probar qué?

-Que ella disparó sobre usted. Usted dijo únicamente que estuvo en los pozos con ella. No puede probar una palabra de lo que dice.

-Cierto -repuse-, pero no pensaba intentarlo. Yo estaba pensando en otra ocasión en que el revólver se hallaba cargado con balas. -Sus ojos eran como charcos de oscuridad, mucho más vacíos que la oscuridad misma-. Pensaba -continué- en el día en que Regan desapareció, al caer la tarde, cuando la llevó a esos viejos pozos para enseñarla a disparar y puso una lata en algún sitio diciéndole que disparase y se quedó junto a ella mientras hacía fuego y no disparó a la lata. Volvió el revólver y le disparó a él, del mismo modo que lo hizo hoy conmigo y por el mismo motivo.

Se movió un poco y el revólver resbaló de sus rodillas y cayó al suelo. Fue uno de los sonidos más fuertes que haya oído jamás. Sus ojos estaban clavados en mi rostro. Su voz fue un murmullo de agonía.

-¡Carmen...! ¡Dios misericordioso, Carmen...! ¿Por qué?

-¿Tengo que decirle realmente por qué disparó contra mí

-Sí -sus ojos eran aún terribles-, creo que debe hacerlo.

-Anteanoche, cuando llegué a mi casa, la encontré en mi apartamento. Había convencido al administrador para que le permitiera esperarme allí. Estaba en mi cama, desnuda. La despedí sin contemplaciones. Me imagino que quizá Regan le hizo lo mismo alguna vez. Pero eso no se le puede hacer a Carmen.

Abrió la boca e intentó pasarse la lengua por los labios, lo cual hizo que, por un breve instante, pareciese un niño asustado. Las líneas de sus mejillas se hicieron más agudas y su mano se alzó lentamente como un miembro artificial movido por alambres; sus dedos
se cerraron poco a poco y con rigidez alrededor de la piel blanca del cuello del pijama, apretando con fuerza la piel contra su garganta. Después se quedó mirándome.

-Dinero -aulló-. Supongo que quiere dinero.

-¿Cuánto? -intenté no decirlo con desprecio.

-¿Quince mil dólares?

Asentí.

-Estaría bastante bien. Ese sería el precio establecido. Eso era lo que Regan llevaba en el bolsillo cuando ella lo mató y sería lo que obtuvo Canino por disponer del cuerpo cuando fue usted a Eddie Mars en busca de ayuda. Pero sería poco comparado con lo que espera cobrar Eddie Mars un día de estos, ¿no?

-¡Hijo de perra! -me gritó.

-¡Bah, bah! Soy un tipo muy despierto. Carezco de sentimientos y escrúpulos. Todo lo que tengo es el prurito del dinero. Soy tan interesado que por veinticinco billetes diarios y gastos, principalmente gasolina y whisky, pienso por mi cuenta lo que hay que pensar; arriesgo todo mi futuro, el odio de los policías y de Eddie Mars y sus compinches, hurto el cuerpo a las balas y aguanto impertinencias, y digo: «Muchísimas gracias. » Si tiene usted más dificultades confío en que se acordará de mí; le dejaré una de mis tarjetas por si surge algo. Hago todo esto por veinticinco billetes diarios y quizá en parte por proteger el poco orgullo que un anciano debilitado y enfermo tiene aún en sus venas, pensando que su sangre no es veneno y que aunque sus hijas son un poco locas, como muchas buenas muchachas de hoy, no son perversas ni criminales. Por eso soy un hijo de perra. Muy bien, no me importa. Eso me lo ha dicho gente de todos los tamaños y formas, incluyendo a su hermanita. Me dijo cosas peores por despreciarla en mi cuarto. He recibido quinientos dólares. Puedo conseguir otros mil por hallar a Rusty Regan, si pudiera encontrarle. Ahora me ofrece usted quince grandes. Esto me convierte en una persona importante. Con quince grandes podía tener un hogar, un nuevo coche y cuatro trajes, e incluso tomarme unas vacaciones sin preocuparme de si perdía un caso. Resulta estupendo. ¿Para qué me lo ofrece usted? ¿Puedo seguir siendo un hijo de perra, o tengo que transformarme en un caballero como el borracho que estaba inconsciente en su coche la otra noche? -Estaba silenciosa como una mujer de piedra-. Muy bien - proseguí con voz ronca-. ¿Se la llevará usted? ¿A un sitio lejos de aquí, donde pueda manejarla y no tenga revólveres, cuchillos y bebidas exóticas a su alcance? ¡Demonios! Podría incluso curarse, ¿sabe usted? Es posible.

Se levantó y se dirigió lentamente hacia la ventana. Las cortinas estaban en pesados pliegues color marfil a sus pies. Se quedó entre los pliegues y miró por la ventana hacia la tranquila y oscura falda de las colinas. Permaneció inmóvil, casi mezclándose con las cortinas. Sus manos colgaban lacias, totalmente inmóviles. Dio la vuelta y pasó por delante de mí, absorta, situándose luego detrás; tomó aliento y habló:

-Está en el sumidero -dijo-. Una cosa descompuesta y horrible. Yo misma lo dejé. Fue exactamente como usted dijo. Fui a ver a Eddie Mars. Ella vino a casa y me lo contó, como un niño. No es normal. Sabía que la policía la sonsacaría. En poco tiempo, incluso alardearía de ello. Si papá lo supiese, los llamaría inmediatamente y les contaría toda la historia. Y esa noche moriría. No me preocupa sólo su muerte, sino también lo que pensaría antes de morir. Rusty no era mal chico. Yo no le amaba. Le consideraba un tipo magnífico. Pero no significaba nada par mí, de un modo u otro, vivo o muerto, comparado con el valor necesario para ocultárselo a mi padre.

-Y la dejó usted suelta -dije-, metiéndose en otros líos.

-Estaba tratando de ganar tiempo, sólo tiempo. Pero adopté un camino equivocado, claro. Pensé que incluso ella misma podría olvidarle. He oído decir que olvidan lo que sucede durante esos ataques. Quizá lo haya olvidado. Sabía que Eddie Mars se aprovecharía, pero no me importaba. Tenía que conseguir ayuda y sólo podía obtenerla de alguien como él. Ha habido momentos en que apenas lo he creído yo misma, y otras veces tenía que emborracharme deprisa, en cualquier momento del día, endemoniadamente deprisa.

-Se la llevará usted -dije-, y hágalo endemoniadamente deprisa.

Estaba aún de espaldas a mí. Ahora dijo con suavidad:

-¿Y usted?

-Nada. Me marcho. Le doy tres días. Si se ha ido en ese plazo, de acuerdo. Si no lo ha hecho, daré parte. Y no crea que no hablo en serio.

Se volvió de repente.

-No sé qué decirle. No sé cómo empezar.

-Sí. Llévesela de aquí y procure que no la pierdan de vista ni un segundo. ¿Prometido?

-Lo prometo. Eddie...

-Olvídese de Eddie. Ya le buscaré cuando descanse. Me las entenderé con él.

-Intentará matarle.

-Si su mano derecha no lo consiguió -dije-, les daré una oportunidad a los demás. ¿Lo sabe Norris?

-Nunca lo dirá.

-Pensé que lo sabía.

Me separé rápidamente de ella y salí de la habitación. Bajé la escalera de baldosas del vestíbulo principal. No vi a nadie cuando me marchaba. Esta vez encontré sólo mi sombrero. Afuera los jardines tenían un aire embrujado, como si pequeños ojos salvajes
me estuvieran vigilando desde más allá de los arbustos, como si el mismo sol tuviera algo misterioso en su luz. Me metí en el coche y avancé colina abajo.

¿Qué importaba dónde uno yaciera una vez muerto? ¿En un sucio sumidero o en una torre de mármol en lo alto de una colina? Muerto, uno dormía el sueño eterno y esas cosas no importaban. Petróleo y agua eran lo mismo que aire y viento para uno. Sólo se dormía el sueño eterno, y no importaba la suciedad donde uno hubiera muerto o donde cayera. Ahora, yo era parte de esa suciedad. Mucho más que Rusty Regan. Pero el anciano no tenía que serlo. Podía yacer tranquilo en su cama con dosel, con sus manos cruzadas encima de la sábana, esperando. Su corazón era un breve e inseguro murmullo. Sus pensamientos eran tan grises como la ceniza. Y dentro de poco él también, como Rusty Regan, estaría durmiendo el sueño eterno.

En el camino hacia la ciudad paré en un bar y me tomé un par de whiskys dobles. No me hicieron ningún bien. Todo lo que hicieron fue recordarme a Peluca de plata. Nunca más volví a verla.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+