jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora


SEXAGESIMOQUINTA ENTREGA

XX

DIOS Y LA VERDAD OBLIGATORIA (3)

El fiat divino o bíblico es para la razón un escándalo. La vida misma es para la razón un escándalo, y lo es precisamente porque testimonia el fiat creador que la razón traduce en su lenguaje mediante el término tan aborrecido de “lo arbitrario”. Por eso la razón prohíbe tan severamente al hombre el lugere et detestari y exige imperiosamente de él el intelligere. Intelligere significa aceptar y bendecir las verdades increadas, admirarlas, glorificarlas. En cambio las maldiciones humanas se dirigen justamente contra todo lo que la razón acepta y bendice, y principalmente contra las verdades que, creyendo que el hecho de ser increadas les confiere un privilegio, se han introducido, no, como lo aseguraba Leibniz, en el entendimiento divino, sino en el entendimiento del hombre caído. Y sólo las maldiciones conseguirán desalojarlas de allí; sólo el odio irreductible hacia los frutos del árbol de la ciencia, un odio que no retrocede ante nada, permitirá al hombre llegar hasta el árbol de la vida. A la razón y a su sorpresa ante las verdades increadas, hay que oponer lo Absurdo y su desesperación ante las depredaciones que cometen en el universo las verdades independientes de la voluntad divina. Muertas en sí mismas, las verdades increadas llevan la muerte a todo cuanto vive. De ellas procede el pecado. Y la salvación no consiste ni en el conocimiento de que todo lo que sucede es inevitable, ni en la virtud que, tras haber reconocido lo inevitable, se somete a él “de buen grado”; la salvación reside en la fe en ese Dios para quien todo es posible, que lo creó todo por su propia voluntad y frente a quien todo lo increado no es más que una Nada miserable y vacía. He aquí la significación de lo Absurdo hacia el cual nos arrastra Kierkegaard, y he aquí el hontanar de donde brota la filosofía existencial, la cual, contrariamente a la filosofía especulativa, es la filosofía de la revelación bíblica.

Se necesitó toda la temeridad de Kierkegaard y toda su “dureza” para que la filosofía especulativa nos revelara su verdadero rostro. La filosofía especulativa ha surgido de la angustia infinita ante la Nada. La angustia de la Nada obliga al hombre a buscar un refugio, una defensa en el saber, es decir, en medio de las verdades increadas, independientes, generales y obligatorias que, según creemos, podrán protegernos contra los “accidentes” de lo abitrario dispersos en el ser. Cuando Kant dice que la razón aspira ávidamente a las verdades generales y obligatorias; cuando discute los derechos de la metafísica y afirma que desde este punto de vista no puede satisfacer a las exigencias de la razón, está en lo cierto: la metafísica no dispone de verdades generales y obligatorias. Pero Kant no pregunta lo que las verdades generales y obligatorias reservan al hombre y por qué la razón aspira tan ávidamente a ellas. Considera que es un buen cristiano; ha leído la Biblia; sabe que el profeta Habacue y, tras él, San Pablo han proclamado: justus ex fide vivit. Conoce igualmente esas palabras de San Pablo: “todo lo que no procede de la fe es pecado”. Parece que no había que dar más que un solo paso para adivinar o, cuando menos, para sospechar que la “codicia” de la razón era justamente esa concuspicentia invicibilis en la cual los profetas y los apóstoles veían la consecuencia más terrible de la caída. Kant se jactaba de haber descartado el saber para ceder el paso a la fe. Mas, ¿puede ser cuestión de fe si el hombre aspira a las verdades generales y obligatorias? La crítica de la razón pura ha protegido cuidadosamente todas las verdades necesarias que, en la crítica de la razón práctica, se han transformado, como conviene, en imperativos, en “tú debes”. La filosofía crítica demuestra una vez más que la razón no tolera ni admite ninguna crítica: el idealismo alemán, que derivó de ella, recayó en Spinoza y en su más cara idea: qua aram parabit sibi qui majestatem rationis laedit.

Los esfuerzos realizados por Lutero para sobrepujar a Aristóteles resultaron vanos: la historia se negó a reconocerlos. Aun entre los filósofos y los teólogos protestantes más o menos notables ninguno rastreó en las “aspiraciones ávidas” de la razón kantiana esa concuspicentia invicibilis que provocó la caída del hombre, ninguno vio en ella la bellua qua non occisa homo non potest vivere. Muy al contrario: es tan grande el miedo del hombre ante la libertad proclamada por la Escritura y ante el divino fiat ilimitado, que prefiere someterse a cualquier principio, hacerse esclavo de cualquier fuerza, antes que verse privado de un guía seguro. Dios no obliga a nadie: esta idea nos parece insoportable. Pero la idea de que Dios no está ligado por nada, absolutamente por nada, nos parece una pura locura.

Cuando Kierkegaard se aproxima al umbral del sancta sanctorum donde habita la libertad divina, su habitual valor lo abandonaba y recurría a la expresión indirecta. Si existe un poder, un principio superior a Dios, cualquiera que sea, material o ideal, los horrores del ser que descubrimos en nuestra experiencia no podrán ser tampoco evitados por Dios. Peor aun: Dios conoce horrores en comparación con los cuales todos los sufrimientos y las penas que caen en suerte a los mortales no son más que juegos de niños. Y, en efecto, si Dios no es la fuente de la verdad y de las posibilidades e imposibilidades que condiciona, si la verdad domina a Dios como domina al hombre, si es tan indiferente respecto a Dios como lo es respecto a los hombres, entonces Dios es tan impotente como el hombre. Su amor y su misericordia son entonces ineficaces. Cuando Dios contempla la verdad queda también petrificado; no puede moverse ni levantar la voz; no puede responder a su Hijo crucificado, que implora su ayuda.

He repetido ya varias veces estas palabras de Kierkegaard, pues bajo una forma particularmente nítida y concreta expresan la idea fundamental de la filosofía existencial: todo es posible para Dios. Es también el sentido de sus furiosos ataques contra la Iglesia. La Iglesia y el cristianismo que vive en buen acuerdo con la razón suprimen a Cristo, suprimen a Dios. Es imposible “convivir” con la razón. Justus ex fide vivit: el hombre solamente vivirá por la fe; todo lo que no procede de la fe es pecado, muerte. Lo que da la fe, lo da sin preocuparse de la razón. La fe no ha sido dada al hombre para apoyar las pretensiones que tiene la razón a dominar el universo, sino para que el hombre llegue a ser el dueño de este mundo que Dios creó para él. Al hacernos pasar a través de lo que la razón rechaza como algo absurdo, la fe nos conduce hacia aquello que la razón misma identifica con lo que no existe. La razón le enseña al hombre la obediencia; la fe le otorga el poder de mando. La filosofía especulativa condena al hombre a la esclavitud; la filosofía existencial se esfuerza por derribar las evidencias erigidas por la razón, para alcanzar esa libertad gracias a la cual se hace real lo imposible. O, tal como ha sido escrito: “Y nada será imposible para vosotros”.

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