sábado

JUAN RULFO - PEDRO PÁRAMO




OCTAVA ENTREGA

«Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya  canciones; tal vez mejores voces... Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.

»Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna  gracia.»

El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por  terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.

-¡Padre, queremos que nos lo bendiga!

-¡No! -dijo moviendo negativamente la cabeza-. No lo haré. Fue un mal hombre y no  entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él.

Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor.

Pero fue.

Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio  de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él,  solo, esperando que terminara la velación.

El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros.  Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el  mundo se arrodilló con él:

-Ten piedad de tu siervo, Señor.

-Que descanse en paz, amén -contestaron las voces.

Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la  iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.

Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:

-Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según  rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado.

Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:

-Reciba eso como una limosna para su iglesia.

La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta de Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna.

El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar.

-Son tuyas -dijo-. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir... Por mí, condénalo, Señor.

Y cerró el sagrario.

Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta  agotar sus lágrimas.

-Está bien, Señor, tú ganas -dijo después.

Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo.

-Oye, Anita. ¿Sabes a quién enterraron hoy?

-No, tío.

-¿Te acuerdas de Miguel Páramo?

-Sí, tío.

-Pues a él.

Ana agachó la cabeza.

-Estás segura de que él fue, ¿verdad?

-Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro.

-¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo?

-Porque él me lo dijo: «Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes». Eso me dijo.

-¿Pero sabías que era el autor de la muerte de tu padre, no?

-Sí, tío.

-¿Entonces qué hiciste para alejarlo?

-No hice nada.

Los dos guardaron silencio por un rato. Se oía el aire tibio entre las hojas del arrayán.

-Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara.

Sin moverme de la cama le avisé: «La ventana está abierta». Y él entró. Llegó  abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le  sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le  sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo  veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que  comenzaba a hacer cosas malas conmigo.

»Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme  antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo.

»Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana  abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir.

-Pero debes tener alguna seguridad. La voz. ¿No lo conociste por su voz?

-No lo conocía por nada. Sólo sabía que había matado a mi padre. Nunca lo había visto  y después no lo llegué a ver. No hubiera podido, tío.

-Pero sabías quién era.

-Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así  se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor.

-No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos estén rezando ahora por él!  Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre. 

Iba a decirle: «Además, yo le he dado el perdón». Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo:

-Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde  causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo. 

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