Era el año 1980. Yo estaba en Río de Janeiro realizando notas para nuestro programa televisivo Completíssimo que, por enconces, con la producción de Ritmo Publicidad, se emitía por Montecarlo Televisión Canal 4. En ese viaje me acompañaba, como operador de cámara, el siempre sonriente Alberto Ferrín. Bajo su lente, desfilaban imágenes insólitas, históricas y turísticas registradas en esa bella y contradictoria ciudad brasileña. Estábamos hospedados en el elegante Hotel Copacabana, frente a la reconocida playa carioca y, desde allí, llamé para concertar un encuentro con mi viejo amigo, el poeta y diplomático Vinicius de Moraes. Apenas escucho su voz en el teléfono se me agolparon sucesivamente las imágenes de nuestros encuentros en Punta el Este, donde hasta los años 70 tuvo su boliche llamado La Fusa, el que luego, ante el inestable clima político uruguayo, fue trasladada a Mar del Plata…
Entre la sucesión de imágenes femeninas -siempre seductor y seducido- se me aparece la carita de la hoy pintora Agó Páez, una niña por aquellos años- a quien le ayudé varias veces a servirle en Casapueblo, donde se quedaba a pernoctar, un refrescante desayuno-almuerzo consistente en varios gin-tonic.
Luego, entre las imágenes masculinas, se me aparece la de un joven guitarrista fernandino, que vivía en el Edificio L´Irondelle de Punta del Este, Ricardo Laquanitti - luego Lacuán- quien había participado compitiendo en la primer edición de nuestro Movimiento artístico llamado Estudiantina y al que, por un error de registro, había dejado esperando como una hora en la esquina de la Onda, en Plaza Cagancha, en la primera vez que vino a actuar junto a nosotros a Montevideo. Cuando Vinicius y Toquinho lo escucharon, inmediatamente lo invitaron para integrar el grupo que lo acompañaba musicalmente... Tal vez Ricardo aún estaba con ellos en Brasil.
Pero, más allá de esta sucesión de imágenes en mi memoria, y de la alegría del reencuentro, noté muy distinta la voz de Vinicius, como más lenta, gastada o cansada mientras me invitaba a almorzar, pero en su casa, al otro día. Salidor y bolichero como era, me extrañó que no me aceptara la invitación a reencontrarnos en alguno de los restaurantes o bares de Copacabana, Leblon o Ipanema, donde tantas veces bebimos caipirinhas y, sobre todo, ambarinos licores, o en el Garota de Ipanema, ese ícono carioca a 100 metros del mar por donde pasa para siempre, aquella bonita muchacha - Heloisa o Helo Pinheiro- que los inspiró junto a su “parceiro” Antonio Carlos Jobin, el que sí estaba empecinadamente enamorado de ella, a pesar de los 18 años de diferencia etaria y, un detalle no menor, que su padre era un duro militar del Ejército brasileño..
Continuamos realizando notas que iban desde el orificio de la bala del suicidio del presidente Getulio Vargas a testimonios de espectadores del partido Uruguay Brasil en 1950 de la historia de una familia nordestina acampada en la Plaza de la amistad brasileña-estadounidense hasta entrevistas con familiares de Lampeao y María Bonita, los míticos personajes cangazeiros. O los miles de contrastes irrelatables de una noche carioca.
Ya en la mañana del 9 de julio, tal como había acordado con Vinicius, llamo a su casa y me atiende Toquinho. Y mientras me indica cómo llegar a la residencia, siento que la comunicación se interrumpe. Oigo el golpe del auricular telefónico contra algo -piso o madera- y me llegan voces lejanas, algunas como a los gritos reclamando un médico o una ambulancia…
Cuando, por fin, llegamos con Alberto Ferrín al barrio de Gávea -zona de clase media y media alta, con su Hipódromo y cerca de la conocida favela Rosinha- la casa de Vinicius era una colmena de vecinos, amigos, curiosos y periodistas…
Recordaba que el poeta pasaba largos ratos del día en la bañera llena de agua tibia como nuestro Onetti en su cama. Allí, sobre una tabla, había puesto su máquina de escribir y hasta llegaba a recibir a los amigos más íntimos y también a los otros, para vergüenza de su última mujer, Gilda Mattoso, a quien llegaba a presentar, en los últimos tiempos, como “su próxima viuda”.
Las figuras más importantes del gobierno, la cultura y el arte brasileños desfilaron rindiéndole honores al poeta que fuera vergonzosamente destituido como diplomático durante el gobierno militar de Da Costa e Silva porque sus costumbres nocturnas -y diurnas- no acordaban con los valores occidentales y cristianos que postulaba la dictadura. Y cuando bajó del avión que lo llevó desde Buenos Aires a Río, lo hizo levantando una botella de whisky como una bandera al viento…
Entre las personalidades que inmediatamente se acercaron a acompañar al amigo estaba el poeta Drummond de Andrade quien sostuvo: Vinicius fue el único poeta brasilero que osó vivir bajo el signo de la pasión. Quiero decir, de la poesía en estado natural. Fue el único de nosotros que tuvo una vida de poeta.
Cuando lo acompañamos hasta el cementerio San Joao Batista, ya éramos una multitud que, poco a poco, se fue ensanchando como un verdadero río humano de lágrimas y flores.
Allí, luego de haber hecho uso de la palabra las más destacadas personalidades de la cultura brasileñas, se adelantó hasta el pie de su tumba, un hombre pobremente vestido. Un borrachito que, entre sollozos y risibles y poco entendibles recuerdos, casi cae sobre el féretro, con el pretexto de darle el último abrazo de acá y el primero de allá -del otro lado del mostrador- dijo. Y cuando unos periodistas le preguntaron quién era, sostuvo lacónico y orgulloso: La voz del pueblo. La que tal vez no entiende mucho a la poesía pero sí entiende y mucho, a nuestros hermanos, los poetas...
Quien ya pasó por esta vida y no vivió
puede ser más, pero sabe menos que yo.
Porque la vida sólo se entrega
a quien se ha entregado…
Con Alberto Ferrín -cámara en mano, mientras yo llevaba al hombro “la mochila” de aquellos viejos equipos UMatic- tratábamos de hacer, a veces apoyados en la punta de los pies, un precario equilibrio entre las tumbas. No queríamos que se nos escaparan las palabras, los silencios y las imágenes una ceremonia que bien podría haber sido libretada -como Orfeo Negro- por ese poeta bohemio y amigo, a quien, en muchas madrugadas de La Fusa llamé, sin ofender, Whisquicius De Moraes.
En ese momento, aparecen lentamente de entre la multitud, hasta ponerse frente a la tumba, una pareja de jóvenes, llorando. Ella es una hermosa muchacha de negros cabellos rizados, largos y sueltos que le caían por los hombros casi hasta la redondez de su vientre, por entre los pliegues de un vestido rojo, liviano, hindú, y parece como escapada de la generación de Woodstock. Su compañero, ubicado detrás de ella, con su mano izquierda la tiene abrazada a la altura del pecho y con su otra mano acaricia leve, suavemente su embarazado vientre.
Cuando le pido a Ferrín una toma que saliera de la simbólica mano el muchacho acariciando el vientre materno y poco a poco los jóvenes fueran entrando en cámara… como si la escena estuviera marcada por un director cinematográfico, la muchacha comienza a cantar: Tristeza nao ten fin / Felicidade sim…
Y, junto a ella, su compañero. Y junto a él, todos…Toda la gente comienza a cantar las canciones de Vinicius, una tras otra. Y una emoción sin límite, una ternura sin color, un aire tibio como de suspiro común, invade el cementerio y desde la tumba, donde el poeta descansará junto a sus padres -Lidia y Clodoaldo- en un regreso a las raíces, al origen, a la luz inicial, me parece ver crecer un resplandor sólo parecido al que rodea al recientemente encendido Cristo del Corcovado. El que, con sus brazos extendidos, parecía cubrir nuestras almas. A los que, cantamos así de bajito, porque nos habíamos quedado huérfanos de poeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario