lunes

ARIEL - JOSÉ ENRIQUE RODÓ


OCTAVA ENTREGA

V (1)

A la concepción de la vida racional que se funda en el libre y armonioso desenvolvimiento de nuestra naturaleza e incluye, por lo tanto, entre sus fines esenciales, el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso, se opone - como norma de conducta humana - la concepción utilitaria, por lo cual nuestra actividad, toda entera, se orienta en relación a la inmediata finalidad del interés.

La inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal, y con rigores de anatema, se funda, en parte, sobre el desconocimiento de que sus titánicos esfuerzos por la subordinación de las fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros. La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica, sin embargo, -ya que no las justifique- muchas nostalgias dolorosas, muchos descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una melancólica y exaltada idealización de lo pasado, bien por una desesperanza cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones, -entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau- que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y que han invertido en esa obra bendita tantos tesoros de amor como de genio.

Con frecuencia habréis oído atribuir a dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza -que, según intérpretes, ya adversos, ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base- son la una, la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra. Yo me propongo hablaros exclusivamente de esta última causa; porque confío en que vuestra primera iniciación en las revelaciones de la ciencia ha sido dirigida como para preservaros del peligro de una interpretación vulgar. - Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad, mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo. La acusación se refleja con vibrante intensidad en las páginas -para mí siempre llenas de un sugestivo encanto- del más amable entre los maestros del espíritu moderno: en las seductoras páginas de Renan, a cuya autoridad ya me habéis oído varias veces referirme y de quien pienso volver a hablaros a menudo. - Leed a Renan, aquellos de vosotros que lo ignoréis todavía, y habréis de amarle como yo. - Nadie como él me parece, entre los modernos, dueño de ese arte de «enseñar con gracia», que Anatole France considera divino. Nadie ha acertado como él a hermanar, con la ironía, la piedad. Aun en el rigor del análisis, sabe poner la unción del sacerdote. Aun cuando enseña a dudar, su suavidad exquisita tiende una onda balsámica sobre la duda. Sus pensamientos suelen dilatarse, dentro de nuestra alma, con ecos tan inefables y tan vagos, que hacen pensar en una religiosa música de ideas. Por su infinita comprensibilidad ideal, acostumbran las clasificaciones de la crítica personificar en él el alegre escepticismo de los dilettanti que convierten en traje de máscara la capa del filósofo; pero si alguna vez intimáis dentro de su espíritu, veréis que la tolerancia vulgar de los escépticos se distingue de su tolerancia como la hospitalidad galante de un salón, del verdadero sentimiento de la caridad.

Piensa, pues, el maestro, que una alta preocupación por los intereses ideales de la especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia. Piensa que la concepción de la vida, en una sociedad donde ese espíritu domine, se ajustará progresivamente a la exclusiva persecución del bienestar material como beneficio propagable al mayor número de personas. Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo. - Abundan afirmaciones semejantes a éstas de Renan en la palabra de muchos de los más caracterizados representantes que los intereses de la cultura estética y la selección del espíritu tienen en el pensamiento contemporáneo. Así, Bourget se inclina a creer que el triunfo universal de las instituciones democráticas hará perder a la civilización en profundidad lo que la hace ganar en extensión. Ve su forzoso término en el imperio de un individualismo mediocre. «Quien dice democracia -agrega el sagaz autor de André Cornelis- dice desenvolvimiento progresivo de las tendencias individuales y disminución de la cultura». - Hay en la cuestión que plantean estos juicios severos, un interés vivísimo, para los que amamos -al mismo tiempo- por convencimiento, la obra de la Revolución, que en nuestra América se enlaza además con las glorias de su Génesis; y por instinto, la posibilidad de una noble y selecta vida espiritual que en ningún caso haya de ver sacrificada su serenidad augusta a los caprichos de la multitud. - Para afrontar el problema, es necesario empezar por reconocer que cuando la democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales, ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barreras con las cuales asegurar dentro de un ambiente adecuado la inviolabilidad de la alta cultura. Abandonada a sí misma -sin la constante rectificación de una activa autoridad moral que la depure y encauce sus tendencias en el sentido de la dignificación de la vida- la democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza. - La selección espiritual, el enaltecimiento de la vida por la presencia de estímulos desinteresados, el gusto, el arte, la suavidad de las costumbres, el sentimiento de admiración por todo perseverante propósito ideal y de acatamiento a toda noble supremacía, serán como debilidades indefensas allí donde la igualdad social que ha destruido las jerarquías imperativas e infundadas, no las sustituya con otras, que tengan en la influencia moral su único modo de dominio y su principio en una clasificación racional.

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