miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



VIGESIMOSEXTA ENTREGA


Capítulo 26

A las siete, la lluvia cesó como para tomarse un descanso, pero las cunetas estaban todavía rebosantes de agua. En Santa Mónica el agua llegaba a la altura del pavimento de las aceras y una fina película acuosa cubría la superficie del bordillo. Un guardia de tráfico, embutido en un impermeable negro brillante que le cubría de la cabeza a los pies, chapoteaba por el agua del camino que lo llevaba hasta el refugio de un toldo mojado. Mis tacones de goma se deslizaban en el pavimento cuando entré en el vestíbulo del Fulwider Building. Había sólo una bombilla encendida al fondo, detrás de un ascensor que en otros tiempos fue dorado. En una estera apolillada había una escupidera deslucida, alrededor de la cual se veían los resultados de la poca puntería de los que habían pretendido usarla. Un estuche de dientes postizos estaba colgado en la pared color mostaza, como una caja de fusibles en un portal. Sacudí mi sombrero mojado y miré la lista de inquilinos, situada al lado del estuche de los dientes. Números con nombres y números sin ellos. Multitud de casas vacías o muchos inquilinos que deseaban quedar en el anonimato. Dentistas sin dolor, agencias de detectives, pequeños negocios, enfermos que se habían arrastrado hasta allí para morir, escuelas por correspondencia que enseñaban cómo ser empleado de ferrocarriles, técnico de radio o escritor de guiones, si los inspectores postales no los cogían primero. Un edificio sucio, en el cual el olor a colillas podía ser el más agradable.

Un viejo dormitaba en el ascensor, sentado en un taburete desvencijado, en el que había un cojín desgarrado. Tenía la boca abierta y le brillaban las sienes con aquella luz débil. Llevaba un abrigo azul de uniforme que le sentaba como un establo sienta a un caballo. Debajo, unos pantalones grises con los bordes deshilachados, calcetines blancos de algodón y zapatos negros de cabritilla, uno de los cuales estaba cortado por encima de un juanete. En el taburete dormitaba de mala manera, mientras esperaba un cliente.

Pasé delante con cuidado, impulsado por el clandestino aire del edificio; encontré la puerta para caso de incendio y la abrí. La escalera de incendios no había sido barrida por lo menos en un mes. Habían dormido vagabundos en ella y también comieron, dejando migas y trozos de periódicos grasientos, fósforos, un libro de bolsillo encuadernado en imitación a piel, destrozado. Total: un edificio precioso.

Llegué falto de aire al cuarto piso. El pasillo tenía la misma sucia escupidera y la misma estera deshilachada, las mismas paredes color mostaza, las mismas reminiscencias de deterioro. Seguí el pasillo y viré en un recodo. El nombre de L. D. Walgreen, SEGUROS, se leía en una puerta oscura de cristal, en una segunda puerta y en otra más alejada, en la cual había una luz. En una de las puertas oscuras se leía ENTRADA.

Se hallaba abierto un montante de cristal en la puerta iluminada. A través de él se oía la aguda voz, parecida al gorjeo de un pájaro, de Harry Jones, que decía:

-¿Canino? Sí. Lo he visto por ahí, claro.

Me quedé helado. La otra voz habló. Tenía un pesado ronroneo como una pequeña dinamo detrás de una pared de ladrillo. Decía:

-Sabía que me conocería.

Había algo siniestro en esa voz.

Una silla se arrastró en el linóleo, sonaron pasos y el montante se cerró de golpe y se desvaneció la sombra detrás del cristal de la puerta. Volví a la primera de las tres puertas marcadas con el nombre de Walgreen. Intenté abrirla cautelosamente, pero estaba cerrada. Se movía en un marco suelto y era una vieja puerta colocada hacía muchos años, hecha de madera verde y bastante encogida ahora. Saqué de mi cartera el trozo de celuloide grueso y fuerte que cubría mi licencia, una herramienta de ladrón que la policía había olvidado proscribir.

Me puse los guantes, me recosté con cuidado y suavidad en la puerta y empujé con fuerza el picaporte en dirección contraria al marco.

Metí la placa de celuloide en el hueco que quedaba y busqué el declive de la cerradura de muelle. Hubo un crujido seco, como el de un carámbano pequeño que se quiebra. Me quedé inmóvil, como un pez perezoso en el agua. Nada ocurrió dentro. Di la vuelta al picaporte, empujé la puerta y la cerré a mi espalda con el mismo cuidado que la había abierto. Ante mí había una ventana sin cortina, cortada por el ángulo de una mesa. Sobre ésta, una máquina de escribir tapada con una funda y más allá el picaporte metálico de una puerta intermedia, que no estaba cerrada. Pasé al segundo despacho. De repente, la lluvia empezó a golpear en la ventana cerrada. Protegido por ese ruido crucé la habitación. Un abanico de luz salía por una rendija de un centímetro que había en la puerta del despacho iluminado. Todo me resultaba muy conveniente. Anduve como un gato sobre la repisa de una chimenea y me coloqué en la rendija; no vi más que la luz contra el ángulo de la madera.

La ronroneante voz decía ahora con satisfacción:

-Claro, un tipo puede estar sentado en su trasero y censurar lo que otro ha hecho, si sabe de qué se trata. Así que fuiste a ver a ese pendenciero. Ese fue tu error. A Eddie no le gusta. El pendenciero le dijo que un tipo en un Plymouth gris le estaba siguiendo, y Eddie, naturalmente, quiere saber quién y por qué.

Harry Jones rió un poco.

-¿Y a él qué le importa?

-Eso no te lleva a ninguna parte.

-Ya sabes por qué fui al pendenciero ese. Te lo dije: por encargo de la amiguita de Joe Brody, que tiene que largarse y está sin un centavo. Ha pensado que el pendenciero puede soltar alguna pasta. Yo no tengo ni cinco.

La voz ronroneante dijo con suavidad:

-Dinero, ¿por qué? Los pendencieros no dan dinero a los tipos con cara de ratón.

-Puede conseguirlo. Conoce a gente rica -Harry Jones rió con tono valiente.

-No trates de engañarme, hombrecito -la voz ronroneante chirriaba ahora como la arena en un cojinete.

-¡De acuerdo, de acuerdo! Ya sabes el cuento de la muerte de Brody. El muchacho estrafalario lo hizo, desde luego, pero la noche en que ocurrió esto, Marlowe estaba en la mismísima habitación.

-Eso ya se sabe, hombrecito. Se lo dijo a la poli.

-Sí, pero hay algo más. Brody estaba intentando sacar dinero de unas fotos de la más joven de las hijas de Sternwood, desnuda. Y Marlowe descubrió el juego. Mientras estaban discutiendo, la más joven de las Sternwood se dejó caer por allí con una pistola y disparó una vez contra Brody. Hizo un disparo y rompió un cristal, sólo que Marlowe no le dijo nada de esto a la poli. Y Agnes tampoco. Se figura que son como gastos de viaje para ella el no haberlo dicho.

-¿Y eso no tiene nada que ver con Eddie?

-Demuéstrame por qué.

-¿Dónde está Agnes?

-No, ni hablar.

-Me lo dirás, hombrecito. Aquí o en la habitación de atrás, donde los muchachos tiran monedas contra la pared.

-Es mi amiga ahora, Canino. Por nada del mundo meto a mi amiga en esto.

Siguió un momento de silencio. Escuché la lluvia golpear en la ventana. El humo de los cigarrillos entraba por la rendija de la puerta. Sentí ganas de toser y mordí con fuerza el pañuelo.

Volvió a oírse la voz ronroneante, suave todavía:

-Por lo que he oído, esa rubia prostituta era sólo un gancho de Geiger. Hablaré de eso con Eddie. ¿Cuánto pretendes sacarle al pendenciero?

-Doscientos.

-¿Conseguidos ya?

Harry Jones volvió a reír.

-Voy a verle mañana. Tengo esperanzas.

-¿Dónde está Agnes?

-Oye...

-¿Dónde está Agnes? -silencio-. Mira esto, hombrecito.

No me moví. Yo no llevaba pistola. No tenía que mirar a través de la rendija de la puerta para saber lo que la ronroneante voz invitaba a Harry Jones a mirar. No creía que Canino hiciera nada con su pistola, aparte de mostrarla. Esperé.

-Estoy mirándola -dijo Harry Jones. Su voz era tensa, como si apenas pudiera pasar de los dientes- y no veo nada que no haya visto antes. Adelante, dispara y mira a ver qué ganas con eso.

-Un «chaleco de Chicago» es lo que tú te ganarías, hombrecito. -Silencio-. ¿Dónde está Agnes?

Harry suspiró.

-¡De acuerdo! -respondió con voz cansada-. Está en la calle Court, veintiocho, arriba, en Bunker Hill, apartamento trescientos uno. Me imagino que me he puesto completamente amarillo. ¿Por qué he de sacar la cara por esa individua?

-No hay ninguna razón. Tienes sentido común. Tú y yo iremos y le hablaremos. Lo que quiero es averiguar para qué te está utilizando de señuelo, muchacho. Si es como tú dices, todo va estupendamente. Puedes echarle el guante al pendenciero y que te aproveche. ¿En paz y amigos?

-Bien -contestó Harry Jones-. En paz y amigos.

-Estupendo. Vamos a mojarnos la garganta. ¿Tienes un vaso? -La ronroneante voz era falsa como las pestañas de una acomodadora y tan resbaladiza como las semillas de melón. Se abrió un cajón.

Algo chocó con madera. Una silla chirrió.

-Esto es como prueba de amistad -dijo la voz ronroneante.

Se oyó el ruido de un líquido al verterse.

-Polillas en tu armiño, como dicen las damas.

-Éxito -dijo Harry Jones con voz suave.

Oí una tos aguda y corta. Después un violento esfuerzo para vomitar. Hubo un pequeño ruido sordo, como si un cristal grueso hubiese caído. Mis dedos se doblaban contra mi impermeable.

La voz ronroneante dijo tranquilamente:

-No estarás enfermo por un solo trago, ¿eh, amigo?

Harry Jones no contestó. Se oyó una respiración trabajosa. Después, un silencio completo. Una silla arañó el suelo.

-Hasta la vista, hombrecito -dijo Canino.

Pasos. Un ruidito seco. El rayo de la luz murió a mis pies. Una puerta se abrió y se cerró. Los pasos se apagaron lentos y seguros.

Abrí la puerta intermedia de par en par y miré en la oscuridad, aliviada por el débil brillo de una ventana. La esquina de un escritorio tenía un brillo tenue. Detrás de él se veía un bulto caído en un sillón. En el aire flotaba un fuerte olor empalagoso, acaso un perfume. Fui al pasillo y escuché. Oí el ruido lejano de la puerta del ascensor al cerrarse.

Encontré el interruptor de la luz y se encendió una polvorienta lámpara de cristal colgada al techo por tres cadenas de cobre. Harry Jones me miraba desde el escritorio, con los ojos completamente abiertos. Su cara contraída en un fuerte espasmo, la piel azulada. Su cabeza pequeña y oscura estaba ladeada.

Estaba sentado contra el respaldo.

La campana de un tranvía sonó a una distancia casi infinita y el sonido vino amortiguado por innumerables paredes. Había en el escritorio media botella de whisky destapada. El vaso de Harry Jones brillaba contra la rueda de una de las patas del escritorio. El segundo vaso había desaparecido.

Hice una aspiración poco profunda y me incliné sobre la botella. A través del olor quemado del aguardiente se percibía, débilmente, otro olor, propio de las almendras amargas. Mientras agonizaba, Harry Jones había vomitado en su abrigo. Había señales de cianuro.

Anduve con cuidado alrededor de él y levanté una guía telefónica que estaba colgada de un gancho en el marco de madera de la ventana. La dejé caer nuevamente, alcancé el teléfono y me lo llevé tan lejos del hombrecito como pude. Marqué el número de Información. Una voz contestó.

-¿Puede usted darme el teléfono del apartamento trescientos uno, calle Court número veintiocho?

-Un momento, por favor.

La voz llegaba a mí entre el olor de almendras amargas. Silencio.

-El número es Wentwoorth, dos, cinco, dos, ocho. Está en la guía como pisos Glendower.

Di las gracias y marqué el número que me había indicado. Sonó el timbre tres veces y se estableció la comunicación. Se oyó primero una radio, a toda voz, que fue apagada.

Una voz masculina dijo:

-Dígame.

-¿Está Agnes ahí?

-No hay ninguna Agnes aquí. ¿Qué número quiere?

-Wentwoorth, dos, cinco, dos, ocho.

-Número exacto, pero muchacha equivocada. ¿No es una lástima?

La voz rió secamente.

Colgué y tomé de nuevo la guía telefónica, buscando pisos Glendower. Marqué el número del administrador. Tuve una borrosa visión de Canino conduciendo a toda velocidad el coche bajo la lluvia a otra cita con la muerte.

-Pisos Glendower. Habla el señor Schiff.

-Soy Wallis. Oficina de Identificación de la Policía. ¿Tiene usted alguna muchacha llamada Agnes Lozelle registrada en ese edificio?

-¿Quién dijo usted?

Repetí mi pregunta.

-Si me da usted el número, yo le...

-Déjese de comedias -dije con sequedad-. Tengo prisa. ¿Está o no está?

-No, no está.

La voz era tiesa como un palo.

-¿Hay una rubia alta con ojos verdes registrada en esa posada?

-Oiga, esto no es una posada...

-Déjese de cuentos -dije con voz de policía-. ¿Quiere que mande una brigada y que revuelva el edificio de arriba abajo? Sé todo lo de las casas de apartamentos de Bunker Hill. Especialmente las que tienen en la lista un teléfono en cada piso...

-¡Eh, no se ponga así, oficial! Le ayudaré. Hay aquí un par de rubias, claro. ¿Dónde no las hay? No me he fijado en los ojos. ¿Vive sola la que usted busca?

-Sola o con un tipo pequeñito de un metro cincuenta y cincuenta kilos; ojos negros, agudos, lleva un traje gris con chaqueta cruzada y un abrigo de tweed irlandés, sombrero gris. Mi información es apartamento trescientos uno, pero todo lo que he obtenido allí ha sido una bromita.

-¡Oh!, allí no está. En el trescientos uno viven un par de viajantes.

-Gracias. Me dejaré caer por allí.

-Hágalo sin ruido. Venga directamente a mi oficina.

-Muy agradecido, señor Schiff.

Colgué.

Me limpié el sudor del rostro. Me fui al rincón más apartado del despacho y me quedé un momento de cara a la pared. Me volví lentamente y miré hacia el pequeño Harry Jones en su silla.

-Bien que le engañaste, Harry -dije en voz alta, con un tono que me sonó raro a mí mismo-. Le mentiste y bebiste tu cianuro como un caballerito. Has muerto como una rata envenenada, pero para mí no eres una rata.

Tuve que registrarle. Una tarea poco agradable. Sus bolsillos no me procuraron ninguna información acerca de Agnes; nada de lo que yo quería. No creía encontrarla, pero tenía que estar seguro. Canino podía volver. Debía de ser de esa clase de caballero seguro de sí mismo a quien no le importa volver al lugar donde ha cometido un crimen.

Apagué la luz y comencé a abrir la puerta.

El timbre del teléfono empezó a sonar. Me quedé escuchando, los músculos de la mandíbula hechos un nudo, doloridos. Cerré la puerta, encendí de nuevo y fui al teléfono.

-¿Sí?

Una voz de mujer. Su voz.

-¿Está ahí Harry?

-No, no está.

Esperó un momento. Por fin, dijo despacio:

-¿Quién habla?

-Marlowe, el tipo que le complica la vida.

-¿Dónde está?

-Vine aquí a darle los doscientos billetes a cambio de cierta información. La oferta sigue en pie. Tengo el dinero. ¿Dónde está usted?

-¿No se lo dijo él?

-No.

-Quizá sea mejor que se lo pregunte a él. ¿Dónde está?

-No puedo preguntárselo. ¿Conoce a un hombre llamado Canino?

El salto que dio se percibió tan claramente como si la hubiera tenido a mi lado.

-¿Quiere usted los doscientos o no? -pregunté.

-Yo... yo... -la voz se arrastró un momento y volvió con pánico-. ¿Dónde está Harry?

-Se asustó y huyó. Nos encontraremos en alguna parte o no nos encontraremos en absoluto. Tengo el dinero.

-No creo lo que dice sobre Harry. Es una trampa.

-Tonterías. Podía haber pescado a Harry hace tiempo. No hay razón para una trampa. Canino se enteró de algún modo del juego de Harry y éste huyó. Yo quiero silencio, usted quiere silencio y Harry también lo quiere -Harry ya lo tenía, nadie se lo podía arrebatar-. No creerá que trabajo para Eddie Mars, ¿verdad, preciosa?

-No; creo que no. Eso no. Nos veremos dentro de media hora. Delante de Bullock Whilshire, la entrada este de la zona de aparcamiento.

-Muy bien -contesté.

Dejé el teléfono en su horquilla. La bocanada de olor a almendras amargas y el agrio olor a vómito me ahogó de nuevo. El hombrecito muerto estaba silencioso en su silla, más allá del temor, más allá de los cambios.

Dejé la oficina. Nada se movió en el destartalado corredor. Ninguna puerta de cristal esmerilado tenía luz tras ella. Bajé al segundo piso por la escalera de incendios y desde allí miré al techo iluminado de la caja del ascensor. Oprimí el botón y el ascensor se puso en marcha despacio. Bajé corriendo las escaleras. El ascensor estaba arriba cuando salí del edificio. Llovía fuerte de nuevo. Anduve bajo la lluvia, con la cara azotada por gruesas gotas. Cuando una de ellas alcanzaba mi lengua, me daba cuenta de que llevaba la boca semiabierta y el dolor en las mandíbulas me indicaba que la llevaba completamente abierta, remedando el rictus de la muerte en el rostro de Harry Jones.

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