jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora

SEXAGESIMOTERCERA ENTREGA


XX

DIOS Y LA VERDAD OBLIGATORIA (1)

Para Dios todo es posible. Esta idea constituye mi divisa en el más profundo sentido de la palabra. Ha adquirido para mí una imptotancia que jamás habría podido imaginar.
KIERKEGAARD

Leemos en Duns Escoto esa declaración de una franqueza sorprendente: Los que niegan que algo sea contingente, que sean expuestos a la tortura hasta que admitan que es posible no torturarles. Por sí misma esta idea no es muy original: expresa abiertamente lo que todo el mundo pensaba y lo que muchas gentes decían. Pero causa sorpresa que Duns Escoto, llamado por sus contemporáneos (y con razón) el doctor subtilissimus, no haya advertido que, al defender de este modo su posición, comprometía todo el sistema de las demostraciones filosóficas. Tiene evidentemente razón: si se somete al hombre a la tortura, y si se le dice que la tortura seguirá mientras no haya confesado que puede también no ser torturado, es casi seguro que se conseguirá la declaración exigida. Pero, a pesar de todo, esto es solamente “casi seguro”. Si su firmeza y su valor igualan la firmeza y el valor de Sócrates o de Epicteto, la tortura no conseguirá probablemente arrancarle nada. Lo mismo ocurriría con Regulus o con Mucius Scaevola. Hay hombres en quienes las torturas no influyen. ¿Qué puede hacerse entonces? ¿Conserva en este caso su valor el argumento del doctor subtilissimus?

Por otro lado, los que no poseen suficiente fuerza de carácter reconocerán cualquier verdad bajo las torturas siempre que se deje de martirizarlos. Si se les pide que reconozcan que podría no torturárseles, si se les pide confesar que es imposible no torturarles, lo confesarán de buena gana a condición de que se les suelte. San Pedro negó tres veces a su maestro y, sin embargo, no se trataba de torturas: en aquella ocasión estaba amenazado sólo por una justicia popular más o menos expeditiva. Además, el caso planteado por Duns Escoto es fantástico, totalmente inventado: puede suponerse que desde la creación del mundo nadie sometido a la tortura para hacerles declarar aliquod ens contingens. Por el contrario, lo inverso se produce continuamente ante nuestros ojos: la vida martiriza a los hombres y sigue martirizándoles de muchos modos, aun cuando desde hace tiempo les ha arrancado la declaración de que no sólo es como es, sino que no puede ser jamás de otro.

No obstante, no es esto todavía lo que más importa. ¿Cómo podía el doctor subtilissimus -para quien la voluntad y la inteligencia eran cualidades puramente espirituales- admitir que la tortura, que obra exclusivamente sobre la naturaleza sensible del hombre, ejerciera una influencia tan decisiva en un caso como el presente, en que se trata de la verdad? Cuando nos acontece descubrir tales pensamientos en Epicteto, seguimos adelante y los ponemos en la cuenta de una falta de perspicacia filosófica. Pero Duns Escoto no es Epicteto: Duns Escoto es una de las inteligencias más sutiles y más perspicaces de toda la historia de la filosofía. ¡Y es él quien considera que la tortura, los medios de coacción puramente físicos, constituyen la última ratio de la verdad! Hay en esto materia para reflexionar, sobre todo después de lo que Kierkegaard nos ha dicho acerca de los horrores de la existencia humana. No es inútil tampoco recordar en esta ocasión el testimonio de Nietzsche. Nietzsche nos ha hablado del “gran dolor” que causa la verdad cuando quiere someter al hombre; dice que la verdad penetra en nuestra carne como un cuchillo afilado. La teoría del conocimiento no puede, no debe ignorar la existencia de semejantes testimonios. Quiéralo o no, se verá obligada a admitir que los medios de persuasión puramente espirituales que pone a disposición de la verdad con el fin de permitirle realizar sus derechos soberanos, no alcanzan la finalidad propuesta. Ni el “principio” de razón suficiente, ni el “principio” de contradicción, ni la intuición con todas sus evidencias pueden asegurar para la verdad la obediencia humana. Pues en última instancia la verdad se ve obligada a recurrir a la tortura, a la violencia, Dios, nos dice Kierkegaard, no obliga a nadie, pero el conocimiento y sus verdades no se asemejan, evidentemente, a Dios, y no quieren asemejarse a Él. El conocimiento y sus verdades obligan; se mantienen tan sólo por medio de la violencia más brutal, más repugnante, y, como lo demuestra el ejemplo citado por Duns Escoto, ni siquiera creen necesario evocar el hipócrita sine effusione sanguinis.

La teoría del conocimiento, que desbrozó el camino a la filosofía especulativa, ha descuidado ese hecho, se ha negado a considerarlo como digno de atención. Cuando por azar chocan con los procedimientos que la verdad utiliza contra quien se niega a seguirla de buen grado, no sólo el ingenuo Epicteto, sino también los pensadores más sutiles, tales como Duns Escoto y Nietzsche, no se muestran en modo alguno turbados, como si tal cosa fuese de cajón. Con una impasibilidad casi angélica, Aristóteles dice hablando de los grandes filósofos: “obligados por la verdad misma”. Cierto que no menciona las torturas, pues ya ha juzgado con razón que hay ciertas cosas que es preferible callar y que en ciertos casos la precisión puede ser más nefasta que útil. Pero se extiende bastante acerca de “la necesidad”, que identifica con “la fuerza”, y acerca del poder que ejerce sobre el pensamiento humano. Tampoco Platón habla de las torturas que la verdad nos inflige; se limita a decir que la Necesidad reina en el mundo y que los propios dioses no pueden oponerse a ella. Homo superbiar et somniat, se sapere, se sanctum et justum esse: el hombre cree que basta cerrar los ojos ante la Necesidad; imagina que basta permitir que el conocimiento se apodere a cualquier precio de la vida para que la santidad y la justicia surjan por sí mismas. No puede olvidar la antigua sugestión: eritis sicut dii, y en vez de luchar contra su propia impotencia, la disimula refugiándose en la soberbia. Por eso Pascal habla, a propósito de Epicteto, de la “soberbia diabólica”. La soberbia no testimonia la seguridad que el hombre posee en sus propias fuerzas, como usualmente lo creemos: la soberbia significa que el hombre rechaza en lo más profundo de su alma la conciencia de su impotencia. Pero, aunque invisible, esta impotencia es infinitamente más terrible que aparente. Pues entonces el hombre la aprecia, la ama, la cultiva en sí mismo. Era necesario que Kierkegaard desembocara en la monstruosa idea de que el amor de Dios está sujeto a su inmutabilidad, de que Dios está atado y no puede moverse, de que, como a todos nosotros, “una astilla ha sido clavada en la carne” de Dios; dicho de otro modo, de que las torturas por medio de las cuales la verdad aplasta a los hombres existen también para Dios. Era necesario todo esto para que opusiera la filosofía existencial a la filosofía especulativa, para que tuviese el valor de preguntar cómo la verdad había conseguido dominar a Dios y para distinguir en esa monstruosa invención de la razón lo que ella en realidad atestigua: la caída del hombre y el pecado original.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+