traducción de José Ferrater Mora
SEXAGESIMAPRIMERA ENTREGA
XIX
LA LIBERTAD (4)
En interés de la verdad histórica y de los problemas que nos preocupan, hay que decir que los filósofos de la Edad Media estaban muy lejos de manifestar, como se afirma, una completa unanimidad en su manera de plantear y de resolver los problemas, y que siempre se sometían a las influencias helénicas. Los más célebres representantes de las grandes corrientes de la filosofía medieval, estrechamente vinculados a la patrística, no querían ni osaban romper con la tradición griega. Como habitualmente sucede, se puede, sin traicionar los hechos, trazar un esquema del desarrollo de la filosofía medieval por medio de una línea que partiendo por un lado, de Orígenes y Clemente de Alejandría, y, por el otro, de San Agustín, desemboque en los comienzos del siglo XIV. Pero puede también descubrirse en la Edad Media otra tendencia ciertamente menos poderosa y cuyos representantes se dan más o menos cuenta de que es imposible e inútil intentar conciliar la revelación bíblica con las verdades tradicionales de la filosofía griega. Tertuliano, a quien podemos con derecho considerar como el antepasado erspiritual de Kierkegaard -lo hemos ya puesto de relieve-, comprendió cuán hondo era el abismo entre Jerusalén y Atenas. Pero el más notable representante de esta tendencia fue San pedro Damián, el cual, cuatro siglos antes que Duns Escoto y Guillermo de Occam, se alzó (principalmente en su libro De omnipotentia Dei) con un coraje que todavía ahora nos sorprende contra los intentos de explicación de la Escritura por medio de los principios racionales de la filosofía antigua. La “necesidad” de admitir cualquier límite en la omnipotencia divina lo ponía fuera de sí. Ante Dios toda necesidad descubre su esencia real y se revela como una Nada desprovista de todo contenido. Admitir que el principio de contradicción o el principio quod factum est infectum ese nequit pudiese atar u obligar a Dios en ningún sentido, significaba para Damián renegar de la Escritura, sucumbir a esa cupiditas scientiae que provocó la caída del hombre. El que introdujo el ejército de los vicios colocó a su cabeza, como si fuese un general del ejército, el ansia de saber, y condenó de este modo el desdichado mundo a una infinidad de males. Lo que la “crítica” de Kant consideraba como finalidad natural de la “razón”, lo que los teólogos llamaban y llaman todavía partem meliorem nostram, esa sed de saber que nos descubre que lo que existe necesariamente tal como es y no de otro modo, es justamente lo que el monje medieval, estimó como el pecado original, y su alma se estremeció de horror como barrida por un soplo de muerte. Ningún principio, ni ideal ni real, procede de Dios, domina a Dios. Todo el poder pertenece a Dios: Dios manda siempre y no obedece nunca. Cualquier intento para colocar algo por encima de Dios -sea, lo repito, un principio ideal o bien un principio material- es la abominación de la desolación. Así, cuando se preguntó a Cristo cuál era el primer mandamiento, respondió repitiendo el fulminante Audi Israel, que reduce a polvo el saber de la razón pura y todas las necesidades sobre las cuales se apoya.
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