VIGESIMOQUINTA ENTREGA
Capítulo 25
Llovía de nuevo a la mañana siguiente; una lluvia gris como una cortina de cuentas de cristal. Me levanté cansado y me quedé mirando por la ventana, todavía con un sabor oscuro y áspero a Sternwood en mi boca. Estaba vacío como el bolsillo de un espantapájaros. Fui a la cocina y me bebí dos tazas de café puro. Se puede tener resaca de otras cosas que no son el alcohol. Yo la tenía de mujeres. Las mujeres hacían que me sintiese mal.
Me afeité y me di una ducha. Saqué mi impermeable y me fui escaleras abajo. Al llegar a la puerta principal miré en todas direcciones. Al otro lado de la calle, a unos veinte metros, había un Plymouth gris aparcado. Era el mismo que intentó seguirme el día anterior y sobre el cual pregunté a Eddie Mars.
Podía haber en ese coche un policía que tuviese tiempo de sobra y quería malgastarlo siguiéndome, o bien un vividor metido en negocios detectivescos que intentaba meter las narices en un caso ajeno para buscar la manera de mezclarse en él. También podía ser el obispo de Bermudas, que desaprobaba mi vida nocturna.
Saqué mi descapotable del garaje y adelanté al Plymouth gris. En él sólo había un hombrecillo. Arrancó en cuanto yo pasé. Trabajaba mejor bajo la lluvia. Se mantenía bastante cerca, de forma que yo no podía pasar una manzana sin que él hubiese entrado ya en ese trecho y, sin embargo, se quedaba lo bastante retrasado como para permitir que hubiera otros coches entre nosotros, la mayoría de las veces. Bajé al bulevar y aparqué en la manzana más próxima a mi oficina. Salí del coche con el cuello del impermeable levantado y el ala del sombrero bajada, mientras la lluvia helada me daba en la parte del rostro que quedaba descubierta.
El Plymouth estaba atravesado en un camino que desembocaba en un puente. Fui al cruce y pasé aprovechando la luz verde, volviendo hacia atrás por el borde de la acera, cerca de los coches aparcados. El Plymouth no se había movido. Nadie salió de él. Me acerqué y abrí la portezuela de golpe.
Un hombrecillo de ojos brillantes se hallaba sentado en un rincón, detrás del volante. Me le quedé mirando un momento mientras la lluvia me golpeaba la espalda. Sus ojos parpadearon detrás del humo de su cigarrillo. Sus manos golpeaban incesantemente el volante.
-¿No puede usted decidirse? -dije.
Tragó aire y el cigarrillo estuvo a punto de caérsele de los labios.
-No creo conocerle -dijo con una vocecita.
-Me llamo Marlowe. Soy el individuo que usted está tratando de seguir desde hace un par de días.
-No estoy siguiendo a nadie, amigo.
-Pues este cacharro está siguiéndome. Quizá no puede usted dominarlo. Como usted quiera. Voy ahora a desayunar en la cafetería que hay en la acera de enfrente: zumo de naranja, huevos con tocino, tostada, miel, tres o cuatro tazas de café y un palillo. Después subiré a mi oficina, que está en el séptimo piso de ese edificio que está justamente frente a usted. Si tiene algo que le preocupa, déjese caer por allí y cuéntemelo. No voy a hacer otra cosa que engrasar mi pistola.
Le dejé parpadeando y me fui. Veinte minutos más tarde me encontraba aireando la oficina para que se disipara el perfume que había dejado la mujer de la limpieza, y abriendo un grueso sobre cuya dirección estaba escrita con una bonita letra picuda y anticuada. El sobre contenía una breve nota y un cheque malva por quinientos dólares, a
la orden de Philip Marlowe, y firmado Guy de Brisoy Sternwood, p. o., Vincent Norris.
Eso hacía que la mañana fuera estupenda. Estaba haciendo una nota para el banco cuando la campanilla me indicó que alguien había entrado en mi sala de espera: era el hombre del Plymouth.
-Magnífico -dije-, entre y quítese el abrigo.
Pasó con cuidado delante de mí mientras sostenía la puerta, como si temiese que le diera un puntapié. Nos sentamos frente a frente, separados por la mesa de despacho.
Era un hombre muy pequeño, no mayor de metro y medio, y pesaría apenas lo que el pulgar de un carnicero. Tenía ojos brillantes que querían parecer duros y que parecían tan duros como los de una vaca viendo pasar el tren. Llevaba un traje gris oscuro que resultaba demasiado ancho en los hombros y con demasiada solapa. Se cubría con un abrigo de tweed irlandés bastante desgastado en algunos sitios. Un enorme trozo de corbata de seda le sobresalía, bastante manchada por la lluvia.
-Quizá me conoce -dijo-. Soy Harry Jones.
Le contesté en sentido negativo. Empujé una caja chata de cigarrillos hacia él. Sus pequeños y pulcros dedos sacaron uno, como una trucha picando el cebo. Lo prendió con el encendedor de la mesa e hizo un gesto con la mano.
-He corrido mundo -dijo-. Conozco a los muchachos y eso. Acostumbraba a hacer un poco de contrabando de licores desde Hueneme Point. Un negocio duro, hermano. Ir en el coche con una pistola en las rodillas y en la cadera un peine capaz de atascar un vertedero de carbón. Montones de veces hemos tenido que vérnoslas con la policía antes de llegar a Beverly Hills. Un negocio duro.
-Terrible -asentí.
Se recostó en la silla y echó humo hacia el techo.
-Quizá no me cree -continuó.
-Quizá no -dije- y quizá sí. O posiblemente no me he molestado en decidirme. ¿Qué es lo que pretende de mí?
-Nada -repuso con voz agria.
-Me ha estado siguiendo durante un par de días -dije-, como un tipo que sigue a una mujer y le falta valor en el último momento. Quizá hace seguros. Quizá conocía usted a un individuo llamado Brody. Hay un montón de quizás, pero tengo bastante entre manos con mi negocio.
Sus ojos se desorbitaron y su labio inferior por poco se le cae en las rodillas.
-¡Santo Dios! ¿Cómo sabe usted todo eso? -dijo.
-Soy psicólogo. Desembuche rápido, que no tengo todo el día libre.
El brillo de sus ojos casi desapareció entre los párpados, repentinamente estrechos. Permanecíamos silenciosos. La lluvia golpeaba en el techo plano del recibidor de Mansión House, bajo mi ventana. Sus ojos se abrieron un poco, brillaron de nuevo y su
voz se tornó reflexiva.
-Estaba tratando de identificarlo, claro -dijo-. Tengo algo que vender, barato, por un par de cientos. ¿Cómo me relacionó con Joe?
Abrí una carta y la leí. Me ofrecían un curso de seis meses sobre huellas dactilares, con descuento especial. La tiré al cesto de los papeles y miré de nuevo al hombrecillo.
-No me haga caso. Estaba tan sólo adivinando. Usted no es polizonte, ni pertenece a la banda de Eddie Mars. Se lo pregunté a él anoche. Sólo podían ser los amigos de Joe Brody los que se interesan tanto por mí.
-¡Jesús! -exclamó y se pasó la lengua por el labio inferior.
Su rostro se puso blanco como el papel cuando mencioné a Eddie Mars. Su boca quedó abierta y el cigarrillo colgando de la comisura como por milagro, como si hubiera crecido allí.
-Me está tomando el pelo.
-De acuerdo, le estoy tomando el pelo -abrí otra carta. Esta quería mandarme noticias diarias desde Washington; todo cosas secretas y directamente del lugar de origen-. Supongo que Agnes está libre.
-Sí. Ella me envía. ¿Interesado?
-Bueno, es una rubia.
-¡Joder!, hizo usted una buena jugada cuando estuvo allí la noche aquella en que despacharon a Joe. Este debía de saber algo muy serio sobre los Sternwood o no hubiera corrido el riesgo de mandarles la foto que les mandó.
-¡Pchs, pchs...! ¿Algo? ¿Y qué puede ser?
-Eso es lo que vale doscientos billetes.
Eché más cartas de admiradoras al cesto de los papeles y encendí otro cigarrillo.
-Tenemos que largarnos de la ciudad -dijo-. Agnes es una buena chica. Nada puede tener usted contra ella. No es fácil para una muchacha ganarse la vida en estos tiempos.
-Es demasiado alta para usted -dije-, le va a aplastar.
-Eso es un chiste pesado, hermano -dijo con algo tan parecido a la dignidad que hizo que me quedara mirándolo.
-Tiene razón -contesté-. He estado tropezándome últimamente con gente poco recomendable. Cortemos la charla y vayamos al grano. ¿Qué tiene usted que ofrecer?
-¿Lo pagaría usted?
-¿Si me sirve para qué?
-Si le ayuda a encontrar a Rusty Regan.
-No estoy buscando a Rusty Regan.
-Eso dice. ¿Quiere oírlo o no?
-Vamos, cante. Pagaré por lo que pueda utilizar. En mi ambiente, doscientos billetes compran un montón de noticias.
-Eddie Mars mandó liquidar a Rusty Regan -dijo con calma y se recostó como si lo acabaran de nombrar vicepresidente.
Señalé la puerta con un ademán.
-Ni siquiera me molestaría en discutir con usted -dije-. No desperdiciaría el oxígeno. Lárguese, enano.
Se reclinó sobre el escritorio y unas líneas blancas se marcaron en las comisuras de sus labios.
Del otro lado de una puerta intermedia venía el teclear de una máquina de escribir que iba monótona hacia el timbre y hacia el tope, línea tras línea.
-No estoy bromeando -dijo por fin.
-Lárguese. No me moleste. Tengo trabajo que hacer.
-No es verdad -dijo mordaz-. No estoy dispuesto a irme de aquí sin contar lo que sé. Y lo contaré. Yo conocía a Rusty Regan, aunque no muy bien, pero sí lo suficiente para decirle: «¿Cómo estás, chico?», y él me contestaba o no, según como se sintiera. Un buen muchacho, sin embargo. Siempre lo estimé. Le hizo la corte a una cantante llamada Mona Grant. Después, ella cambió su nombre por el de Mars. Rusty quedó dolido y se casó con una dama rica que se pasaba el tiempo en los cabarés como si no pudiera dormir bien en su casa. Ya la conoce usted. Alta, morena y con el aspecto de un ganador del Derby, pero mujer enérgica que sometería a un individuo a alta tensión nerviosa. Excitante. Rusty no se llevaba bien con ella. En cambio se llevaba muy bien con la plata del padre de ella; ¿cómo iba a ser de otro modo? Esto es lo que usted cree. Rusty era una especie de halcón borracho. Tenía vista de largo alcance. Estaba siempre mirando la siguiente colina. No estaba solamente en el lugar donde se encontraba. Y no creo que el dinero le importase un comino. Y viniendo de mí, hermano, esto es un cumplido.
El hombrecillo no era bobo, después de todo. A tres de cada cuatro mañaneros ni siquiera se les hubieran ocurrido esas ideas y mucho menos habrían sabido expresarlas.
-De modo que se marchó -dije.
-Tuvo intención de marcharse, quizá con Mona, su amiga. Ella no vivía con Eddie Mars porque no le gustaban sus negocios. Especialmente los complementarios, como chantaje, coches robados, escondites para fogosos muchachos del este y demás. La cuestión fue que Regan le dijo a Eddie una noche, en público, que si mezclaba a Mona en algún lío sucio se las tendría que ver con él.
-Casi todo eso está en los archivos de la policía, Harry -dije-, no puede esperar dinero por eso.
-Ahora voy a lo que no está ahí. Así es que Regan desapareció. Yo acostumbraba a verle todas las tardes en Vardi, bebiendo whisky irlandés y mirando a la pared. Ya no hablaba mucho. Me daba alguna apuesta de cuando en cuando, que era para lo que yo estaba allí, para tomar apuestas por cuenta de Puss Walgreen.
-Yo creía que se ocupaba de hacer seguros.
-Eso es lo que pone en la puerta. Me imagino que le hará un seguro si le da ocasión para ello. Bien; a partir de mediados de septiembre, ya no volví a ver a Regan. No me di cuenta en seguida. Ya sabe usted cómo es eso. Un tipo está ahí y usted lo ve y ya no está y usted no lo ve, hasta que alguien le hace caer en la cuenta. Lo que me hizo darme cuenta fue que oí a un individuo decir, riéndose, que la mujer de Eddie Mars se había fugado con Rusty Regan y que Eddie Mars se conducía como si fuera el padrino, en lugar de estar furioso. Se lo dije a Joe Brody y éste fue listo.
-¡Que se creía él eso!
-No como un policía, pero listo, sin embargo. Estaba buscando pasta. Empezó a pensar que si conseguía información sobre los dos tórtolos, podría cobrar dos veces: una de Eddie Mars y otra de la mujer de Regan. Joe conocía un poco a la familia.
-Por valor de cinco grandes -dije-. Los fastidió por ello hace algún tiempo.
-¿Sí? -Harry Jones parecía un poco sorprendido-. Agnes debiera haberme dicho eso. Siempre hay una mujer para uno y siempre está ocultando algo. Bien, Joe y yo buscamos en los periódicos y no encontramos nada, por lo que nos dimos cuenta de que el viejo Sternwood le había echado tierra al asunto. Hasta que un día vi a Lash Canino en Vardi. ¿Le conoce? -moví la cabeza-. Es un tipo duro como algunos creen serlo. Hace trabajitos para Eddie Mars cuando éste lo necesita -apuntó con el dedo-. Despacha a un tipo entre dos tragos. Cuando Mars no lo necesita, no se le acerca y no permanece en Los Ángeles. Bien, puede haber algo y puede que no. Quizá había averiguado algo sobre Regan y Mars se mantuvo con una sonrisa en los labios esperando su oportunidad. O puede ser algo totalmente diferente. En cualquier caso, se lo dije a Joe y se puso a seguir a Canino. Él podía seguirle. A mí me sale muy mal. Esta información se la doy gratis. Joe siguió a Canino hasta la residencia de los Sternwood, Canino aparcó fuera de la finca y un coche que conducía una chica se acercó. Hablaron un momento y Joe creyó que la muchacha le dio algo a Canino, algo así como dinero.
La muchacha se largó, era la mujer de Regan. De acuerdo, conoce a Canino y éste conoce a Mars. Así que Joe se figuró que Canino sabía algo de Regan y estaba tratando de sacar algo para él. Canino desapareció y Joe lo perdió de vista. Fin del primer acto.
-¿Qué aspecto tiene ese Canino?
-Bajo, grueso, pelo castaño, ojos pardos y siempre usa ropa marrón y sombrero también marrón. Incluso lleva impermeable marrón. Conduce un cupé también de color marrón. Todo marrón para mister Canino.
-Pasemos al segundo acto -dije.
-Sin la pasta por delante, eso es todo.
-No creo que eso valga doscientos billetes. La señora Regan se casó con un contrabandista que conoció en los cabarés. Conocía a otra gente de la misma calaña. Sabe bien quién es Eddie Mars. Si creyera que algo le había ocurrido a Regan, Eddie sería precisamente el hombre al que se dirigiría y Canino podría ser el hombre que Eddie escogiera para cumplir el encargo. ¿Eso es todo lo que tiene?
-¿Daría usted esos doscientos por saber dónde está la mujer de Eddie Mars? - preguntó con calma el hombrecillo. Había captado ahora toda mi atención. Casi rompí los brazos de mi sillón, apoyándome en ellos-. ¿Incluso si está sola? -añadió Harry Jones en tono suave, pero siniestro-. ¿Aunque nunca se haya fugado con Regan y esté oculta ahora a unos setenta kilómetros de Los Angeles, en un escondrijo, para que la policía siga pensando que se largó con él? ¿Pagaría usted doscientos billetes por esto, detective?
Me pasé la lengua por los labios. Estaban secos y salados.
-Creo que los pagaría -dije-. ¿Dónde?
-Agnes la encontró -dijo en tono bonachón-. Sencillamente por una feliz casualidad. La vio conduciendo un coche y se las arregló para seguirla hasta la casa. Agnes le dirá dónde está cuando tenga el dinero en la mano.
Me puse serio.
-Podría decírselo a la poli gratis, Harry. Tiene ahora algunos forzudos tremendos en la central. Si le matan a usted en el intento, siempre les quedaría Agnes.
-Déjelos que intenten -dijo-, no soy tan frágil.
-Agnes debe tener algo que no logré apreciar.
-Es una tramposa, detective, y yo soy un tramposo. Todos somos tramposos y nos vendemos los unos a los otros por un níquel.
Cogió otro de mis cigarrillos, lo colocó con agilidad entre sus labios y lo encendió con un fósforo en la forma que yo lo hago, frotando dos veces la uña del pulgar y utilizando después el pie. Dio suaves chupadas y me miró a los ojos. Un gracioso y duro hombrecito que yo podía haber lanzado con facilidad desde mi casa al otro lado de la ciudad. Un hombrecito en un mundo para hombrones. Había algo en él que me agradaba.
-No he aumentado nada -dijo muy serio-. Vine aquí hablando de doscientos billetes y ése sigue siendo el precio. Vine porque creí que conseguiría un sí o un no, hablando de hombre a hombre, y usted me amenaza con la policía. Debería darle vergüenza.
-Obtendrá usted los doscientos por esa información. Pero primero tengo que conseguir la pasta.
Se levantó y asintió, estirando sobre su estómago su gastado abrigo.
-¡De acuerdo! De todas formas, es mejor después de que haya oscurecido. Es un trabajo arriesgado el oponerse a tipos como Eddie Mars. Pero uno tiene que comer. Las apuestas han estado bastante flojas últimamente y la gente influyente le ha dicho a Puss Walgreen que se largue. Podría venir a la oficina, 428 del Fulwider Building, Western y Santa Mónica, por la parte trasera. Traiga el dinero y yo le llevaré hasta Agnes.
-¿No me lo puede decir usted mismo? Ya he visto a Agnes.
-Se lo prometí a ella -dijo sencillamente.
Se abrochó el abrigo, ladeó su sombrero, dijo adiós de nuevo con la cabeza y fue hacia la puerta. Salió y sus pasos se perdieron en el pasillo.
Bajé al banco a depositar el cheque de quinientos dólares y saqué doscientos en billetes. Subí de nuevo a la oficina y me senté en mi silla, pensando en Harry Jones y su relato. Me parecía demasiado bueno. Tenía la austera sencillez de la ficción más que la enrevesada trama de los hechos. El capitán Gregory debiera haber encontrado a Mona Mars si estaba tan cerca de su zona, suponiendo, claro está, que lo hubiera intentado.
Estuve pensando en eso la mayor parte del día. Nadie vino a la oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo.
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